CAPÍTULO VI

SACOLÍN Y SU CUEVA

Sacolín salió de la penumbra trayendo un pequeño bol con agua. Penny estaba sorprendida.

—¿Tiene usted un grifo al fondo de la cueva, Sacolín? —le preguntó, y el hombre se echó a reír.

—No —repuso—. Pero un pequeño arroyo brota en la roca, y luego discurre por el suelo de la cueva. Es muy clara y fresca y yo la utilizo para beber. Y ahora, ¿dónde está ese brazo?

Penny se quitó la chaqueta, que estaba muy rota. Sacolín le bañó el brazo y luego le puso un ungüento de extraño olor. Penny lo olfateó.

—¿Qué es esto? —quiso saber—. Me gusta este olor.

—Oh, está hecho con toda clase de hierbas y raíces —dijo Sacolín—. No conocerías ninguna. Te curarán ese rasguño mucho más de prisa que cualquier cosa de las que se compran en las farmacias.

—Es agradable —dijo Penny. Sacolín cogió su pañuelo y le vendió el brazo cuidadosamente. Penny miró a Rory.

—Supongo que no os habrá quedado ningún bocadillo —le dijo—. No he comido nada y tengo mucho apetito.

—Ninguno —replicó Rory—. De haberlo sabido te hubiese guardado alguno, Penny.

—Pronto podrás comer algo —le dijo Sacolín encendiendo una pequeña hoguera en la entrada de la cueva, sobre una piedra plana que ya había sido utilizada otras veces para estos fines. Estuvo cociendo caldo en un bote removiéndolo con una rama. Olía deliciosamente.

Los otros contemplaron a Penny con envidia cuando la sopa estuvo lista y se la comía. Sólo olerla les abría el apetito. Penny dijo que era la sopa mejor que había tomado en su vida.

Sacolín vio de pronto que Benjy estaba empapado y temblaba. Tocó la chaqueta del niño.

—¡De modo que te caíste en la charca mientras buscabas micelio de rana! —dijo—. Ve al fondo de la cueva y quítate la ropa. Allí encontrarás una monta vieja. Envuélvete en ella y ven junto al fuego. Yo secaré tus ropas. No puedes volver así a tu cosa.

Pronto Benjy estuvo sentado junto al fuego envuelto en la vieja manta. Dijo que sólo necesitaba unas pocas plumas en el pelo para sentirse como un auténtico piel roja.

—¿Usted vive una vida como la de los pieles rojas, verdad, Sacolín? ¿Sabe que hemos oído toda clase de historias terribles sobre usted? —le dijo Benjy.

—Ah, ¿sí? —dijo Sacolín como si no le interesara en absoluto.

—Sí —dijo Rory—. ¡Hemos oído que usted sacudió a un muchacho llamado Dick Thomas hasta que casi le arranca la cabeza!

—Eso es bien cierto —replicó Sacolín, y los niños le miraron sorprendidos. Sacolín parecía tan amable y cariñoso…

Sacolín habló con severidad.

—Dick Thomas encontró a un pájaro con el ala rota —dijo—. Y el pobre animal no podía alejarse de él… de manera que lo atormentó. No quiero deciros cómo, pero fue muy cruel. Por eso le sacudí.

—Oh —exclamó Rory, y tras reflexionar unos instantes le hizo otra pregunta—. ¿Por qué arrojó al río a dos niños?

—Vaya, ¿también os han contado eso? —dijo Sacolín—. Bueno, tenían un perro al que no querían… de manera que le ataron un ladrillo y le arrojaron al río para que se ahogase. Yo llegué entonces, saqué al perro del agua… y arrojé a los niños. Eso es todo.

—¿Sabían nadar? —preguntó Benjy.

—Naturalmente —repuso Sacolín—. ¡Y yo no les até ningún ladrillo! ¿No creéis que se merecían un remojón?

—Oh, «sí» —dijo Rory—. Ya lo creo.

Hubo una pausa… y de pronto Sacolín alzó una mano para que nadie hablara.

Había oído un ligero rumor que escapara a los oídos de los demás.

Los niños no se movieron y miraron hacia la entrada de la cueva. Vieron un par de orejas grandes… un par de ojos nerviosos… y un conejo de color castaño rodeó el fuego para entrar en la cueva. Al ver a los niños se detuvo presa de temor, y sentándose sobre sus patas traseras alzó el hocico olfateando mientras le temblaban los bigotes.

—Bien, Rabón —le dijo Sacolín con su voz profunda y clara—. ¿Has venido a hacerme tu visita acostumbrada? No tengas miedo de los niños.

El conejo se aproximó un poco más para olfatear la mano que Sacolín había extendido, y luego, asustado por un movimiento repentino que hizo Sheila, dio media vuelta y salió huyendo mostrando su rabilo corto y blanco.

—¡Oh! —exclamó Benjy demasiado encantado para hablar—. ¡Sacolín! ¿Es un conejo amaestrado?

—No —replicó Sacolín—. Es silvestre. Una noche cayó en una trampa y se rompió una pata. Gemía lastimosamente y fui a libertarle. Le entablillé la pata y se curó. Ahora es uno de mis amigos y viene a verme cada día.

—¿«Uno» de sus amigos? —preguntó Benjy al punto—. ¿Qué quiere decir? ¿Es que otros animales son también amigos suyos?

—Oh, sí —dijo Sacolín—. Los pájaros también. Todos acuden a mí. Me enseñan sus nidos y sus pequeñuelos. Yo comparto sus vidas. ¡Soy tan salvaje como ellos!

—Sacolín, por favor, Sacolín, ¿quiere enseñarme a sus amigos? —le suplicó Benjy cogiendo la mano pecosa de aquel hombre, que más bien parecía una zarpa, por lo delgada y morena—. Durante años he leído libros sobre pájaros y animales, pero hasta ahora siempre he vivido en Londres. Jamás volveré a tener una oportunidad como ésta… de manera que por favor, ¡déjeme conocer a sus amigos!

—¡Y a mí también! —intervino Penny.

—¿Queréis hacer amistad con tejones y zorras, sapos y ranas, nutrias y pájaros silvestres? —les preguntó Sacolín—. ¡No! ¡Hoy en día a los niños no os importan ninguna de esas cosas! Queréis juguetes de todas clases… máquina de hacer cine… bicicletas… patines. ¡Oh, lo «sé»! A los animales sólo los queréis para atormentarlos y asustarlos para coger sus huevos o tirarles piedras. No… mis amigos son míos, y no los comparto con nadie.

—¡Oh, Sacolín, está equivocado! —exclamó Sheila—. Los niños no son así… por lo menos los buenos. Sólo porque haya visto algunos pocos crueles y estúpidos no significa que todos seamos así. ¿Puede darnos una oportunidad para convencerse? Por lo menos désela a Benjy. Toda su vida le han vuelto loco los animales y pájaros y ni siquiera ha tenido jamás un perro que pudiera llamar suyo.

Sacolín no dijo nada durante unos instantes. Sus dedos largos y enjutos tiraban de su rizada barba gris, mientras su mirada se perdía a lo lejos.

—Incluso Benjy siente tan poco interés por mis bosques que esta mañana ha permitido que el viento esparciera vuestros papeles —dijo al fin—. Con la lluvia se reblandecerán. Se enredarán las primaveras y violetas y harán que mis bosques estén feos y desaliñados.

Los niños enrojecieron. Recordaron que tía Bess les había dicho que no ensuciaran el campo con papeles y botellas.

—No debiéramos haberlo hecho —dijo Benjy—. Lo siento, Sacolín. Cuando regresemos a casa los recogeremos. No volveremos a estropear el campo de ese modo.

—Ya los he cogido yo —replicó Sacolín—. Vosotros no me visteis, pero yo estaba allí.

Los niños estaban avergonzados, excepto Penny, que no había tenido ningún papel para tirar, pero sentía vergüenza por sus hermanos.

—Benjy puede venir a verme otra vez —dijo Sacolín al fin—. Tiene la voz baja y las manos tranquilas como los que aman a las criaturas salvajes. Benjy puede venir… y tal vez, si les gusta a mis amigos, dejaré que vosotros vengáis también alguna vez.

—¡Oh, gracias! —exclamó Benjy radiante—. ¡Vendré! Si me deja ver a los amigos que vienen a visitarle no haré el más mínimo movimiento. Se lo contaré todo a mis hermanos, y tal vez en otra ocasión les deje venir a ellos también.

—No quiero hacer promesas —replicó Sacolín—. Ahora, Benjy, tus ropas ya están secas y estoy seguro de que hace rato que ha pasado ya la hora de vuestra merienda. Póntelas y vete a casa. Vuelve pasado mañana después de merendar… solo.

Benjy estaba loco de contento. Se puso rápidamente sus ropas casi secas, y todos se despidieron de Sacolín y salieron de la cueva charlando por los codos.

—¡Bueno, vaya una aventura! —exclamó Benjy—. Figuraos que el salvaje ha resultado una gran persona. ¡Antes de que os deis cuenta voy a ser amigo de todos los tejones y nutrias, liebres y conejos de la comarca!

—No estés tan seguro —repuso Rory con cierta envidia—. Sacolín no consiente tonterías. Tal vez te arroje al río.

—No me arrojará —dijo Benjy convencido de que así sería—. Oye, ¿no es tío Tim el que ahora viene a nuestro encuentro?

Él era… había salido a buscar a Penny, ya que cuando no acudió a la casa a la hora de comer, tía Bess se había preocupado mucho. Ahora era casi hora de merendar.

Tía Bess no quiso oír hablar de Sacolín…, ¡quería saber dónde había estado Penny y lo que había estado haciendo! ¡Penny recibió una buena reprimenda!

—¿Por qué no viniste a decirme adónde ibas? —le regañó tía Bess.

—Porque sabía que no ibas a dejarme —repuso Penny empezando a llorar—. No te enfades conmigo. Me subí a un árbol, me caí y me arañé un brazo, y no había comido nada.

—Bueno, eso es culpa tuya —dijo tía Bess—. No vuelvas a hacer nunca semejante cosa. Vamos a merendar. Todo está preparado, y debéis tener un hambre de lobo.

¡La tenían! No quedó gran cosa del pastel de ternera y jamón, las tartas de mermelada y el pastel de cerezas cuando hubieron concluido.

—¡Qué aventura hemos vivido! —comentaba Benjy aquella noche al acostarse—. ¡Lo que he disfrutado… y pensar que sólo es el principio! ¿Verdad que tenemos suerte?

—¡«Tú» la tienes! —exclamó Rory—. Tú eres el que va o tener suerte, me parece a mí.

—Bueno, haré lo posible por compartirla con vosotros —repuso Benjy somnoliento—. Os lo contaré todo.

Y se quedó dormido para soñar con un conejo amaestrado que iba a limpiarle sus zapatos, que preparaba la sopa y le secaba sus ropas.