CAPÍTULO XXI

Entre tanto, los enfermeros habían instalado a Timothée y a Marcello sobre unas camillas. Una ambulancia se había situado ante la entrada de la casa y los dos heridos fueron subidos a ella.

Otra ambulancia había recogido a los C.R.S. heridos en el momento del ataque.

Los dos italianos y los tres ingleses se habían retirado a un extremo de la meseta. No sabían qué conducta seguir.

—¿Qué quería decir ese pihuelo, prometiendo que intercedería por ustedes con el comisario? —preguntaba un italiano a Miss Eileen—. ¿No habrán llegado a un acuerdo secreto, por casualidad?

La inglesa se encogió de hombros enérgicamente y respondió.

—¿Qué quiere que pueda hacer ese rubito? Aún admitiendo que quiera, él es militar y el comisario civil. El comisario tiene la misión de proteger al profesor. No tenemos ninguna posibilidad.

—Y nosotros menos aún, con Marcello herido.

—De todas maneras, hay algo que me asombra —dijo un inglés—. Ese chico tiene un aire… ¿cómo lo diría…? un aire de gentleman. Y su misión consistía también en proteger al profesor. ¿Cómo ha podido aceptar el cedérnoslo, sí no sabía por anticipado que iba a venir la Policía?

—Y si lo sabía, ¿qué utilidad podía representarle el proponernos el trato?

—Escuchen —dijo un italiano—, al regresar a nuestros respectivos países, no tendremos muy buen aspecto, si nos han expulsado de Francia. Derrotados por derrotados, quizás sería mejor tratar de escapar. Los policías parecen ocupados en registrar las casas. Si nos distribuimos por todos los lados, quizá consigamos burlar a los perseguidores.

—Acordado —aceptó Miss Eileen—; esperemos a que se hayan llevado a los prisioneros.

Cinco minutos después, los prisioneros enemigos, esposados, eran subidos a un coche celular.

—¡Un, dos, tres, go! —ordenó la inglesa.

Los cinco agentes salieron como flechas en todas direcciones… confiando en sus piernas y en su buena suerte.

Inmediatamente se oyó un silbato. Pero, para sorpresa de los agentes extranjeros, nadie se lanzó a perseguirles.

Sólo después de recorrer veinte metros fueron a dar contra una alambrada espinosa del tipo llamado «concertina», guardada por un cordón de gendarmes, armados con fusiles. Hubo que resignarse a regresar a la meseta, donde el comisario Didier les acogió, sonriente:

—Vamos, señorita y señores, no hay que tratar de evitar nuestra compañía de esta forma. Les prometo dejarles libres en cuanto hayan pasado por el servicio de antropometría.

Entonces, Miss Eileen, roja de indignación, se volvió hacia Langelot:

—Y usted, tenientillo, ¿no nos había prometido pedir al comisario que nos entregara el profesor?

—Gracias por recordármelo, Miss Eileen. En efecto, quedaré muy reconocido al señor comisario Didier si entrega al profesor Roche-Verger a mis colegas ingleses, para un interrogatorio.

—¡Está usted completamente loco, amigo mío! —gritó el comisario, resoplando muy fuerte—. Ahora el profesor pertenece. Tanto si le gusta como si no le gusta a su Servicio, y si le gusta o no le gusta al profesor Propergol, está en mis manos y pienso conservarle muy bien.

Y el comisario lanzó al profesor una mirada de propietario.