Cuando Langelot se precipitó en la sala en la que poco antes se había entrevistado con Timothée, vio en ella dos hombres, con chaquetas de cuero, acurrucados cerca de la ventana, ocupados en llenar el cargador.
—¡Tiren las armas! —ordenó.
Desarmados, les empujó delante de él hasta el pasillo donde se reunían a todos los prisioneros. A decir verdad, los hombres de Timothée apenas ofrecieron resistencia. El ataque por la espalda les había cogido de sorpresa y, sobre todo, no tuvieron tiempo de volver a cargar sus armas.
Sólo Timothée trató de defenderse: hirió a Marcello de un disparo en el pecho y fue alcanzado, a su vez, por Miss Eileen.
Entre tanto, Langelot se apoderó de un magnetófono equipado con un amplificador, que estaba instalado en una habitación en el primer piso y, cogiendo el micrófono con una mano que aún temblaba de excitación por el combate, llamó:
—¡Diga! ¿Comisario Didier?
—Comisario Didier, escucho —contestó el otro altavoz—. ¿Están decididos a rendirse? Los carros se acercan.
—Aquí subteniente Langelot del Servicio Nacional de Información Funcional. ¿Quiere venir a hacerse cargo de nueve espías extranjeros? Para hacerle buen peso, añadiré tres italianos y tres ingleses, entre los que hay una inglesa encantadora, pero quede entendido que les dejará marchar sin hacerles daño alguno.
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Qué? No trate de hacerme creer bobadas parecidas, mi buen señor. El subteniente Langelot ha muerto, con toda seguridad, en la explosión que han provocado ustedes en el sótano en que estaba encerrado. Les doy un minuto para salir de la casa, sin armas, o de lo contrario hago avanzar los carros.
El comisario se ahogaba de rabia.
—Tenga un poco de paciencia, señor Didier. Saldremos de muy buen grado, pero solamente nuestros prisioneros están desarmados. De todas maneras, ¿qué teme? Puede hacer que nos apunte toda su compañía. Sólo le pido que no dispare en cuanto aparezcamos, sin provocación por nuestra parte.
—De acuerdo. Pero no cuente con burlarse de mí. Otros más astutos han fracasado.
Los prisioneros, con las manos en la nuca, fueron alineados en el vestíbulo, bajo la amenaza de las armas aliadas.
Entre tanto, Miss Eileen fulminaba:
—Nos ha embaucado usted, señor subteniente. ¡Usted esperaba a ese comisario que grita tanto! Y él no nos dejará que interroguemos al profesor.
—Yo no le esperaba, Miss Eileen. Y prometo interceder para que me permita cumplir mi palabra.
—Ya veo que se burla usted de mí.
—En todo caso, no de la manera que usted piensa.