CAPÍTULO XVII

Empuñando el «Colt» de Marcello, Langelot saltó hacia el muro en el que se abría una brecha de alrededor de un metro cuadrado. Todo el suelo alrededor del lugar de la explosión estaba cubierto de piedras saltadas. Ingleses e italianos habían sacado sus armas: parecían sorprendidos por el giro que tomaban los acontecimientos, pero dispuestos a la acción.

—Vengo en plan de amigo —dijo Langelot, saltando al sótano vecino—. Tanto ustedes como nosotros somos prisioneros de agentes extranjeros que no estaban previstos en el programa. ¿Quieren que les ataquemos juntos para librarnos de ellos?

—Tiene usted una forma un poco brutal de llamar a la puerta —observó Miss Eileen, a quien un trozo de piedra había herido en una mejilla.

—Nosotros —dijo vivamente Marcello— estamos de acuerdo con una condición. Cuando hayamos liquidado a los signori de arriba, nos dejará usted que interroguemos al profesor.

—Buena idea —asintió Eileen—. Vea lo que yo propongo. Aquel de nuestros dos grupos que cuente con más supervivientes o menos heridos recibirá al profesor en primer lugar. De esta forma, no tendremos que matarnos entre aliados.

—Yo acepto —asintió Marcello.

Langelot vaciló un momento y después, con sorpresa general, aceptó sin regatear:

—Tienen ustedes mi palabra.

Y se volvió hacia Roche-Verger, que le había seguido a la bodega de Laureles-rosas.

—Nosotros no arriesgamos nada, ¿no es cierto, señor profesor?

—¿Cómo lo ha adivinado? —preguntó Roche-Verger.

En aquel momento una voz apocalíptica resonó en el exterior.