CAPÍTULO XVI

Los espías en la planta baja y los dos franceses, en la bodega, celebraban, simultáneamente, un consejo de guerra.

—Señor profesor, estoy persuadido de que no han matado a Choupette —decía Langelot, recuperando la esperanza, al verse en posesión de algo que podía transformar en cohetes a todos sus adversarios—. Los espías de esta clase no son asesinos: no matan si no es completamente inevitable.

—Es muy posible —contestó Roche-Verger—. Pero eso no impide que dispararan contra Charles y también sobre ella, con la metralleta. De todas maneras, no es ésta la cuestión. La cuestión es saber cómo vamos a salir de aquí.

—Entonces, ¿no desea morir?

—Tengo la debilidad de imaginar que aún podría ser útil a Francia… —dijo muy bajito Roche-Verger.

Luego, avergonzado de haber pronunciado una frase que podría parecer grandilocuente, añadió:

—Por otra parte, tengo la impresión de no haber comido aún tantas langostas a la armoricana como me tenía previsto el destino…

Langelot reflexionaba sobre la mejor manera de utilizar el explosivo.

—¿Qué contienen estos tubos de ensayo, señor?

—Esencialmente, ácido pírico, y el primero, fulminato de mercurio.

—Dicho de otra forma, bastarían para hacer una pequeña explosión.

—Claro que sí, ¡pero yo quería una bien grande!

—¿Y si nos conformáramos con una pequeña, de forma que agujereemos la pared y después, con la ayuda de los italianos y los ingleses, nos apoderemos de la casa?

—¡Excelente idea! —dijo Roche-Verger—. Voy a desmontar en seguida mi pequeño artefacto: cuatro tubos hundidos entre las piedras, rellenando con tierra los agujeros, deberían bastar. Un riesgo: mi oxígeno líquido puede saltar también…

—No, si abre usted el balón.

—Joven Langelot, no es usted muy bueno con las adivinanzas, pero como agente secreto, me quito el sombrero ante usted.

»¿Por qué —se preguntaba Langelot, mientras ayudaba al profesor a deshacer los nudos de los hilos eléctricos, por qué era preciso que aquel gran hombre representara continuamente el papel de un botarate? Y después recordó a otros sabios que había tenido ocasión de conocer y comprendió: Roche-Verger hacía el bobo por modestia, para no darse el aire de importancia y de orgullo que ridiculiza a los que se toman por personajes.

Desatornillaron rápidamente el balón de oxígeno, ataron juntos los tubos de ensayo entorno del tubo que contenía fulminato de mercurio, luego Langelot empalmó sobre él el hilo eléctrico. El conjunto fue colocado, entre dos piedras que dejaban una rendija, en la pared que separaba a los franceses de sus adversarios de la víspera.

Entonces, Langelot gritó con todas sus fuerzas:

—¡Retrocedan! ¡Vamos a hacer saltar la pared!

Por su parte, Roche-Verger y Langelot fueron a refugiarse contra el muro opuesto, volviendo la espalda al artefacto explosivo. El hilo eléctrico unía el tubo del fulminato a la pila. Ya sólo faltaba hacer el contacto.

—¿Listo profesor? —preguntó Langelot.

—Listo. A propósito, ¿sabe usted la diferencia entre…?

Un ruido atronador sacudió la casa y cubrió la voz del incorregible sabio. Langelot, con mano firme, había apretado los dos hilos desnudos contra los dos polos de la pila. Una nube de polvo llenaba la bodega y muy cerca de ellos se oían los Good Lord! y los ¡Santa Madonna! de los inquilinos de al lado.