Cuando el profesor fue introducido en la sala donde le esperaba Timothée, éste había hecho colocar en ella una mesa y dos sillas, tomadas del mobiliario de los Laureles-rosas.
—Tome asiento, Roche-Verger —indicó Timothée—. Su hija se ha portado como una tonta y uno de mis hombres también. Tiene el disparo demasiado fácil, ese tipo. Él fue quien disparó a Charles. Creo que le tendré que hacer pasar un mal rato en cuanto estemos de regreso en nuestro país. Entre tanto, mis hombres están dando una batida para encontrar a su querida hija, lo que no tardarán en lograr. Tienen órdenes muy estrictas de no hacerle ningún daño. Y, ahora, hablemos claro: ¿está usted dispuesto a mostrarse cooperador?
Roche-Verger se había sentado. Su rostro volvía a tener la misma expresión de siempre y solo expresaba una especie de vago regocijo.
—Mi querido Timothée —contestó—, es usted un hombre atrevido. ¡Barrendero! ¡Vamos…! ¡Y yo que le ponía adivinanzas y que no adivinaba nada…! A propósito, conoce usted la historia de…
—Ahora no se trata de eso —dijo Timothée—. ¿Cuándo y dónde se lanzará a Rosalía?
—En el Sahara, desde luego. Todos los periódicos lo han dicho y, lo que es más, es cierto.
—También le he preguntado cuándo.
—Un instante: ¿por qué me pregunta eso? ¿No va a decirme que hace espionaje industrial?
—Claro que no. Es mucho más simple. Francia es el único país de Europa que fabrica sus propios cohetes. Queríamos saber lo que valen. Porque yo sé que sus cohetes son enteramente pacíficos, pero, llegado el momento, podrían convertirlos fácilmente en ingenios balísticos, ¿no es así?
—Muy fácilmente —confesó el sabio.
—Entonces, veamos, yo le propongo…
—¡Oh!, ya sé lo que va proponerme. La vida en un castillo y diez millones al mes en un país en que no se puede comprar nada porque no hay nada que vender.
—No hay gran cosa, de momento —reconoció Timothée, con una sonrisa forzada—, pero, dados nuestros índices de productividad actuales, la situación evolucionará rápidamente. No sé si adelanta usted la cifra de diez millones como máximo o como mínimo. Por mi parte, estoy autorizado a tratar con usted por una cifra ligeramente superior…
Roche-Verger empezó a balancearse en la silla y a retorcerse de risa. Se dirigió a los dos agentes que vigilaban, uno junto a la ventana y el otro junto a la puerta.
—¡Una cifra un poco superior! ¿Lo oyen? ¡Ah, mí pobre Timothée! No sabe usted lo que es un sabio. ¡Como si los millones me interesaran! La única cosa que me interesa es la ciencia. Proporcióneme un laboratorio perfectamente equipado y me iré a trabajar a su país por cuatro cuartos, aunque fuera usted marciano.
—Excelentes disposiciones —dijo Timothée—. Va usted a proporcionarme una pequeña prueba indicándome inmediatamente el día del lanzamiento de Rosalía y la fórmula de su carburante.
Roche-Verger sonrió con indulgencia:
—Mi buen Timothée, tal vez no sea usted un barrendero, pero tampoco es un sabio. La fecha del lanzamiento es fácil, desde luego. El día J está fijado para el 13 de noviembre; la hora H, a las 12. Pero la fórmula… ¿Imagina, por casualidad, que yo era el único que trabajaba en el Rosalía? Pues éramos un centenar de sabios, ¿comprende? Por suerte, tengo buena memoria y llegaré a calcular la fórmula del carburante. Pero sin la del comburente ¡no les servirá absolutamente para nada!
Timothée frunció el ceño.
—Haré que sus declaraciones sean comprobadas por sabios de mi país.
—Compruebe, querido amigo, compruebe. Entre tanto, déjeme que le diga otra cosa: me bastaría algunos experimentos del laboratorio para encontrar por eliminación las dos fórmulas que les interesan…
—¿Cuánto tiempo necesitará?
—Unas diez horas.
—¿Necesita un laboratorio muy perfecto?
—No, un equipo muy sencillo y algunos elementos químicos…
Timothée tamborileó la mesa con dos dedos.
—El 13 será dentro de tres días —murmuró. De repente, tomó una decisión—: Hágame una lista. Tendrá todos los productos que quiera.
—¿Cómo se los van a facilitar en domingo? —se asombró el profesor.
—¿Piensa usted que es muy difícil asaltar un laboratorio?