CAPÍTULO XIII

—¡Salid vosotros dos! —dijo Timothée a los hombres que acaban de llevarse a Choupette.

Luego, volviéndose hacia ella, manifestó:

—Así, pequeña, que el viejo Timothée no era exactamente lo que usted creía, ¿verdad?

Hedwige estaba ante él, haciendo esfuerzos por no temblar de pies a cabeza. Estaba muerta de miedo. La transformación súbita del viejo barrendero en jefe de una red de espionaje, la confundía. Pero no iba a demostrárselo.

«Este hombre es un enemigo —se repetía—. Nos ha embaucado a todos. Nos desprecia. Voy a demostrarle de lo que es capaz una joven francesa».

No contestó nada, y miró al espía a los ojos.

—¡Valiente pequeña! —apreció Timothée—. Se muere de miedo, pero no lo confesará nunca. Hace mal en temernos, señorita Hedwige, no le deseamos ningún mal, créalo, y tampoco a su papá. Simplemente, nos gustaría que nos permitiera aprovechar su talento, que es grande y que los franceses no saben reconocer debidamente. Un hombre como él viviría entre nosotros como un príncipe. Diez criados, el más lujoso automóvil. Una casa en la ciudad, otra en la orilla del mar… Ustedes hacen vivir a sus sabios como pequeños burgueses. Creo que debe hacer comprender esto a su padre, que ha sido siempre tan complaciente con usted. Hágale ver lo feliz que sería usted pudiendo vivir con todas las comodidades que merecen…

—¡Oh!, a mí no me debe nadie nada —objetó Choupette—. Yo soy una chica corriente.

Mientras escuchaba a Timothée, pensaba en bajarle un poco los humos. Podía insultarle, pero ¿no había nada más útil que pudiera hacer? Estaban solos y papá había dicho que le había vaciado el cargador… Cierto que corría un peligro: Timothée tendría tal vez otra arma, además de la pistola de Charles…

—Vamos, vamos, pequeña —decía Timothée—, no sea testaruda. Le aseguro que le deseamos lo mejor. Claro que si su padre se obstina… no respondo de la actitud de mi Gobierno. Quizá nos veríamos obligados a hacerle comprender cuál es su interés de una forma un poco brutal. Pero no querrán que empleemos estos métodos, ¿verdad? Usted, que es una joven sensata…

—En este momento, soy sobre todo una joven que se encuentra mal —interrumpió Choupette—. ¿Me permite que abra la ventana?

Timothée vaciló una fracción de segundo.

—Desde luego, señorita…

Llevó su galantería hasta abrir la ventana él mismo y empujar los postigos, Luego, siguiendo con su táctica de la «lucha escocesa», dio un paso atrás y sacó de un bolsillo la pistola de Charles.

—No se lo tome a mal. Estamos obligados a tomar precauciones.

Choupette corrió a la ventana y respiró profundamente el aire nocturno. Fuera, distinguía algunos matorrales. A un metro de la pared, el acantilado caía casi a pico al mar. ¡Vamos, un poco de valor!

—¿Cómo se encuentra, hijita?

Ella se volvió.

Timothée tenía el arma en la mano. No le quedaba nada de la torpeza que había fingido anteriormente. Había quitado el seguro y, al menor movimiento sospechoso, apretaría el gatillo.

Entonces, arriesgando el todo por el todo, Hedwige Roche-Verger saltó al alféizar de la ventana. Tras ella, sonó un ligero clic irrisorio… Un segundo después, la muchacha estaba entre las matas, cayendo, rodando, levantándose de nuevo, arrastrándose entre las zarzas y corriendo como una loca…

En la oscuridad, destacaba claramente el cuadro de azul de la ventana. La silueta de Timothée se mostró en él, seguida de otra que vació su metralleta en la oscuridad.

Choupette, deslizándose entre los matorrales, apartando las ramas de espino pensaba:

«¡Toma, es mi bautismo de fuego!».

Y después:

«Por una vez, las bromas de papá han sido útiles».