CAPÍTULO XI

—Entonces, señor del S.N.I.F. ¿no esperaba encontrarse aquí a algunos de mis amigos, si he comprendido bien? —dijo Timothée, con una voz rejuvenecida, insolente y sarcástica—. ¿Tampoco esperaba quizás que yo fuese su jefe? Su sorpresa resulta cómica, mi pequeño teniente. ¿Es que verdaderamente usted no sospechaba nada? Usted, un oficial del Servicio Secreto más moderno, más eficaz y más refinado, se ha dejado embaucar como un novato.

Los dos hombres armados permanecían detrás de Langelot, con el dedo sobre el gatillo de su arma.

Langelot hizo un esfuerzo por recuperarse:

—¡Bravo, señor Timothée! Por novato que sea, conozco suficientemente la profesión para admirarle como usted se merece.

—¿De verdad? —preguntó Timothée—. Pues bien, yo también le admiro un poco. Hay que reconocer que no se ha desenvuelto mal para ser un jovencito de su clase.

Eso no impide que no sea bastante para nosotros, ni usted ni sus camaradas, evidentemente. Los Servicios Secretos de mi país son los mejores del mundo.

—¿De qué país se trata, si no es una indiscreción?

—Lo es justamente. Todo lo que puedo decirle, señor Langelot, es que no somos sus aliados y que no puede esperar cortesías por nuestra parte. Aún no sé cuál es la decisión que tomará mi gobierno con respecto a usted, pero, en cualquier caso, me gustaría que aconsejara usted al profesor Propergol que no intente hacer el héroe con nosotros. Si conseguimos de él los datos que necesitamos, eso nos pondrá de mejor humor y usted será el primero en beneficiarse de ello…

Mientras hablaba, Timothée estaba observando el rostro de Langelot, buscando en él un indicio de miedo. Langelot no pestañeó. Con un gesto lleno de rabia, echó hacia atrás el mechón rubio que siempre le tapaba la frente.

—Usted, que es tan bueno en el juego de las adivinanzas, señor Timothée, ¿no ha adivinado todavía cómo están hechas las entrañas de Rosalía?

Timothée sonrió, apreciando el valor del vencido.

—No se adivina una fórmula química —dijo—. Por su parte, teniente, podía haber adivinado que, si me dejé secuestrar tan fácilmente, es porque mi misión consistía precisamente en no separarme ni un instante del profesor. ¿No le parecía curioso que no protestara un poco más de lo que hice?

Langelot no contestó. Era bien visible que el espía había sufrido por todas las humillaciones intelectuales soportadas en su papel de viejo barrendero y, ahora, se tomaba la revancha.

—Y cuando no ha encontrado a su «Sol», que le había prometido permanecer en escucha, ¿no le ha parecido extraño? ¿Y no le ha asombrado que no le haya enviado refuerzos? ¡Mi pequeño teniente! Me parece que han olvidado enseñarle que el primer mandamiento del agente secreto es: «Asómbrate». Hay que asombrarse siempre de todo lo que no es natural, de lo que choca, por poco importante que sea…

—Dígame si me equivoco —interrumpió Langelot. Ustedes disponían de una emisora de radio camuflada en algún sitio. Usted ha llamado a «Sol» durante la siesta y le ha dicho que todo iba bien y que no necesitábamos nada.

Timothée sonrió apreciativamente:

—Perfecto, joven. En efecto, dispongo de una emisora que no es mayor que una caja de cerillas. No me abandona nunca. ¿Ha adivinado algo más?

—La conversación que sorprendimos había sido combinada por usted, con sus ayudantes, para que me metiera de cabeza en la boca del lobo. En realidad, no había minas y nadie tenía intención de atacar Laureles-rosas.

—Exacto.

—Sus camaradas, que estaban en contacto con usted a través de la radio, se introdujeron aquí al anochecer y usted no ha tenido que hacer más que conducirnos hasta ellos.

—Precisamente.

—Ustedes tenían ya información sobre el escondite que el S.N.I.F. preparaba para el profesor Propergol, y es uno de sus agentes el que fuma tabaco negro… Los suyos llegaron aquí antes que nosotros, y fue uno de ello quien disparó contra Charles.

—En efecto. Es uno de estos agradables jóvenes que está detrás de usted quien ha estado a punto de denunciar nuestra presencia, haciéndose descubrir por Charles. Y éste es un tipo de fallos que no perdono nunca… ¿Ha resuelto más enigmas, señor Langelot?

—No, creo que eso es todo.

—Mi joven amigo, adivina usted muy bien, pero un poco tarde. No olvide lo que le he dicho, con respecto a una saludable influencia a ejercer sobre Propergol… Vosotros dos, llevaos al teniente. Y traedme a la señorita.