Al mismo tiempo, una fuerte luz, cegó a los franceses.
Obedecieron los tres, parpadeando.
—Langelot, tire su pistola al suelo —continuó la voz.
Langelot tiró su arma. Sin duda, alguien lo recogió. Se oyeron los pasos de dos personas; luego la puerta de la bodega se cerró. La voz dijo:
—Pueden bajar los brazos y volverse.
No se lo hicieron repetir. Pero, al volverse, no vieron a nadie. Incluso Timothée había desaparecido.
—En la boca del dragón, ya podemos decirlo —murmuró Roche-Verger.
—¿Dónde está Timothée? ¿Por qué no ha disparado, el estúpido? Tenía la pistola de Charles —tronó Langelot.
El profesor le miró, visiblemente apurado.
—Temo que sea culpa mía una vez más —tartamudeó—. Quería gastarle una broma al bueno de Timothée, que se tomaba tan en serio su papel de centinela y, mientras hacía la siesta, le quité todos los cartuchos del cargador…
Langelot no dijo nada, aunque tenía el corazón oprimido. Ni la propia Choupette tuvo el valor de reprochar nada a su padre, que parecía realmente confuso.
La violenta luz que iluminaba la bodega procedía de una bombilla colgada del techo. Langelot se preguntó si no sería razonable romperla e intentar una salida, utilizando el «Colt» que había cogido a Marcello y cuya existencia ignoraba el enemigo… Tras reflexionar, decidió no recurrir a esta solución desesperada si no era en último caso, así que escondió el arma en un rincón de la bodega. La puerta se abría ya de nuevo, y aparecieron dos hombres de tez curtida, vestidos con un pantalón oscuro y chaquetas de cuero y llevando cada uno una metralleta de modelo desconocido. Uno de ellos dijo:
—Por aquí, Langelot.
Langelot miró a Choupette, le sonrió amablemente; miró al profesor, esbozó una mueca de impotencia, y caminó hacia la puerta.
—¡Langelot! —gritó Choupette, con una voz desgarradora.
Él se volvió y le hizo un gesto amistoso con la mano. Pero ya uno de los dos hombres le había cogido por un codo y le empujaba a la escalera. No era cosa de medir sus fuerzas con la de los dos mocetones, provistos de un armamento excelente. Mil pensamientos se agitaban en la cabeza de Langelot.
—¿Qué van a hacerme…? ¿Quiénes son…? ¿Dejarán libre a Choupette…? ¡He fracasado en mi misión…! Si hubiera registrado el chalet antes de traer aquí al profesor… El S.N.I.F. tenía confianza en mí y no he sido digno de ella…
No tuvo tiempo de torturarse mucho. Los dos hombres empezaron por registrarle, luego le empujaron ante ellos, precipitándole brutalmente en una de las habitaciones de la planta baja. De pie ante la ventana, con las manos en los bolsillos y la cabeza alta, la mirada penetrante y una expresión de autoridad y competencia que le hacía irreconocible, estaba Timothée.