—Esto significa que estamos sitiados —dijo por fin Langelot.
—Podría ser —contestó Timothée.
—Han distribuido sus fuerzas en dos elementos: uno en la parte de atrás, otro en la fachada; han puesto minas en la parte de la carretera… Esto significa, si no me equivoco, que hay un tercer equipo que se interesa por nosotros. Estos no son ingleses ni italianos, y tal vez sean los que dispararon contra Charles.
—No había pensado esto.
—He pensado yo —dijo Langelot, no sin cierta vanidad.
Consultó su reloj. Le quedaba todavía una hora.
—Nos defenderemos, pero tal vez no lo hagamos como se imaginan estos señores. Permanezca a la escucha. Voy a despertar a Roche-Verger y a Choupette para ponerles al corriente de la situación.
El profesor, al enterarse de la noticia, bostezó como para desencajarse la mandíbula.
—Precisamente —dijo— ya empezábamos a aburrirnos. Diga, mi joven amigo, ¿son siempre tan agitados los Servicios Secretos?
A Choupette le costó abrir los ojos:
—Déjame dormir, Langelot; tengo mucho sueño…
—Mi pobre niña —dijo Langelot—, tanto si tienes sueño como si no, hay que trasladarse.
—¿Dónde?
—A la villa número 3.
—¿Nos metemos en la boca del dragón?
—Precisamente. Mientras los desconocidos atacan Madreselva, les cogeremos por el flanco. Esto no se lo esperan, puedes estar segura. Pero tendremos que reducir otra vez el equipaje: no podemos arriesgarnos a hacer más de un viaje, otra vez. Nada de camas. La emisora de radio, algunas conservas y todas las municiones.
—Joven —preguntó Roche-Verger—, ¿me toma por un camello?
—De ninguna manera, señor profesor.
—Entonces, ¿por qué me trata como a una bestia de carga?
Y el profesor se echó a reír, encantado de su broma.
Sin el menor ruido, Langelot abrió la ventana que daba a la carretera de Laureles-rosas.
La noche era fresca, ventosa, negra. Se oía el rumor del mar al pie del acantilado.
Langelot pasó el primero y, después de algunos esfuerzos, consiguió hacer ceder la puerta-ventana de la terraza. Le siguió Choupette y después Timothée llevando la emisora de radio.
Encorvados para que no se les viera por las ventanas, atravesaron los cuatro el primer piso de Laureles-rosas, De nuevo, Langelot abrió la ventana que daba a la terraza, pero esta vez a la de los Dragones.
De nuevo, se deslizó hasta la puerta-ventana de la casa vecina y la forzó. Sus compañeros le siguieron.
Sin ruido, Langelot cerró la puerta-ventana de los Dragones.
—Ya estamos en casa —susurró.
Bajó a la planta, se dirigió al pasillo, tomó la escalera que conducía a la bodega, con un única puerta, sería el reducto en el que resistirían todo el tiempo posible…
Por un momento vaciló: creía haber notado el olor de tabaco negro que le había llamado la atención la víspera, en los alrededores. Pero no, se equivocaba. El único olor que reinaba allí era el de humedad.
Entró en la bodega. Únicamente los dos respiraderos ponían una mancha grisácea en la oscuridad total que reinaba en ella.
Choupette entró la segunda; luego le tocó el turno de Roche-Verger. Y, de repente, una voz desconocida, de acento mediterráneo, se oyó tras ellos.
—Manos arriba y no se muevan.