CAPÍTULO VI

El almuerzo careció de animación.

El capitán Montferrand había anunciado que contaba permanecer en escucha permanente, imaginando ya que la Policía proseguía activamente sus investigaciones, pero que parecía haber perdido la pista del profesor.

—De todas maneras —había precisado—, tomaré las disposiciones que crea útiles…

»Eso significaba —pensó Langelot— que Montferrand enviaría refuerzos, lo que sin duda era tranquilizador, aunque también humillante.

El profesor Roche-Verger parecía algo avergonzado de su chiquillada. Sólo planteó dos o tres adivinanzas durante la comida, dejando además que fuera Choupette quien la preparara.

—¿Cuál es la planta más útil para el hombre? ¡Díganmelo! —preguntaba con un tono lúgubre.

Pero Langelot estaba sumido en sus reflexiones. Choupette sólo tenía ojos para el joven y el único que respondió fue Timothée:

—La planta del pie, señor profesor.

No obstante, como el talento culinario de Choupette era auténtico, al llegar los postres todos fruncieron el ceño.

—Señor profesor —dijo Langelot—, voy a pedirle una cosa: esta tarde, Choupette y yo vamos a dar una vuelta en coche. No salga de la bodega bajo ningún pretexto ¿de acuerdo?

—Se lo prometo, amigo mío.

Una vez en el «Mercedes», Choupette preguntó a Langelot:

—Supongo que no hemos salido para divertirnos solamente, ¿verdad?

—Claro que no. Cuento contigo para una misión de confianza. En la situación en que estamos, con los ingleses que nos ametrallan y los italianos que nos persiguen, tú eres la única que puedes salvarnos.

—¿Yo? ¡Estupendo! Dime qué hay que hacer.

Mientras corrían hacia Figueras, Langelot expuso su plan.

—¡Genial! —se extasió Hedwige Roche-Verger.

—¿Has comprendido bien lo que tienes que hacer?

Se lo hizo repetir varias veces, hasta que vio que se sabía el papel.

—En términos profesionales, lo que vamos a hacer se llama intoxicación —explicó—. Consiste en pasar información falsa al enemigo, induciéndoles a comportarse como a nosotros nos interesa.

A la entrada de Figueras, el «Mercedes» aminoró la marcha y Choupette descendió. A partir de entonces, los jóvenes podían ser observados; pero se obligaron a comportarse como si pensaran que no les vigilaba nadie.

Langelot prosiguió su camino, atravesó Figueras a buenas marcha y continuó hasta Port-Vendres donde buscó largo rato pilas de radio que sabía que no iba a encontrar. Sin que nadie le siguiera, se sintió espiado, fingió sentirse chasqueado en todas las tiendas en que entró y no emprendió el camino de regreso hasta dos horas más tarde.

Entre tanto, Choupette se había aventurado por el pueblo de Figueras, con aire despreocupado.

El tiempo era bueno, un poco fresco. Un viento marítimo soplaba en las calles estrechas. Choupette andaba, pensando:

—Yo, Hedwige Roche-Verger, que hasta hace poco más de veinticuatro horas ignoraba hasta la existencia del Servicio Nacional de Información Funcional, ¡me he convertido en un agente secreto!

Langelot le había dicho, de una forma menos solemne y más gráfica:

—Vas a ser la cabra que los cazadores de leones atan a un palo para atraer a sus presas…

Varias veces se volvió para ver si la seguían. ¿Cómo saberlo? Si la seguían no lo hacía un hombre con impermeable y sombrero flexible, como ocurre siempre en el cine. Era, tal vez, el pueblerino de aspecto ocioso, o el ama de casa que iba a hacer sus recados…

La agente secreto se detuvo en una tienda de comestibles para preguntar dónde estaba Correos. El pueblerino ocioso entró pisándole los talones y compró un manojo de puerros.

Choupette salió y caminó hasta Correos sin volverse. Sólo al entrar se permitió lanzar una ojeada hacia atrás: el pueblerino había desaparecido, pero un hombre joven, con aire de turista —y no había muchos turistas en Figueras, en el mes de noviembre— atravesaba la calle resoplando.

En la ventanilla. Choupette solicitó una conferencia con París.

—Dos números, señora, por favor.

Primero dio un número al azar; luego el de una de sus amigas del instituto. Era sábado: María-Laura estaba en su casa.

—Espere un momento, señorita —dijo la encargada.

El turista entró y, sin mirar a Choupette, pidió también un número de París.

—No es normal que no me mire —pensó Choupette que no tenía mala opinión de su físico—. Seguramente, es un enemigo.

Al cabo de cinco minutos, que Choupette pasó fingiendo leer los anuncios sobre el reclutamiento de los cobradores, la telefonista la llamó:

—Cabina número uno.

Precisión inútil: no había más que una sola cabina en total, en la oficina de Figueras.

Choupette entró y tuvo la satisfacción de ver acercarse al turista. La chica descolgó: Una voz de hombre, bastante brusca, decía:

—¡Oiga, oiga!

—¡Oiga! Aquí satélite —recitó Choupette, en voz alta e inteligible—. «Sol satélite», le llamo por orden de «Mercurio», para no…

—¿Cómo? ¿Qué es lo que dice?

Choupette levantó la voz:

—… para no llamar la atención de los demás. Todo va bien. Lo único es que tenemos la radio averiada, por eso he recurrido al teléfono. Llegaremos al punto omega hoy, a las veinte horas. ¿Hay órdenes?

—¿Se está burlando de mí?

—Bien, lo comunicaré a «Mercurio».

—Oiga, ha debido equivocarse de número.

—«Galaxia» va bien, gracias.

—En su lugar, yo me haría cuidar.

—No, seguro que no me han seguido: me hubiera dado cuenta.

—Si la tuviera a mi alcance, pequeña farsante, le daría una buena tunda.

—Le presento mis respetos.

Colgó, salió, lanzó una mirada indiferente al turista que se limpiaba las uñas, apoyado en la pared, contra la cabina.

Antes de empezar la conversación. Choupette había pensado que le sería difícil conversar con seriedad. Pero la importancia de la misión y la necesidad de llevarla a buen término le habían quitado todo deseo de reír.

Esperó su segundo número, con apenas un poco de nerviosismo.

—Cabina número uno.

El turista se encarnizaba con su pulgar a punta de lima.

—¡Hola! ¿María-Laura? Aquí Choupette.

—¡Vaya! Buenos días, chica. Me alegro de oírle. ¿Has terminado con tu trabajo de física? ¿Quieres que vayamos al cine esta tarde?

—¿Al cine? Estás de broma. Espera a ver lo que me ha ocurrido en plan cine. ¿Sabes desde dónde te telefoneo?

—¿No estás en tu casa?

—Te llamo desde una cabina, a no sé cuántos kilómetros de Port-Vendres.

—¿Port-Vendres?

—Escucha y no me interrumpas a cada momento. No tengo derecho a telefonear, ¿sabes? Si se supiera me cortarían a trozos.

—¿Y quién iba a hacerlo? ¿Tu padre?

—No, gran tonta. Los servicios secretos.

—Dime, Hedwige, ¿te has dado un golpe en la cabeza?

—María-Laura te he dicho que no me interrumpas. En realidad, no debería revelarte y he aprovechado la misión que me ha confiado el Servicio Secreto para llamarte. Oye lo que ha pasado. Ayer por la tarde, fui secuestrada.

—¿Por quién?

—Pues por el Servicio Secreto. Me trajeron a la región de Port-Vendres. Hemos viajado toda la noche. Ahora estamos en el bosque y hemos venido al pueblo, yo para telefonear a la casa madre y Langelot para comprar pilas.

—No entiendo nada. ¿Quién es Langelot? ¿De qué casa madre se trata? ¿Vas a entrar en un convento?

—¡Oh!, ¡qué tonta eres! La casa madre del Servicio Secreto, evidentemente. Y Langelot es un rubito muy simpático. Apuesto a que baila muy bien. Así que, como él no quería llamar la atención, me ha dicho que telefoneara yo en su lugar a un número ultrasecreto, igual que en las películas. Y esta noche vamos a instalarnos en un chalet a la orilla del mar. No la he visto aún, pero parece que hay tres casas blancas y que la nuestra es la del centro. Llegaremos de noche, para que no nos vean. La hora H es a las veintidós. Entonces, nos esconderemos en la bodega —que está ya preparada— con muchas conservas. Y luego nos encerraremos y si los italianos o los ingleses atacan, les dispararemos. ¿Has comprendido ya?

—No he comprendido nada y creo que te has vuelto loca. ¿Por qué te han secuestrado?

—Por qué, por qué… ¡Ya te estoy diciendo que es un secreto!

—Hedwige, eres insoportable.

—¡Ah, escucha! He jurado no decir nada. Y creo que ya he hablado demasiado. En fin, puede que sea menos secreto la próxima vez que nos veamos. De todas formas, ya me parece estar viéndote ahora: debes estar celosa porque no te han secuestrado a ti.

—¿Yo celosa? En absoluto.

—Entonces, hasta pronto, chica. No debo dejarme pillar por el teniente Langelot. Si él supiera que te he contado todo esto… Tengo que colgar. Hasta dentro de tres semanas.

—Creo —dijo cínicamente María Laura— que te has inventado toda esta historia para saltarte el trabajo de física.

Choupette fue a la ventanilla a pagar sus conferencias.

Cuando salió a la calle, comprobó muy orgullosa que el turista no la seguía ya: sin duda tenía algo más importante por hacer que correr detrás de ella.

La trampa de Langelot estaba preparada.