CAPÍTULO V

La villa Madreselva era idéntica a Laureles-rosas con la diferencia de que no tenía un solo mueble y que la puerta de la bodega era una puerta de madera completamente corriente.

Choupette caminaba detrás de Langelot, un tanto nerviosa. Sus pasos hacían un ruido opaco, que en las grandes habitaciones vacías resonaba largamente.

—¿Qué es lo que buscas Langelot?

—No busco nada. Estoy mirando si no estaríamos igual de bien aquí…

—¿Aquí? ¡Pero si todas las cosas están en la otra casa! ¿Y la puerta blindada?

—Precisamente. Ven a visitar a Los Dragones.

La villa era completamente igual que las otras dos, con la excepción de que ésta estaba construida al borde mismo del acantilado.

—No sé por qué —dijo Choupette, respirando con alivio, cuando salieron—, pero estaba persuadida de que íbamos a encontrar a alguien.

Langelot no contestó.

Los dos jóvenes regresaron a Laureles-rosas. Era cerca del mediodía y Langelot desplegó de nuevo la antena para tomar contacto con sus jefes.

—¡«Sol de Mercurio». «Sol de Mercurio»! —llamaba—. ¿Me oyen? Hablen.

La voz perfectamente clara de Montferrand resonó en el auricular:

—«Mercurio de Sol», ¿me oye? Hable.

—Le oigo 5 sobre 5. Su turno.

—«Mercurio de Sol». «Mercurio de Sol», no le oigo. Hable.

—Yo le oigo 5 sobre 5. Yo le oigo…

Pero Montferrand seguía con sus llamadas sin parecer prestar la menor atención a las que hacía Langelot.

Se oyeron unos pitidos. Montferrand pensaba que su voz no era bastante fuerte y que los silbidos, por lo menos. Señalarían su presencia.

—«Sol de Mercurio», le oigo llamar y silbar. ¿Me oye usted? Hable.

Pero «Sol» no oía nada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Choupette, viendo el aire preocupado de Langelot.

—No lo entiendo. No parecen oír nada…

Las llamadas se reanudaron. La angustia se apoderó de Langelot. Como si no fuera bastante ser el único responsable de la seguridad del profesor Propergol, el lazo que le unía al S.N.I.F. parecía roto de momento.

—No entiendo nada —repetía Langelot, haciendo un gran esfuerzo por recuperar la calma.

Oyó pasos en la escalera. El profesor Roche-Verger apareció en el vano de la puerta, con las manos apoyadas en las caderas.

—Y bien, amiguito, ¿son buenas las noticias de París?

—¡Papá! —gritó Choupette, quien conocía el sentido del humor un tanto particular de su padre—. Papá, ¿qué has hecho?

El profesor se echó a reír:

—¡Oh!, casi nada. Simplemente la pilita que alimenta el circuito de emisión, ¿sabes lo que digo?…

—¿Y bien? —interrumpió Langelot.

—Pues bien, que la he tirado al mar.

—Lo que ha hecho no es muy ingenioso, señor profesor. Permítame que se lo diga con todo el respeto. Pero tampoco es catastrófico. Tengo una pila de recambio en el «Mercedes» y otra en el armario. Choupette, ¿quieres ser tan amable?

—Mi querido joven, es usted demasiado ingenuo, realmente —dijo el profesor—. Es evidente que las dos pilas de recambio están también en el fondo del Mediterráneo.

—¡Papá! ¿Por qué has hecho eso?

—Pensaba que distendería la atmósfera. Empezamos a ponernos demasiado solemnes…

Langelot no conocía palabras —palabras correctas, por lo menos— para expresar lo que pensaba. Eran verdaderamente chuscas las bromas del profesor, mientras lo que hacía era rehusar la protección de la Policía. Pero ahora Langelot encontraba que el sabio sobrepasaba los límites.

Ante su aparato que colgaba inútil del hilo, se oía aún la voz de Montferrand:

—«Marte de Sol», «Mercurio de Sol», ¿me oyen…?

El profesor preguntó:

—¿Y bien? ¿Qué tal encuentra mi broma?

Nadie tuvo el valor de responder.

—Pilas como éstas deben encontrarse en las tiendas —dijo Choupette—. En Figueras o tal vez en Port-Vendres…

—Me sorprendería —respondió alegremente el sabio—, deben de ser muy raras.

—En efecto —reconoció Langelot, con voz neutra—. Sólo las hay en el almacén del S.N.I.F., en París…

Choupette puso una mano sobre el hombro de Langelot, como para consolarle. En el silencio no se oían más que las llamadas lejanas de «Sol». Langelot se sintió, de repente, muy solo, muy débil, muy joven… Apenas consiguió murmurar, con una triste sonrisita para su amiga:

—¡Snif, snif!