CAPÍTULO III

Un hombre moreno, bajo, estaba dando la vuelta al coche, asegurándose concienzudamente de que todas las portezuelas estaban cerradas. Por la bufanda granate. Langelot reconoció inmediatamente a Marcello.

Una intensa emoción se apoderó del joven. Tenía a su merced a uno de los principales enemigos, quizás al que había herido gravemente a Charles.

»No es el momento de dejarte llevar por un cólera particular, Langelot —se dijo—. La misión antes que nada. ¡“Snif, snif”…!

Sacó la pistola del bolsillo, quitó el seguro y esperó a que el italiano le volviera la espalda, forcejeando con la portezuela trasera de la izquierda. Entonces:

—¡Manos arriba, señor Piombino!

Tras una vacilación que duró una fracción de segundo, Marcello obedeció. Langelot salió de entre las zarzas.

—No se tome tantas molestias. Todas están cerradas con llave. Ahora, tiene la amabilidad de apoyar las dos manos, bien separadas en el techo del coche.

—Pero…

—No vuelva la cabeza, es inútil. Ahora, vaya corriendo los pies hacia atrás. Más, más. Vamos, señor Piombino, no haga tonterías. Ya me las conozco todas, no me engañará.

Marcello, con las manos apoyadas en el techo del coche y corriendo los pies hacia atrás, acabó muy pronto por no tocar el suelo más que de puntillas. En aquella posición de precario equilibrio, le era imposible hacer el menor movimiento sin caerse.

—Menos mal que en la escuela nos enseñaron a registrar a la gente —continuó Langelot—. De lo contrario, no sabría que hacer con usted, mi buen Marcello. Vamos, signor, dígame en seguida en qué bolsillo está.

Como Marcello sólo contestó con un gruñido de cólera, Langelot se echó a reír y se acercó a cachearle, manteniendo su pistola en la mano derecha registrándole con la izquierda. Bajo la axila izquierda de su prisionero, encontró lo que buscaba: un «Colt».

—¿Está seguro de no tener un arma del 7,65 en el otro bolsillo, signor?

Marcello recuperó la voz:

—Bueno, bueno, ha ganado usted esta partida, no hace falta que insista. ¿Por qué busca una 7,65? Yo utilizo siempre un Colt.

—Busco un 7,65 porque uno de mis camaradas acaba de ser herido con una de ellas. Por lo menos, esa es mi impresión por el aspecto de la herida. ¿Sus subalternos tienen quizás algún 7.65, signor?

El tono era amenazador, pero Marcello no demostró el menor miedo.

—Sí, uno de ellos tiene una «Berelta», pero le doy mi palabra de que nadie de nosotros ha disparado un solo tiro. ¿Dice que tienen un herido?

—Sí —dijo Langelot, deslizando el «Colt» en el bolsillo de su pantalón—. Pero en este momento soy yo quien interroga, ¿verdad? Cuénteme lo que han hecho desde que nos separamos anoche.

—Con mucho gusto. Pero prefiriria estar en posición más cómoda.

—Como guste. Puede sentarse en tierra, con la espalda contra el coche, los omóplatos contra la puerta.

—¡Es usted un pedante muy chusco! —dijo el italiano—. Se nota que acaba de salir de la escuela.

No obstante, obedeció. Langelot se había alejado unos tres metros de distancia y seguía amenazándole con su arma.

—¿Y bien?

—Los policías nos pusieron algunas dificultades para dejarnos seguir, porque habían cogido a su camarada y creían que nosotros éramos cómplices. Sin embargo, después de haber comprobado nuestros papeles y de haber telefoneado a no sé cuántos sitios, acabaron por decirnos que nos largáramos, pero que permaneciéramos a disposición de la justicia para poder servir de testigos.

—¿A los ingleses también?

—También. Nos marchamos juntos, pero en el primer desvío nosotros seguimos recto y ellos tomaron la derecha.

—¿Y cómo es que han llegado precisamente aquí?

El italiano sonrió amablemente:

—No contará con que voy a decirle eso, ¿verdad?

Langelot sabía que era inútil insistir.

—¿Dónde están sus camaradas?

—Nos hemos repartido el trabajo. Ellos se han marchado para establecer ciertos contactos y disponer un puesto de mando y a mí me han parecido extrañas las idas y venidas del «Mercedes». Así que me he acercado a observar de cerca. Moraleja: los agentes de policía que van en bicicleta tienen razón de no operar nunca si no son dos por lo menos. Si mi buen Emiliano estuviera aquí, sería usted quien estuviera en apuros.

—¿Está seguro de que no es su buen Emiliano quien ha disparado contra mi camarada?

El italiano alzó los brazos al cielo.

—Le doy mi palabra. Habrá sido cosa de los ingleses. Los ingleses son así, ya se sabe…

Langelot no tenía forma de comprobarlo. ¿Y ahora iba a tener que llevarse al italiano prisionero a los Laureles-rosas? Era una empresa difícil y de escasa utilidad. Tampoco podía dejarle libre de ir inmediatamente a prevenir a sus amigos de la presencia del «Snifiano».

—Oiga —dijo Langelot—, no sé qué hacer con usted, en realidad, así que he decidido esto: tengo una pequeña bomba anestesiante que voy a hacerle aspirar. Tendrá como máximo un hora de bien merecido descanso. Luego podrá hacer lo que quiera.

—¿Me devolverá mi «Colt», por lo menos? —preguntó Marcello—. Me lo podría dejar cuando esté bien dormido…

Sonreía de nuevo, muy insinuante.

—Francamente —dijo Langelot—, no creo que llegue tan lejos. Podría tener un despertar agitado y herirse con ese juguete.

El signor suspiró y abrió los brazos con gesto de impotencia. Langelot cogió el pulverizador con el que había amenazado a Hedwige Roche-Verger la noche anterior y, apartándose prudentemente de Marcello, oprimió el disparador. Un chorro de gotitas salió del aparato y dio en el rostro de Marcello. El italiano cerró los ojos y espiró fuertemente para aspirar la menor cantidad posible de aerosol. Langelot sonrió: era guerra de buena ley. Sin embargo, la mezcla era bastante fuerte: los músculos del cuello de Marcello se distendieron; su cabeza se abatió sobre su pecho. Langelot esperó unos instantes, luego arrastrándole por los pies, le depositó en el suelo, a la sombra de una acacia.

Si los italianos estaban ya a diez kilómetros del escondite del profesor Propergol, si los ingleses, a su vez, lo habían descubierto, la situación empezaba a ser crítica para el único protector del sabio.

—Daré cuenta de todo al capitán Montferrand y pediré refuerzos —pensaba Langelot mientras regresaba a la villa.

Le humillaba pedir refuerzos. Era algo contrario a las costumbres del S.N.I.F. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Se le ocurrió una idea, un proyecto que le hizo sonreír solo… Sería divertido si…

Sí. sería divertido. Sin embargo, eso no le dispensaba de dar cuenta de lo ocurrido. Al mismo tiempo, pediría autorización para aplicar aquella estratagema que le tentaba cada vez más.

Una estratagema loca, sin duda, pero chusca…