CAPÍTULO II

Así pues, Langelot se instaló al volante del célebre «Mercedes» que Charles no le quería dejar conducir. Dio el contacto, comprobó el nivel de gasolina, accionó el motor de arranque, desembragó, puso la primera, embragó… Casi imperceptiblemente, el enorme coche se puso en marcha. El cambio de marchas funcionaba con extraordinaria suavidad. Una ligera presión de los dedos bastaba. No tenía nada que ver con los automóviles que Langelot tenía costumbre de conducir.

Choupette se había apartado. El monstruo negro, cubierto de polvo, rodó por la meseta y tomó la carretera. Detrás, Choupette hacía señas. Langelot no contestó. Le parecía que debía dirigir seriamente a su gente si quería mantener su autoridad.

¿Habría un hospital en Figueras? ¿Quién había disparado sobre Charles, aún antes de evacuarlo…? ¿El profesor se conformaría con quedarse juiciosamente en la bodega durante la ausencia de Langelot? ¿Atacaría el enemigo?

Preguntas sin respuesta. Los diez kilómetros que separaban los tres chalets de Figueras quedaron atrás en pocos minutos.

El pueblo estaba situado en un altozano. A la entrada había un grupo de árboles tras el cual Langelot hizo dar la vuelta al coche. Luego, tratando de correr el mínimo riesgo, tendió a Charles sobre la hierba. Le había vuelto a poner la chaqueta, pero no la camisa, para no hacerle sufrir inútilmente.

La carretera estaba desierta y el propio pueblo parecía aún dormido. Langelot se aventuró a entrar en él, a pie, buscando una placa de médico sobre una puerta. Se cruzó con dos mujeres, que llevaban cestos, con un niño con una cartera.

—Aún no es hora de ir a la escuela —dijo Langelot amistosamente.

El chiquillo levantó los ojos, vio la sonrisa amable y sonrió a su vez.

—Hoy me toca barrer la clase —explicó.

—¿Está lejos la escuela?

—Al otro extremo del pueblo.

—¿Es grande el pueblo?

—Sí, es grande.

—Y dime, ¿tiene hospital?

—No.

—¿Pero hay médico?

—¿Doctores quiere decir? Hay tres. Mire, la casa de la palmera en el jardín es de un médico.

Langelot deseó una buena barrida a su informador y se detuvo delante de la reja. Un buzón, un timbre: tenía todo lo que necesitaba.

En una hoja de cuaderno garrapateó: «Herido de bala a la entrada del pueblo, tras el macizo de árboles en la carretera de Séte». Luego oprimió el botón del timbre, haciéndolo sonar hasta que se abrió una de las ventanas de la casa: una mujer asomó la cabeza llena de rulos.

—¿Qué pasa?

—¡Muy urgente! —gritó Langelot, introduciendo la nota en el buzón.

Y se alejó.

Charles yacía en el mismo sitio y gemía suavemente.

Langelot fue a esconder el «Mercedes» cien metros más allá del pueblo, detrás de otro grupo de árboles, luego volvió sobre sus pasos, para asegurarse de que el médico se había enterado del aviso.

No habían pasado cinco minutos cuando, tendido tras un macizo de retama. Langelot pudo ver un viejo «Peugeot» que se detenía en la carretera. Del coche descendió un hombre ya viejo, seguido de un robusto joven; ambos corrieron al lugar donde estaba Charles tendido. Langelot no pedía más. A campo traviesa, regresó al lugar en que había dejado el «Mercedes».

Pero allí le esperaba una sorpresa.