El acantilado descendía hacia una playa minúscula extendida a sus pies. Todo un bosque crecía sobre su pared y un sendero de cabras serpenteaba entre los macizos de retama, los espinos y los laureles rosa, uniendo la playa a la cima del acantilado.
En la parte alta se extendía una pequeña meseta en la que se acababan de construir tres chalets idénticos, unidos unos a otros por sus respectivos garajes, cuyos techos formaban terraza. Los jardines previstos en los planos de la construcción habían sido muy bien trazados, pero aún no habían plantado ni un solo árbol ni una flor. Unos cubos con yeso, una escalera de mano, una paleta olvidada, podían verse aún en torno a las casas. Los postigos verdes de las ventanas seguían aún embadurnados de blanco. Era visible que los obreros acababan de marcharse, y los inquilinos no habían llegado aún.
—Ahora —dijo Charles, conduciendo prudentemente entre los surcos que cruzaban la tierra seca de la meseta— de lo que se trata es de no confundirse de chalet.
—¿Se puede escoger? —preguntó Choupette—. Prefiero la casa que está al borde del acantilado.
—Preciosa niña —dijo Charles—, el S.N.I.F. tendría que haberle consultado. Por desgracia, la que nos corresponde es la que está en medio: Laureles-rosas.
—¿Cómo se llaman las otras dos?
—Madreselva, la de la derecha, y Dragones, la del borde del precipicio.
—¿Está seguro de que no podríamos cambiar?
—Imagino que no le gustaría al S.N.I.F.
El «Mercedes», que acaba de hacer mil kilómetros de un lirón, se detuvo al fin delante de la puerta de los Laureles-rosas. Todos abrieron las portezuelas y saltaron fuera, encantados de poder desentumecer las piernas. ¡Fin del viaje! Aquí estaban en casa, seguros. ¡Nada de ingleses ni de italianos! ¡Nada de policías!
Roche-Verger se coloco de cara al sol, en la posición relajada, recomendada por los monitores de educación física, hizo tres reflexiones, se estiró tres veces y entonó con voz de falsete:
—¡Abate, oh, sol!…
—Atrasas, papá. Se ha alzado hace ya media hora —dijo alegremente Choupette.
Charles sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta del chalet del centro.
—Escucha Langelot, quédate unos momentos con estos señores y señorita, yo, entre tanto, iré a dar una vuelta por las habitaciones. Nunca se sabe… Si, por casualidad, hubiera indeseables…
Empujó la puerta y entró.
Langelot se quedó fuera, vagamente inquieto. El lugar parecía desierto, pero el joven agente percibía, de todas formas, algo extraño en la atmósfera. Entre los olores del mar y de la vegetación, le parecía distinguir el perfume de un cigarrillo negro…
—¡Venga a ver, Langelot! —llamó Choupette—. Hay un sendero que baja hasta el mar.
Estaba al borde del precipicio.
—¡No se caiga! —exclamó Langelot—. No siento el menor deseo de ir a buscarla ahí abajo.
—¿Desayunaremos pronto? —se inquietaba el profesor.
Charles salía ya de la casa.
—El S.N.I.F. ha hecho bien las cosas, amiguito. Una cosa agradable de trabajar con los militares es que no piensan solamente en la seguridad, sino también en la comodidad. Al negarse a permitir que le protegiera la Policía, Roche-Verger ha ganado claramente con el cambio. La bodega era un verdadero fortín. Era evidente que se notaba la improvisación, pero había una puerta blindada y, figúrate, entre dos golosinas, Sou-chong ahumado. Entre los dos, defenderemos esto contra un batallón.
—Y… ¿no hay squatters?
—Nadie. Huele un poco a moho. Y a cerrado.
—Fuera me ha parecido notar olor a cigarrillo negro.
—Espejismo, amiguito, espejismo. Vamos, señor profesor, tenga la bondad de entrar. El S.N.I.F. le da la bienvenida.
Entraron todos en fila india. El vestíbulo, de vastas proporciones, estaba enladrillado de blanco y negro. A derecha e izquierda se abrían unas hermosas habitaciones que más tarde serían sala de estar y salón. Al fondo, una cocina; una escalera conducía al piso superior donde había tres dormitorios y un cuarto de baño. El vestíbulo comunicaba con el garaje por un estrecho corredor, en el que nacía la escalera que conducía a la bodega.
Las paredes estaban desnudas y el mobiliario instalado en todas las habitaciones era rudimentario: literas, una mesa, taburetes, radiadores de butano. Choupette lanzó gritos de júbilo al ver la cocinilla.
—Ahora podré hacer su té, señor Charles. Y Timothée me enseñará a hacer sopas. ¿Prometido, señor Timothée? Langelot, ¿de que fortín hablaba antes Charles?
Bajaron a la bodega, que había sido precipitadamente dispuesta para poder resistir un sitio. Provisiones, municiones en cajas selladas, ropa de cama. La puerta de madera había sido sustituida por una pesada hoja de acero que nadie sabía maniobrar.
—Espero que haya un folleto sobre la forma de empleo —declaró Charles—. De lo contrario, ¿se dan cuenta? Nos atacan y podemos encerrarnos. O, peor aún, nos atacan y no podemos salir más.
—Déjenme hacer —dijo Roche-Verger—. No vale la pena cargar con un «Modo de empleo» para teledirigir una desdichada puerta de 500 kilos.
En un rincón de la bodega había una caja de metal de color gris, con una tapa. Roche-Verger hizo saltar la tapa y todos pudieron ver un cuadro de mandos, provisto de tres botones, una luz chivato y un cuadrante.
—¿Va con pilas? —preguntó Charles.
—No tiene usted aspecto de estar muy fuerte para resolver adivinanzas, aunque sean poco técnicas, joven. Este objeto que está contemplando con la mirada inteligente de un bóvido mirando una locomotora, es, simplemente, un emisor de telemando. Funciona con pilas de tipo corriente, de 9 voltios, supongo. La ventaja de este tipo de material es que puede transportarse fácilmente y que puede dirigir el receptor a distancia, sin preocuparse de los obstáculos que pueda haber en camino… Pero, por otra parte, hay que pensar seriamente en la desviación porque la energía transmitida por las ondas varía en función inversa al cuadrado de la distancia.
—¿Es así como funciona Rosalía? —preguntó Charles maliciosamente.
—Es algo así, en efecto —contestó el profesor, con repentina gravedad.
Oprimió el primer botón. La luz chivato se encendió. Dio al segundo botón, de color rojo. Lentamente, sin el menor ruido, la hoja de acero giró y cerró la abertura.
—¿Es un electroimán lo que obliga a la puerta a cerrarse? —preguntó Langelot.
—Precisamente.
Roche-Verger oprimió el tercer botón, que era verde. El segundo regresó automáticamente a su sitio. La puerta se abrió de nuevo y dejó pasar un soplo de aire que olía a tabaco negro.
—¿Soy el único que nota este olor? —preguntó Langelot.
—Yo no noto nada —dijo Timothée.
—Yo si —intervino Choupette—. Huele a tabaco, ¿verdad?
—Tabaco negro, y de marca mediocre —reconoció Charles.
Parecía preocupado y, con un gesto, indicó a Langelot que no se moviera. Luego, con paso de felino, salió de la bodega, subió la escalera, registró una vez más la casa de arriba abajo. El olor se había disipado.
—¡Pueden subir! —gritó Charles—. Bueno, señorita Choupette, ¿se desayuna o no se desayuna?
—¡Pero sólo hay conservas!
—Se le ha olvidado mirar en el armario de la cocina, por lo que veo.
Choupette corrió hacia allí. El armario y el refrigerador estaban abarrotados de los más delicados manjares. Había también un inventario por orden alfabético. Choupette empezó a leer:
—¿Qué son los aguacates? —preguntó.
—Una fruta, pequeña ignorante, una fruta —dijo Charles.
Choupette interrumpió allí su inventario y se puso a trabajar, mientras el profesor se esforzaba por inventarse una adivinanza, haciendo un juego de palabras con aguacates y abogados[3], los dos agentes subían al granero para ver si se podía instalar allí un puesto de vigilancia, y Timothée se apoderaba de una escoba que había encontrado en la cocina y, de acuerdo con su vocación, empezaba a barrer las habitaciones polvorientas de la planta baja.
Ya hervía el agua en la tetera y las tostadas se hacían en la parrilla proporcionada por el S.N.I.F.
—¡Langelot! —llamó Choupette—. ¡Langelot, venga a abrirme las latas…!
Langelot bajó.
—Charles piensa que no es preciso que nos encerremos en la bodega, si no aparece el enemigo. La puerta de entrada y los postigos son sólidos.
—¿Y podremos ir a pasear por el bosque? ¿Y bajaremos hasta el mar, verdad? ¿Vendrá usted conmigo, no? ¡Qué suerte que haga buen tiempo! Estoy contenta de haber venido, ¿sabe? Evidentemente, es una pena por el pobre Alex, pero, después de todo, ya saldrá adelante de una forma u otra y era un poco fúnebre, ¿no le parece?
Choupette charlaba mientras Langelot sacaba su navaja y empezaba a luchar con los botes de conservas.
—¿Sabe que soy buena ama de casa, Langelot? Lo que ocurre es que en mi casa Asunción no me deja hacer nada. Pero aquí no está Asunción y ya verá qué platos voy a prepararle.
—Asunción es el único elemento de comodidad que no ha previsto el S.N.I.F. —dijo Charles, asomando la cabeza por la puerta—. Langelot, ven a ver una cosa.
Langelot le siguió hasta el vestíbulo con su bote de café en polvo en la mano.
—Escucha, amiguito, he visto moverse los matorrales, por la parte del acantilado. Voy a ver que pasa. Sitúate junto a la ventana y entreabre los postigos sin que se te vea y cúbreme. ¿Entendido?
—Entendido —contestó Langelot.