CAPÍTULO XV

En efecto, a doscientos metros, un deslumbrante brasero había estallado en la noche. Los árboles se destacaban sobre él, negro sobre amarillo. En el centro se retorcía una larga llama roja.

—¡Un accidente señor profesor! —gritó Timothée.

Roche-Verger se inclinó hacia adelante. Una tranquila tensión se había apoderado de los agentes.

—Tú pasa como si nada. Charles —ordenó Alex.

—Bromeas. Tal vez haya gente a la que salvar.

—¿Y si es una trampa?

—No te inquietes. Pasaré unos cincuenta metros del lugar y después envía a Langelot a investigar. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

A la salida de una curva, un coche —de marca indeterminada— estaba ardiendo. Había un hombre tendido al borde de la carretera. Una mujer gesticulaba inclinada sobre él. En la sombra se insinuaba un camino de tierra.

Charles fue más allá del camino; luego frenó. El «Mercedes» rodaba aún cuando Langelot saltó a tierra y corrió hacia el brasero que, incluso a aquella distancia, despedía calor.

Era agradable desentumecer las piernas después de tres horas de coche.

Estaba a diez metros de la pareja, cuando se detuvo en seco y hundió la mano en su jersey.

—No tire —dijo la mujer—. Avance normalmente. Inclínese sobre el herido.

Langelot obedeció. Sin duda, un tercer agente se escondía entre los matorrales y le apuntaba.

—Buenas noches, Miss Eileen. ¿Ha renunciado ya a hacer turismo en las capillas antiguas?

Miss Eileen era una mujer joven, de unos treinta años, que vestía un traje sastre de tweed. Con su frente descubierta, la nariz aplastada y los dientes enormes, se parecía a un caballo.

—¿Por qué no se han parado aquí?

—Porque sospechábamos una jugarreta por su parte.

—Haga seña a sus camaradas de que se acerquen.

Langelot se echó a reír.

—No hay que echar a la abuela a las ortigas —observó amablemente.

—¿Qué ortigas? ¿Qué abuela? ¿Qué quiere usted decir?

—Es una expresión idiomática que significa que no tengo la menor intención de traicionar a mis camaradas.

La inglesa sacó una pistola de su chaqueta:

—Es usted muy joven para morir, señor francés.

—Ya me pondrán ese disco en otra ocasión, si no le importa.

Al mismo tiempo. Langelot levantó los brazos de manera que sobre el fondo de la hoguera, incluso a una distancia de cuarenta metros, no pudiera dudarse de su calidad de prisionero.

—¡Se van! ¡Le abandonan! —exclamó la inglesa escandalizada.

Langelot se volvió negligentemente. El «Mercedes» acababa de arrancar a toda marcha.

Lentamente, con todos los faros apagados, un «Buick», con el guardabarros de delante medio arrancado, salió del camino de tierra. El conductor asomó la cabeza por la ventanilla.

—¿Y entonces?

—Entonces hemos quemado nuestro pequeño «Austin» para nada, al parecer —dijo el falso herido, sentándose.

—¿Para nada? No es usted muy cortés —dijo Langelot—. Me imagino que tendrán el placer de mi compañía durante algunas horas…

—Suba atrás, pequeño farsante —ordenó Miss Eileen—. Suba, y deme su pistola, cogiéndola por el cañón.

Eileen subió delante. Langelot se instaló detrás, al lado del falso herido, embadurnado de mercromina y con la ropa hecha jirones.

—¿No le duelen demasiado sus quemaduras, señor? —preguntó cortésmente Langelot.

No es que encontrara agradable verse a merced de sus adversarios, desarmado y abandonado por sus camaradas, pero estaba decidido a mostrarse desenfadado.

El «Buick» emprendió la marcha, abandonando al «Austin» carbonizado…