Al mismo tiempo, una mujer de limpieza recientemente contratada por el Centro y que se alojaba en los locales reservados al personal subalterno, se alejó de la ventana, junto a la que había estado apostada.
Destapó su cama, que estaba provista de un almohadón y una almohada. Desabrochó la funda de la almohada y sacó de ella un aparato parecido al que había utilizado Langelot una hora antes.
—«Sol de Venus», «Sol de Venus» —llamó.
—«Venus de Sol», recibo cuatro sobre cinco —contestó la voz lejana de Montferrand.
—«Sol de Venus», «Galaxia» acaba de salir. «Galaxia» acaba de salir con un compañero de viaje. Se trata, sin duda, de Timothée, el barrendero, a quien llevará a la Patte-d’Oie. Terminado por mi parte.—
—Gracias, «Venus de Sol». Terminado por mi parte.
La «mujer de la limpieza» devolvió el aparato al interior de la almohada. Al día siguiente por la mañana, declaró al jefe de personal que había encontrado un puesto mejor pagado. Al día siguiente por la tarde, ya no trabaja en el Centro.
Unos instantes después, un hombre tendido en el suelo, en el fondo de un foso, a trescientos metros de distancia del Centro, calado hasta los huesos, resoplaba ante un micrófono:
—¡Oiga! ¿Marcelo? ¿Me oyes…? El viejo carromato acaba de pasar por aquí. El viejo bonzo iba a bordo y llevaba otro viejo bonzo con él… Se reían mucho los dos… ¿Ya puedo volver?
Precisamente en el mismo segundo, un papanatas rubio, con impermeable y montado a horcajadas en una rama de diez metros del suelo, sacaba lentamente una antena. Una vez desplegada totalmente, anunció con voz clara:
—¿Eileenn…? O.K.
Y se puso a meter de nuevo la antena.