CAPÍTULO X

El profesor Roche-Verger salió de su despacho a las nueve en punto. Como se había manchado los dedos de tinta al llenar la estilográfica, fue a los lavabos, se olvidó de lo que había ido a hacer allí, y volvió a salir.

Llovía a mares. El profesor levantó la nariz, recibió una catarata de agua en pleno rostro, abrió la boca y bebió unas gotas de lluvia, igual que hacen los niños.

—Mal tiempo para los cohetes —declaró en voz alta.

Y se dirigió hacia el aparcamiento.

El profesor Roche-Verger era un hombre alto, desgarbado, con el pecho hundido y los miembros huesudos. Tenía un rostro grande, pálido, como de luna, una cabellera alborotada que se cortaba él mismo con unas enormes tijeras de sastre. Llevaba una camisa a cuadros y, a guisa de corbata, un cordón con borlas; una chaqueta de ante, el último pantalón de golf de Francia y un largo impermeable desabrochado que el viento hacía crujir detrás de él.

El ilustre profesor Bloch se cruzó con él y le saludó cortésmente. Roche-Verger no contestó. Había visto perfectamente a Bloch. pero, como estaba calculando una trayectoria, prosiguió la suya sin tomarse la molestia de contestar. Bolch sonrió: en el Centro todo el mundo conocía las originalidades de Roche-Verger y nadie se ofendía con él.

En el aparcamiento, ante el viejo «403» del profesor, un hombrecillo de cabello grisáceo esperaba estoicamente bajo el chaparrón. Era uno de los barrenderos del Centro.

—¡Saludos, señor Timothée! —gritó el profesor cuando vislumbró al hombrecillo.

Siempre temía herir a alguien más pobre, más humilde que él, y su afición a las trayectorias cedía el paso, regularmente, a su bondad. Además, sentía una especial simpatía por el viejo Timothée, quien tenía el mismo buen «sentido del humor» que él.

—Buenas noches, señor profesor —contestó el viejo—. Tengo una buena para contarle.

—Adelante —dijo Roche-Verger, deteniéndose bajo un canalón que le arrojó un torrente de agua por la nuca.

—¿Qué parecido cree que hay entre una vaca y un triangulo?

—Espere un momento. ¿Una vaca y un triangulo? No lo veo.

—La vaca es un animal bruto; Bruto mató a Cesar; de César no quedó nada; el que nada no se ahoga; el que no se ahoga flota; la flota es una escuadra y la escuadra un triángulo.

»Y ahora dígame, señor profesor, le molestaría, mucho llevarme hasta la Patte-d’Oie. Desde allí podría coger el autobús para París. Y como mañana no trabajo…

—Irá a jugar una partidita de billar a Chez Louis, con sus amigos. Ya le conozco, señor Timothée. Vamos, suba. Un día iré con usted. Me enseñará ese juego, eminentemente matemático.

Roche-Verger subió a su coche por un lado; Timothée por el otro. Roche-Verger accionó violentamente el arranque, el estárter, pulsó el botón de lavacristales; nada.

—Tengo otra buena para contarle —dijo Timothée.

—Le escucho.

—¿Cuándo se niega a arrancar un viejo automóvil?

—¡Si lo supiera…!

—Cuando el conductor no ha dado el contacto.

—¡Ah! Muy bien.

El profesor puso el contacto.

—Estoy distraído esta noche. No sé qué me pasa.

Describiendo una curva audaz, brincando sobre los groselleros, lanzando salpicaduras a su paso, el «403» cargó contra la barrera. El gendarme de guardia apretó perezosamente un botón colocado en un cuadro de mandos de la oficina de seguridad. La barrera se abrió y el coche abandonó el territorio del Centro.

—¿Y ésta la sabe, señor profesor? —preguntó Timothée—. ¿Qué diferencia hay…?