El Centro Nacional de Estudios sobre cohetes balísticos y espaciales se encuentra a unos cincuenta kilómetros de París; claro está que no se lanzan desde allí, pero las salas de estudio, los laboratorios, los inyectores y el centro de cálculo electrónico están agrupados, de esta manera, en las proximidades de la capital. El conjunto forma un pueblo regularmente trazado, rodeado de una doble barrera electrificada y unido al mundo exterior por una pista, precipitadamente trazada a través de los campos. Tan solo el personal subalterno vive allí: los técnicos que trabajan en el Centro, lo mismo que sus ayudantes, acuden todos los días en sus propios coches o utilizando autobuses especiales. El horario de trabajo de los cuadros superiores es, desde luego, irregular. Entre los mejores especialistas, unos no acuden casi nunca al despacho; otros casi no salen de él.
El profesor Roche-Verger abandonaba el suyo hacia las nueve menos diez y, habitualmente, estaba en su casa media hora más tarde. Se hubiera quedado a dormir en el despacho, pero quería ver a su hija.
—¡Qué pena que no puedas dormir en el Centro! —le decía a menudo—. Os tendría siempre conmigo, a ti y al trabajo.
A la entrada del Centro hay unos barracones reservados a los Servicios de Seguridad. Aquella tarde, además del gendarme de servicio, estaban en los locales el comisario Didier y cuatro de los inspectores. Uno de los inspectores estaba informando:
—Le juro, señor comisario, que no nos descuidamos. Lo que pasa es que no se trata de un hombre protegible. En primer lugar, en cuanto nos ve, nos hace muecas, nos saca la lengua, nos hace un palmo de narices. ¡Y si sólo fuera eso! ¿Sabe lo que se le ocurrió ayer? Echó clavos por la carretera y pinchamos tres veces seguidas.
—Anteayer —intervino otro inspector—, cogió el sombrero, el abrigo y el coche del profesor Bolch, y el profesor Bolch salió con el «403» de Roche-Verger.
—El día anterior —dijo el tercero— se dejó seguir durante un kilómetro; luego frenó bruscamente. Como lleva un gancho de remolque en su parachoques trasero nos hundió el radiador.
—¡Y pensar —dijo el cuarto inspector— que ni siquiera tenemos derecho a devolverle las bromas!
—Señores —replicó el comisario Didier, con dignidad y resoplando con fuerza—, me asombran ustedes. El profesor Roche-Verger es una gloria nacional; no se pueden tomar represalias con las glorias nacionales.
Comete excentricidades, no lo niego; ¿pero que gloria nacional no las hace? Son ustedes los que no saben comportarse adecuadamente. Esta noche seré yo, ¿me oyen bien?, yo mismo, el comisario de distrito, quien protegerá al profesor. Obsérvenme. Mañana me imitarán. En ruta, señores.
Unos minutos más tarde, el coche de los policías abandonaba el aparcamiento del Centro para ir a situarse quinientos metros más allá, en la pista. Los inspectores estaban sentados en el suelo del vehículo, para no ser visibles desde el exterior. El comisario Didier iba al volante.