Cuando los jóvenes salieron del edificio, era completamente de noche y la lluvia seguía cayendo con una obstinación sistemática. Los grandes bloques de la residencia Bellevue se reflejaban en los charcos.
—La salida no es por ahí —observó Choupette a su compañero, que la arrastraba en dirección opuesta.
—Tengo una salida personal —contestó él.
Por un lado, la residencia comunicaba con los pocos campos que aún quedaban en los alrededores de Chatillon. La valla de alambre fue fácilmente franqueada. Los jóvenes se hallaron en un camino de tierra apisonada.
—Mi coche está a cien metros —dijo Langelot.
Caminaron en silencio.
—Veo un coche grande bajo los árboles —indicó Choupette—. ¿Es el suyo?
Él sacudió la cabeza, frunciendo el entrecejo.
—El mío es un «dos caballos», y está más lejos.
Avanzaron hacia el gran coche «Fiat». Las luces ya lejanas de la residencia ponían algunos reflejos en la carrocería granate. ¿Qué hacía allí aquel vehículo, con todas las luces apagadas, que no estaba una hora antes?
Choupette miró a Langelot y éste hizo una cómica mueca.
—¡En marcha, soldados!
Dejaron atrás el «Fiat». Ahora el camino estaba bordeado de zarzas por ambos lados y se hacía cada vez más sombrío. Una especie de barro líquido y pestilente llenaba las rodadas.
—Ya estamos.
Medio hundido en el seto, se hallaba el coche.
Langelot sonrió ligeramente, se acercó a la portezuela trasera y tamborileó en el cristal.
—Vamos, signor, salga de ahí. Estoy seguro de que está doblado en dos bajo el asiento y eso no es muy cómodo.
—¿Quién es? —preguntó Choupette—. ¡Tengo miedo!
—Es uno de mis colegas italianos —explicó Langelot—. Vamos, apresúrese, señor mío. Tengo un poco de prisa. Llevo a la señorita al cine.
Una cabeza morena y alborotada apareció detrás del cristal. Langelot abrió la portezuela con una mano, manteniendo la otra escondida en su jersey, bajo el brazo izquierdo.
—Espero que no me haya forzado la cerradura…
—No —repuso fríamente el desconocido—. He abierto con ganzúa.
—Eso es lo que yo llamo delicadeza.
El intruso bajó del coche. Era de la misma estatura que Langelot, pero bastante mayor. Los ojos, negros y pequeños, chispeaban en su rostro mate y mal afeitado. Alrededor del cuello llevaba una bufanda granate.
—Escuche —dijo—: pongamos las cartas sobre la mesa. Yo represento aquí, la República de mi país y he de decir dos palabras a la señorita Roche-Verger.
—Yo —contestó amablemente Langelot— represento a Jean-Pierre Brisquet, que va al cine con la señorita Roche-Verger. ¿No es cierto. Choupette?
—Claro que sí —dijo Choupette en un tono muy convencido.
—No me lo creo —replicó el desconocido—. A usted ha debido enviarle alguien para secuestrar a la signorina. La pongo en guardia. Es usted un espía.
—El signor me halaga. Muy bien: soy un espía y llevo al cine a la señorita Roche-Verger. Buenas noches.
Langelot abrió la portezuela de delante e hizo una seña a Choupette para que se acomodara.
El signor apoyó los puños en las caderas. Hablaba un francés expresivo y sin el menor acento.
—Escúcheme, muchacho. Ya está empezando a calentarme las orejas. No sé quién es, y me importa un comino. Le he seguido hasta aquí, le he esperado, me ha pescado; de acuerdo, no hablemos más de ello. Mi error ha sido venir solo. Pero no olvide que usted está solo también.
—¡No! ¡Yo estoy con él! —gritó valientemente Choupette.
El italiano se encogió de hombros, fastidiado.
—¡Las mujeres! —repuso levantando los ojos al cielo—. No hay forma de hablar de negocios con ellas. Escúcheme, mi joven amigo, se lo pido otra vez. Me gustaría creer que es usted Jean-Louis Briscard. Mi querido Jean-Louis Briscard, tengo que decir dos palabras a la señorita Roche-Verger y estoy dispuesto a pagar muy caras esas dos palabras.
—¡Vaya, vaya! Eso empieza a interesarme. ¿Cuánto?
—Mil francos nuevos.
—¿Por palabra?
—Sí, por palabra.
—Quiere usted reírse.
Langelot iba dando la vuelta al «dos caballos», abrió la otra portezuela sin dejar de hablar.
—Que no quede por eso: dos mil francos —propuso el italiano, siguiéndole.
—Un momento, que doy la vuelta.
Langelot, al volante, puso el automóvil en marcha y se colocó en buena posición para partir. El motor roncaba.
—Voy calentándolo —explicó—. Bueno, continúe. ¿En cuánto estábamos?
—Tres mil francos nuevos por alejarse discretamente, y le doy mi palabra de no hacer el menor daño a la señorita Roche-Verger…
—¿Tendría la amabilidad de desplazarse un poco hacia la derecha? —dijo Langelot.
El menudo signor obedeció. De repente los faros le cegaron. Al mismo tiempo, Choupette oyó un clic. Langelot tenía en la mano un minúsculo aparato fotográfico.
Langelot se inclinó por la ventanilla.
—Gracias por la foto, signor. Estoy seguro de que quedará muy bien.
—¡Váyase al diablo! —rugió el italiano—. Le ofrezco cinco mil francos nuevos. Medio millón por decir unas palabras a la señorita. ¿Me oye? Le firmo un cheque inmediatamente.
—Signor —contestó Langelot embragando—, creo que su proposición no es digna de un caballero.
Roncando y traqueteando, el «dos caballos» se hundió en el oscuro camino.
—¿Es cierto que decirme dos palabras cuesta tanto? —preguntó pensativa Choupette.
—No se haga ilusiones, no es por sus ojos, sino por los de su padre.
Por el retrovisor se veía al italiano, gesticulando frenéticamente.
—¡Nos perseguirá con su «Fiat»! —exclamó Choupette.
Langelot conducía a toda marcha a través de las rodadas. Sonrió con aire travieso.
—¿No ha visto lo que he hecho, mientras usted admiraba su carrocería?
—No. ¿Qué ha sido?
—Un navajazo en los neumáticos. Es siempre muy eficaz.
Choupette respiró aliviada. Le parecía que la tierra había empezado a girar en sentido contrario. ¿Qué mundo era aquel en el que se intercambiaban amistosamente medios millones y navajazos en los neumáticos?
Desembocaron en una carretera. Langelot ordenó.
—Abra la guantera. Al lado de la minimáquina fotográfica encontrará un aparato de radio.
—No veo ningún aparato de radio. Sólo veo una especie de caja de plástico.
—Es precisamente lo que pido. Apriete el botón de debajo, a la derecha.
Choupette obedeció. Por uno de los dos lados salió una antena, por el otro quedó al descubierto un micrófono. Langelot cogió el aparato con una mano, mientras con la otra conducía.
—«Sol de Mercurio». «Sol de Mercurio», ¿me oye? Hable.
Una voz lejana, pero perfectamente clara, contestó:
—«Mercurio de Sol», «Mercurio de Sol», le oigo 5 sobre 5. Es su turno.
—«Sol de Mercurio», tengo el gusto de comunicarle lo siguiente: plan A irrealizable. Pido la aplicación del plan B. Hable.
—Positivo, «Mercurio de Sol». Entro inmediatamente en contacto por radio con «Júpiter» y «Marte» para aplicación del plan B. ¿Ha conseguido ya incorporarse el satélite?
—Positivo. El «satélite» está a mi lado.
—¿Soy yo? —cuchicheó Choupette.
—Cállese. Choupette. «Sol de Mercurio», «Sol de Mercurio», no tenga en cuenta las dos últimas palabras. Tengo el gusto de comunicarle que he entrado en contacto con «Marrón». Rajado los neumáticos de «Marrón» con mi cuchillo. Ninguna pérdida a señalar por mi parte. Llevo una fotografía de «Marrón». ¿Tiene órdenes para mí? Hable.
—Negativo. Ninguna orden para usted. Diríjase inmediatamente a punto alfa. Terminado.
Langelot devolvió el emisor-receptor a Choupette.
—Póngalo en su sitio.
—¿Con quién ha hablado, Langelot?
—Con «Papá Noel».
—Langelot, siendo agente secreto, ¿cómo es que tiene un «dos caballos» y no un «Jaguar»?
—Primero: sólo soy un pequeño agente secreto. Un novato, un novicio. Para decirle toda la verdad, es mi primera misión. Segundo: mire mi cuenta kilómetros. ¿Ha visto muchos «dos caballos» que marchen a 110 en cuesta?
—Entonces, ¿está trucado?
—Y requetetrucado.
—Langelot. ¿Cómo sabía que el señor de hace un rato era italiano?
—Ese señor se llama Marcello Piombino. Forma parte de los Servicios Secretos italianos desde hace cinco años. Tiene mujer y cuatro hijos. Conozco el número de matricula de su coche. Sólo nos faltaba la foto. Ahora ya la tenemos.
—Langelot, ¿dónde vamos ahora?
—Al punto alfa: ya lo ha oído.
—No es usted muy comunicativo.
—No me pagan para que lo sea.
—Langelot, tengo la impresión de que nos siguen.
—¡Ah! —exclamó él—. Es muy posible.
Aunque habló en tono flemático, disminuyó la velocidad y mantuvo los ojos fijos en el retrovisor.