—Entonces, se llama verdaderamente Brisquet —preguntó Choupette, al entrar en su habitación, después de haber acompañado a los policías.
—Me llamo Langelot.
—¿Y cómo ha sabido que en nuestra casa, vivía alguien, llamado Brisquet?
—El S.N.I.F. está bien informado.
—¿Y si la Policía hubiera ido a verificarlo a casa de los señores Brisquet…?
—Imposible, están de viaje.
—¿Y su carnet escolar?
—Me lo ha hecho el S.N.I.F.
—Entonces, ¿lo tenían todo previsto?
—Todo.
—Y los zapatos secos con el tiempo que hace ¿Qué dice a eso?
Langelot pareció confuso:
—Respecto a eso, debo excusarme. He cogido una toalla de su armario.
Choupette no tenía palabras para manifestar su asombro ante el ingenio del visitante.
—Entonces… ¿de verdad es un agente secreto? —balbuceó.
—Pues sí —dijo modestamente—. Y ahora que esos aguafiestas se han marchado, vayamos al grano. ¿Me dice que no sabía que el ilustre señor Propergol y su señor padre son la misma persona?
—¿Papá y Propergol?
—Tal como se lo digo. Me imagino que no sabé qué es el Propergol.
—¿Debería saberlo?
—Una chica que lee Ciencia y Vida…
—No la leo. Fue papá quien me suscribió para gastarme una broma. Él sabe muy bien que lo que me gusta es la literatura.
—El propergol es al cohete espacial como la gasolina al coche, y el profesor Roche-Verger es un as espacial en la materia. ¿Me sigue?
—De momento, sí.
—Dentro de unos días, ha de tener lugar el lanzamiento de un cohete francés, llamado Rosalía.
—¡Justo! Lo he leído en el periódico.
—Rosalía utilizará como carburante propergoles de una fórmula desconocida hasta la fecha y que sólo conoce el profesor Roche-Verger, que es su inventor. ¿Visto?
—Visto.
—Algunos países, que ya han lanzado cohetes o que se preparan a hacerlo, querrían procurarse la fórmula antes del lanzamiento. Después de éste, el Gobierno francés se la comunicará oficialmente, pero a cambio de otras informaciones científicas que han aceptado darnos. Pero si consiguen birlarnos la fórmula antes del lanzamiento, nos dirán: «Todo el mundo conoce su fórmula. No vamos a revelarles informaciones preciosas a cambio de un secreto a voces» ¿Lo coge?
—Lo cojo.
—Moraleja: los países en cuestión han decidido secuestrar al profesor Roche-Verger. Resultado: la policía francesa tiene la consigna de protegerle. Obstáculo: el profesor no cree que le quieran secuestrar, se niega a dejarse proteger y despliega todo su ingenio —que es grande— para escapar a los agentes encargados de velar por su seguridad. ¿Está claro?
—Limpio, sobre todo conociendo a papá…
—Ahora bien, el ministerio de Defensa aún más interesado en las cuestiones de los cohetes que el del Interior, ha recurrido al servicio que resuelve todos los problemas desesperados: el S.N.I.F. El S.N.I.F. se ocupará de secuestrar, él mismo, al profesor Roche-Verger y le retendrá hasta el día del lanzamiento del Rosalía. Naturalmente, el profesor será tratado con todas las atenciones que se merece: tendrá verduras en todas las comidas y su querida hija le acompañará en estas vacaciones forzosas.
—¡Oh! ¡Formidable! ¿Dónde iremos? —exclamó la querida hija.
—Ahora, una de dos —continuó Langelot, sin contestar directamente a esta pregunta—. O bien la señorita Roche-Verger, preocupada por la seguridad de su padre, facilita el trabajo del S.N.I.F., o bien se niega a hacerlo. Ahora le toca jugar a usted.
—¿Qué entiende por «facilitar» el trabajo del S.N.I.F.?
—Pues, por ejemplo, conducir a su padre, esta misma noche, a un sitio que nosotros le indicaremos y dónde podremos transmitirle la invitación del S.N.I.F. con un mínimo de riesgo para todo el mundo.
—¿Y cree que papá me va a escuchar?
—Sí, si dispone de un pretexto plausible y pone interés en ello… Las chicas lo hacen muy bien: «Papaíto, quiero ver tal película en tal cine-club, en Fouilly-les-Oies…».
Choupette reflexionó un instante.
—¿Me pide que le ayude a capturar a papá?
—Por su propia seguridad…
Ella movió la cabeza negativamente, con gesto de tristeza.
—No, señor Langelot…
—Deje el «señor».
—Como quiera, pero igual será no. Me gustaría acompañarle, me gustaría salir a la aventura, pero… no puedo traicionar la confianza de papá.
Langelot la miró gravemente. Ella había hablado con un nudo en la garganta. Rehusaba por lealtad, no por cobardía. Él preguntó:
—¿Nada que hacer?
—Nada, mi pobre Langelot.
—Está bien.
De repente, cambió de tono.
—No habiendo tenido éxito el plan A, aplicación inmediata del plan B. Considérese mi prisionera.
—¿Cómo? ¡Su prisionera! No faltaría más. Voy a telefonear a la Policía…
La muchacha se preguntaba aún si él se reía de ella o no e inició el gesto de correr hacia la puerta. Langelot la detuvo con un gesto.
—Un instante, mi niña. En este momento, estoy cumpliendo una misión. La misión consiste en llevarla conmigo, por las buenas o por la malas, a un determinado lugar. O bien me da su palabra de seguirme sin discutir, y seguimos siendo tan amigos, o se pone a jugar a los soldaditos y me veo obligado a reaccionar.
La chica estaba acobardada, pero afectó una sonrisa de desprecio:
—¿Y reacciona cómo?
Él sacó de uno de sus bolsillos un pulverizador pequeño.
—Aerosol anestesiante —comentó—. Me la cargo a la espalda y me la llevo.
—La Policía le detendrá a la salida.
—¿Aún no se ha dado cuenta de que sé hablar a la Policía?
Ella suspiró. ¿Qué podía hacer contra el S.N.I.F.? De todas maneras, lo que iba a hacer era por el bien de su padre. Y era tan divertido participar de verdad en una novela de espionaje…
—Cedo a la fuerza —declaró.