CAPÍTULO IV

Langelot estaba instalado en el sillón de Choupette, con los pies sobre el escritorio de la chica. Se había quitado el jersey y leía Ciencia y Vida. No levantó la cabeza cuando entraron los policías y se contentó con preguntar:

—Dime, ¿aún tienes para rato con tus visitas?

—¡Aquí está! —rugió el inspector, lanzándose hacia él.

—¡Calma! —dijo Didier, sujetándole por un brazo.

Langelot les miró con aire fastidiado, pero, de todas formas, les hizo la cortesía de quitar los pies del escritorio.

—¿Puedo saber qué hace aquí, joven? —preguntó dignamente el comisario.

—Buenos días, señor —dijo Langelot—. Pues, como ve, estoy leyendo Ciencia y Vida, esperando que Choupette esté libre para dar conmigo su lección de literatura francesa. Es un tema muy interesante: ¿Cree usted que Lamartine, cuando escribió las Meditaciones, había ya…?

—¡Ja, ja! —se burló el inspector—. ¿Y para hacer una disertación literaria ha entrado usted por la ventana? ¡Hay que ver lo estudiosos que son los jóvenes hoy día!

—¡Calma, he dicho! —intervino Didier—. Bueno, joven, ¿qué tiene que contestar a esto?

Langelot se puso en pie, con las manos en los bolsillos.

—Ante todo, ya que parece interrogarme, me gustaría saber quién es usted.

El comisario sacó su carnet. Langelot se tomó el tiempo necesario para leerlo de cabo a rabo.

—Muy honrado de conocerle, señor comisario. Puedo asegurarle que he entrado aquí por la puerta, como todo el mundo, y después de haber tocado el timbre. No deseo matarme.

—¡Si hubiera entrado por la puerta, le habríamos visto! —replicó el inspector—. Nos está engañando.

—Joven —siguió el comisario—, usted ignora sin duda que la entrada de este inmueble está rigurosamente vigilada. Por tanto, su declaración es muy, pero muy sospechosa.

—Pero ¿para qué quiere que pase por la entrada del inmueble, si vivo aquí?

—Si vive aquí, amiguito —dijo el inspector, en tono suave—, tendrá documentos que lo prueben, sin duda alguna…

—Creo que debo de tener mi carnet escolar. Sí, seguro que lo tengo.

Detrás de los policías, Choupette esperaba, angustiada.

Langelot buscó en su bolsillo y sacó un carnet escolar, visiblemente manoseado, y lo tendió a los policías.

—Usted tiene su carnet, señor comisario, y yo tengo el mío —bromeó.

—Jean-Pierre Brisquet, residencia: Bellevue, en Chatillon, bloque K, apartamento 32 —leyó el comisario.

—Un carnet falso, con toda seguridad —intervino el inspector—. No se mueva. Tengo aquí la lista de todos los inquilinos: lo comprobaremos.

Choupette contuvo de nuevo la respiración. Los policías hojeaban un cuaderno.

—Aquí está —dijo, por fin, el comisario—. Bloque K, apartamento 32: señor y señora Brisquet.

—Papá y mamá —dijo simplemente Langelot.

Nuevo intercambio de miradas entre el comisario y su compañero.

—Un último punto fácil de comprobar —dijo el inspector—. Si no ha salido del inmueble, tal como afirma, sus zapatos deben de estar perfectamente limpios…

—¡Toque!

En equilibrio sobre el pie izquierdo, Langelot puso el derecho bajo la nariz del inspector, que lo tocó y aspiró.

—Secos —reconoció de mala gana.

Langelot sonrió:

—Había aún algo más sencillo —observó irónico—. Podían haber preguntado a Choupette, si yo decía la verdad.

Los dos policías se volvieron hacia la muchacha, y ella, en tono inocente, dijo:

—Por una vez, Jean-Pierre no ha contado embustes. Tan mentiroso como es habitualmente…

El comisario se excusó, dio algunos consejos sobre la literatura en general y Lamartine en particular, rindió homenaje a la juventud estudiosa y se marchó.

El inspector le siguió, con las orejas gachas y ojos furibundos.