—¿Quién es? Seguro que son personas que me odian —gritó Choupette aterrorizada.
—Lo más probable es que sea la Policía —dijo Langelot—. Abrales y no les diga que estoy aquí. Si no es la Policía, grite: intervendré.
Había dado estas órdenes con un tono tan tranquilo que a Choupette ni siquiera se le ocurrió desobedecerle. Corrió a la puerta y miró por la mirilla.
Un hombre grueso, con abrigo negro y sombrero de fieltro, tocaba con insistencia, resoplando como una foca. Otros dos hombres, con impermeable y las manos metidas en los bolsillos, estaban detrás de él.
—¿Quién es? —preguntó Choupette, muerta de miedo.
El hombre grueso contestó:
—El comisario de distrito Didier, de la D.S.T. Abra en seguida, señorita. Su vida puede depender de esto.
Ella abrió y retrocedió un poco. Los tres hombres entraron en el vestíbulo.
—Señorita —dijo el comisario, enseñando su carnet—, le ruego insistentemente que tenga calma y sangre fría. Tenemos motivos para creer que un individuo acaba de entrar en esta casa por la ventana.
Didier se volvió hacia uno de sus hombres.
—¿Está seguro de no haberse equivocado de ventana?
—Segurísimo.
—En ese caso, señorita, vamos a dar una vuelta por el piso.
—Pero… —balbuceó Choupette.
Nadie la escuchó. Uno de los policías se apostó en la entrada del vestíbulo. El otro, seguido del comisario, ya estaba entrando en el salón. Choupette se resignó a acompañarles.
«De todas maneras, es una lástima que atrapen al rubito» —pensó.
En el salón no había nadie.
En el comedor no había nadie.
En el despacho del profesor no había nadie.
—Ésta es la puerta de mi habitación —declaró Choupette—. Hace una hora que no me muevo de aquí…
—Ha salido a abrirnos, señorita —replicó el comisario Didier—. Y el individuo ha podido deslizarse de habitación en habitación…
Tenía la mano en el picaporte.
—Podría haber ido a la cocina o al cuarto de baño —sugirió Choupette.
—Es cierto. Visitemos la cocina y el cuarto de baño.
Lo registraron.
Choupette les seguía, haciendo votos porque Langelot no hubiera creído oportuno cambiar de sitio.
El cuarto de baño y la cocina estaban vacíos.
—¿Se habrá equivocado usted? —dijo severamente el comisario al inspector—. ¿Acaso habremos molestado a la señorita sin motivo?
—Aún no hemos mirado en la habitación —replicó el otro, sombrío.
Choupette intervino de nuevo:
—Es que…, está todo tan desordenado…
El comisario sonrió, bondadoso:
—Señorita, yo tengo también una hija. Ya sé lo que es eso.
La señorita Roche-Verger suspiró profundamente: había hecho todo lo que dependía de ella para salvar a Langelot.