CAPÍTULO II

Los dos pies fueron seguidos por las dos piernas correspondientes.

Un segundo después, apareció un hombre completo. Un hombre que se sostenía con las manos en el canalón que corría por encima de la ventana.

Un segundo más y había aterrizado en el balcón con la agilidad de un gato.

Sin la más mínima preocupación, miró el interior de la habitación, vio que había alguien en ella; tamborileó en el cristal e hizo señas de que quería entrar… Todo ello con tanta naturalidad que a Choupette le hubiera parecido ridículo asustarse o incluso mostrarse prudente. Además, ¿no acababa de pedir algo imprevisto?

Corrió a abrir la ventana.

El desconocido entró, cerró tras él y, como si estuviera en su casa, echó las cortinas; luego se volvió hacia Choupette, le sonrió y le tendió la mano.

—Buenas tardes. Me llamo Langelot.

No era alto, de cabello rubio, con un mechón claro sobre la frente. Tenía una sonrisa franca, comunicativa, un poco traviesa. No aparentaba más de dieciocho años.

Maquinalmente, Choupette le estrechó la mano, observando, no sin cierta sorpresa, su jersey negro de cuello alto, su pantalón negro, su calzado de jugador de baloncesto. ¡Una rara forma de vestir para pasearse por la ciudad, en noviembre, a las seis de la tarde!

—Es usted la señorita Hedwige Roche-Verger, ¿verdad? —preguntó el visitante—. Hedwige es un bonito nombre.

La señorita Hedwige Roche-Verger no pudo contener una sonrisa.

—Me alegro de que le guste —replicó irónicamente—. ¿Y se ha arriesgado a partirse la cabeza para decirme que tengo un nombre bonito?

—Si corriera el riesgo de romperme la cabeza cada vez que trepo cuatro pisos —replicó orgullosamente Langelot—, no estaría aquí.

—Entonces, ¿entra siempre por las ventanas?

—A menudo.

—¿Es un ladrón?

—No, claro que no.

—¡Qué pena!

—¿Por qué pena?

—¡Porque me divertiría mucho encontrarme un ladrón!

—¿Y no le divertiría encontrar un agente secreto?

—¡Oh, sí! Pero no tengo ninguna oportunidad de lograrlo. Hay montones de agentes secretos en el cine. Pero en la vida… De todas maneras, aunque encontrara alguno no me enteraría, siendo secreto.

Langelot cruzó los brazos.

—Pues se equivoca —dijo—. Tiene uno delante. A propósito, ¿puedo sentarme?

A Choupette se le cortó la respiración. Un agente secreto en carne y hueso. ¿Un agente secreto en su casa? ¡Imposible!

—Siéntese en el sillón —respondió—. Y en cuanto a hacerme creer que es un agente secreto, ¿quiere tomarme el pelo…?

—¡Vaya! ¿Y por qué?

Langelot se dejó caer en el sillón ofrecido, se puso las manos por detrás de la nuca y cruzó las piernas.

—Pues porque…, porque no tiene aspecto de serlo —replicó Hedwige Roche-Verger—. Los agentes secretos son altos, morenos, atléticos. Por lo menos, los nuestros. Los del enemigo son gordos, viejos, repugnantes, y llevan pistolas por todas partes. Así que…

—¿Y no se le ha ocurrido que si todos los agentes secretos fueran tan fácilmente reconocibles no lo serían por mucho tiempo?

—¿No serían qué?

—Secretos.

—¡Bah! ¡Un rubito como usted!

—Escuche —dijo Langelot—, como tengo cierta prisa, es preciso que aclaremos en seguida esta cuestión. Si lo que le molesta es el color de mi pelo, piense que podría ser teñido. No lo es, pero podía serlo. Si lo que me falta es la pistola…

Deslizó la mano en el interior de su jersey y la sacó.

—Calibre 9mm —comentó—. Dispara cartuchos de los que no fallan jamás. El arma de los buenos tiradores.

Hizo desaparecer la pistola y prosiguió:

—Si no me encuentra bastante atlético, lo siento; no todo el mundo pensará lo mismo…

Abandonando el sillón, fue hasta la ventana, regresó y volvió a sentarse tranquilamente.

—En fin, lo que seguramente ignora es que los agentes empleados por el Estado en los servicios secretos poseen carnets, de los que evitan servirse, cuando no encuentran muchachitas muy testarudas. Entérese de esto, señorita.

Tendía un rectángulo de cartón plastificado sobre el cual se inclinó Choupette con una apasionada curiosidad. En él se veía la foto de Langelot, su nombre, su escudo representando un gallo y, encima de éste, la divisa «Solitarios, pero solidarios», finalmente figuraba la mención SERVICIO NACIONAL DE INFORMACION FUNCIONAL. Más abajo, un texto sucinto ordenaba a todas las Policías y autoridades civiles de Francia que facilitaran la ejecución de las misiones confiadas al titular.

Choupette no daba crédito a sus ojos.

—¿Convencida? —preguntó Langelot, recuperando su carnet.

Más que convencida, la muchacha parecía, entonces, intimidada.

—Desde luego —dijo ella—. Pero tiene aspecto tan joven que no podía creer…

—No sé lo que les enseñan en el instituto —dijo el agente secreto—. En mis tiempos, estudiábamos una obra de teatro en la que se dice que:

para las almas bien nacidas,

el valor no es una cuestión de años.

—Pero no tenemos tiempo para discutir sobre la literatura. Supongo, señorita, que adivina por qué estoy aquí.

—Primero: me llaman Choupette. Segundo: no adivino nada en absoluto. Tercero: querría saber para qué ha echado las cortinas.

—Primero: Choupette es aún más bonito que Hedwige, o, en todo caso, menos oficial. Segundo: no es muy maliciosa. Tercero: he echado las cortinas para que las personas que están escondidas enfrente, mirando hacia aquí con prismáticos, no puedan vernos.

—¿Hay alguien enfrente?

—Sí, en el apartamento 18 del bloque C, alquilada a propósito para eso. Es muy probable que me hayan visto entrar, pero había que correr ese riesgo.

—¿Quienes son esas personas?

—Dirección de la Vigilancia del Territorio D.S.T.[1], (para los íntimos).

—¿Es una asociación de gangsters?

—Todo lo contrario: es la Policía de las Policías.

—¿Y por qué me vigilan? No he hecho nada malo. No va a decirme que es por el cenicero que cogí en el café Capoulade…

—Desde luego que no. La D.S.T. la vigila para protegerla.

—¿Contra quién?

—Contra los ingleses y los italianos.

—¿Me quieren mal?

—A usted personalmente, no.

—No comprendo nada de toda esta historia.

Choupette estaba junto a la ventana. Langelot se inclinó hacia ella y dijo, cambiando el tono:

—«Monsieur Propergol», ¿le dice algo esto?

—¿Mousieur Propergol? Es alguien de quien hablan los periódicos, ¿verdad?

—¡Un poco! Es el mejor especialista francés en balística.

—No lo sabía.

—¿Y no sabía tampoco que le afecta de muy cerca?…

Choupette sacudió la cabeza negativamente.

El timbre de la puerta empezó a sonar, con largos timbrazos, repetidos y apremiantes.