—¡Si por lo menos me ocurriera algo imprevisto! —suspiró Choupette—. Aquí y ahora…
Abrió la boca para bostezar… y olvidó cerrarla. Sus ojos, fijos en la ventana, se abrieron de par en par, a causa de la sorpresa…
¿Quería imprevistos? Pues estaba servida.
Cinco minutos antes, había recorrido detenidamente su habitación con una mirada aburrida. La cama, el escritorio de cerezo, la guitarra, la estantería con libros, el tocadiscos… ¡Estaba harta de todos aquellos objetos tan familiares!
Había ido a dar una vuelta por las demás habitaciones del piso desierto, como si en alguna de ellas hubiera podido encontrar algo inesperado.
Uno tras otro, había pulsado todos los conmutadores. Una tras otra, las habitaciones le mostraron su rostro impasible de cada día: los muebles en su sitio, las sillas del comedor rigurosamente alineadas, las alfombras cuidadosamente extendidas.
—Ya sé que Asunción es una perla…
Pero Asunción, la asistenta española, se marchaba a las cuatro de la tarde, y el señor Roche-Verger, el padre de Choupette, regresaba a las nueve. Y no es agradable quedarse sola todas las tardes, cuando se tienen dieciséis años.
—Sí mamá viviera…
Choupette entró en la habitación de su padre. El desorden que reinaba en ella la irritó tanto como el orden que reinaba en el resto de la casa. Los diccionarios, las corbatas, las probetas, las toallas de felpa, las reglas de cálculo, las narices postizas, las maquetas de cohetes espaciales, la colección de navajas de afeitar del modelo llamado «sable», todo se amontonaba, en una mezcla confusa, sobre las sillas, sobre la cama deshecha, incluso sobre el suelo; ¡desgraciado el que ose tocarlo!
Choupette hizo una mueca. Conocía aquel desorden desde que nació; formaba parte de su vida, tan regular en todo. Otros quizá se habrían divertido viendo una bolsita de polvos para hacer estornudar en un zapato que su propietario no llevaba a limpiar desde hacía tres años, o una caja de polvos de pica-pica en el fondo de un jarrón chino del período Ming, regalado al profesor Roche-Verger por el ilustre doctor Li Fu. Para Choupette, era pura rutina; el día en que papá quisiera gastar una broma a un colega, ya sabría donde encontrar la caja o la bolsita.
Giró sobre los talones y regresó a su habitación.
Había terminado ya todos sus deberes. Había intentado escuchar la radio, poner un disco, leer una novela. Nada; decididamente no se distraía con nada.
Era viernes, 9 de noviembre. El fin de semana no sería divertido. Papá iría al despacho, como de costumbre, e incluso pasaría en él más tiempo de lo normal.
»Los sábados y los domingos —decía— puedo trabajar tranquilo: no hay nadie que me moleste.
Tal vez algunas compañeras de clase irían a ver a Choupette; pero no podía contar con ello porque a las parisienses no les gustaba molestarse.
—¡Chatillon-sous-Bagneux! ¿De verdad te gusta vivir en provincias? —preguntaban en tono desdeñoso.
Así que, probablemente, tenía en perspectiva dos días de soledad.
—Si algo imprevisto… pensó Choupette.
En aquel momento su mirada se detuvo casualmente en la ventana, por la que penetraba el grisáceo crepúsculo otoñal, ¡y vio dos pies que se balanceaban en el aire!