22

—¿Has venido a agitar el pañuelo?

—Sí.

—Qué detalle…

—¿Cuántas somos?

—¿Cuántas qué?

—¿Cuántas chicas hemos venido a agitar el pañuelo y a llenarte la cara de marcas de carmín?

—Pues ya ves…

—¡¿Sólo yo?!

—Pues sí… —dijo Franck con una mueca—. Son malos tiempos… Menos mal que a las inglesas les va la marcha… ¡Por lo menos eso me han dicho!

—¿Les vas a enseñar el French kiss?

—Entre otras cosas… ¿Me acompañas hasta el andén?

—Sí.

Consultó el reloj de la estación:

—Bueno. Sólo te quedan cinco minutos para pronunciar una frase de cinco palabras, es factible, ¿no? Venga —suplicaba en broma—, si cinco son demasiadas, me conformo con tres… Pero las adecuadas, ¿eh? ¡Mierda! No he validado el billete… Bueno, ¿y bien?

Silencio.

—Bueno, qué se le va a hacer… Seguiré siendo un sapo…

Se volvió a colgar el bolsón del hombro y le dio la espalda.

Corrió para alcanzar al revisor.

Camille lo vio recuperar el billete y agitar el brazo en un gesto de despedida…

Y el Eurostar se le escapó…

Y se puso a llorar, la muy tontorrona.

Y ya no se veía más que un puntito gris a lo lejos…

Sonó su móvil.

—Soy yo.

—Ya lo sé, se ve en la pantalla…

—Estoy seguro de que estás en plena escena súper romántica… Estoy seguro de que estás sola en el andén, como en una película, llorando por tu amor perdido, entre una nube de humo blanco…

Camille lloraba y sonreía.

—Pa… para nada —consiguió articular—. Justo estaba saliendo de la estación…

«Mentirosa», dijo una voz a su espalda.

Camille cayó entre sus brazos y lo apretó fuerte fuerte fuerte fuerte.

Hasta que la piel reventó.

Lloraba.

Se abandonaba, se limpiaba la nariz en su camisa, seguía llorando, evacuaba veintisiete años de soledad, de tristeza, de golpes dolorosos, lloraba las caricias que nunca había recibido, la locura de su madre, los bomberos de rodillas sobre la moqueta, la distracción de su padre, la mala vida, los años sin tregua, nunca, el frío, el placer del hambre, los malos pasos, las traiciones que se había impuesto, y siempre ese vértigo, ese vértigo al filo del abismo y del alcohol. Y las dudas, y su cuerpo que siempre se zafaba, y el sabor del éter, y el miedo de no estar nunca a la altura. Y también lloró a Paulette. La dulzura de Paulette pulverizada en cinco segundos y medio…

Franck la envolvió en su cazadora y apoyó la barbilla sobre su cabeza.

—Vamos… Vamos… —murmuraba bajito, sin saber si era vamos, llora, o vamos, no llores más.

Lo que ella quisiera.

Su pelo le hacía cosquillas, estaba todo lleno de mocos y era muy feliz.

Muy feliz.

Sonreía. Por primera vez en su vida, estaba en el lugar adecuado, en el momento oportuno.

Frotaba su barbilla contra la cabeza de Camille.

—Vamos, bonita… No te preocupes, lo vamos a conseguir… No lo haremos mejor que los demás, pero tampoco peor… Lo vamos a conseguir, te digo… Lo vamos a conseguir… Nosotros no tenemos nada que perder, puesto que no tenemos nada… Vamos… Ven.