Les preparó un té y sacó un bizcocho del horno.
Se presentó. Era la hija de Jeanne Louvel…
Franck no caía…
—Normal. Cuando me vine a vivir a casa de mi madre, hacía tiempo que usted ya se había ido…
Les dejó beber y comer tranquilamente.
Camille salió a fumar al jardín. Le temblaban las manos.
Cuando volvió con ellos, su anfitriona fue a buscar una gran caja.
—Espere, espere, que ahora se la encuentro… ¡Ah, aquí está! Mire…
Era una fotografía sepia muy pequeñita, con los bordes que hacían como piquitos, y una firma cursilona abajo a la derecha.
Dos chicas. La de la derecha se reía mirando a la cámara y la de la izquierda mantenía la vista fija en el suelo bajo el ala de un sombrero negro.
Calvas las dos.
—¿La reconoce?
—¿Cómo?
—Esta de aquí… Es su abuela.
—¿Ésta?
—Sí. Y la de al lado es mi tía Lucienne… La hermana mayor de mi madre…
Franck le pasó la foto a Camille.
—Mi tía era maestra. Decían que era la chica más guapa de la región… También decían que se creía mejor que nadie, la niña… Tenía estudios y había rechazado a varios pretendientes, así que sí, se creía mejor que nadie… El 3 de junio de 1945, Rolando. F., costurera de profesión, declara… Mi madre se sabía la denuncia de memoria… «La vi divertirse, reír, bromear e incluso jugar un día con ellos (unos oficiales alemanes) a regarse en bañador en el patio del colegio.»
Silencio.
—¿Le raparon la cabeza? —preguntó por fin Camille.
—Sí. Mi madre me contó que permaneció postrada durante días y que una mañana su buena amiga Paulette Mauguin vino a buscarla. Se había rapado la cabeza con la navaja de su padre y se reía ante su puerta. La cogió de la mano y la obligó a acompañarla a un estudio de fotografía de la ciudad. «Anda, ven —le dijo—, así tendremos un recuerdo… ¡Que vengas, te digo! No les des el gustazo… Anda… levanta la cabeza, Lulu… Vales más que todos ellos, anda…» Mi tía no se atrevió a salir sin sombrero y se negó a quitárselo en el estudio, pero su abuela… Mírela… Esa expresión traviesa… ¿Qué edad tendría entonces? ¿Veinte años?
—Es de noviembre del 21.
—Veintitrés años… Una muchacha valiente, ¿eh? Tenga… Se la regalo…
—Gracias —contestó Franck, con la boca torcida.
Una vez en la calle, se volvió hacia ella y le soltó, con arrogancia:
—Hay que ver cómo era mi abuela, ¿eh?
Y se echó a llorar.
Por fin.
—Mi viejecita… —sollozaba—. Mi viejecita mía… La única que tenía en el mundo…
Camille se quedó parada de pronto, y luego volvió corriendo a buscar la caja negra.
Franck durmió en el sofá y se levantó muy temprano al día siguiente.
Desde la ventana de su habitación, Camille lo vio dispersar unos polvitos muy finos por encima de las amapolas y los guisantes de olor…
No se atrevió a salir inmediatamente y cuando por fin se decidió a llevarle una taza de café hirviendo, oyó el rugido de su moto que se alejaba.
La taza se rompió y Camille se derrumbó sobre la mesa de la cocina.