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Los Kessler fueron una noche a cenar a casa de Camille. Recorrieron la casa en silencio. Los dos viejos burgueses bohemios alucinaban… Era un espectáculo francamente regocijante.

Franck no estaba en casa y Philibert tuvo un comportamiento exquisito.

Camille les enseñó su taller. Paulette aparecía en él, en todas las posturas, todas las técnicas y todos los formatos. Un templo a su alegría, su dulzura y a los remordimientos y los recuerdos que a veces le agrietaban el rostro…

Mathilde estaba emocionada, y Pierre, confiado:

—¡Bien! ¡Muy bien! Con la ola de calor del verano pasado, los viejos vuelven a estar muy de moda, ¿sabes? Va a funcionar… Estoy seguro.

Camille estaba abrumadísima.

A-bru-ma-dí-si-ma.

—No le hagas caso… —añadió su mujer—. Es pura provocación… Está emocionado, el hombre…

—¡Oh! ¡Y esto! ¡Es sublime!

—Aún no está terminado…

—Éste me lo guardas, ¿eh? ¿Me lo reservas?

Camille asintió con la cabeza.

Ni hablar. No se lo daría jamás porque nunca estaría terminado. Y nunca estaría terminado porque su modelo no volvería nunca… Camille lo sabía…

Qué mala pata.

Qué buena suerte.

Este boceto pues nunca se separaría de ella… No estaba terminado… Se quedaría en suspenso… Como su imposible amistad… Como todo lo que las separaba en este mundo…

Era un sábado por la mañana, hacía unas cuantas semanas… Camille estaba trabajando. Ni siquiera había oído el timbre, cuando Philibert llamó a su puerta:

—¿Camille?

—¿Sí?

—La… la reina de Saba está aquí… En mi salón…

Mamadou estaba imponente. Se había puesto su traje típico más bonito y todas sus joyas. Llevaba dos tercios de la cabeza depilados, y un pañuelito a juego con el traje.

—Ya te dije que vendría, pero tienes que darte prisa porque voy a una boda familiar a las cuatro… ¿Aquí es donde vives entonces? ¿Aquí es donde trabajas?

—¡Cuánto me alegro de volver a verte!

—Vamos… Ya te he dicho que no pierdas tiempo…

Camille la instaló bien cómoda.

—Así. Ponte derecha.

—¡Eeeeeh, pero si yo estoy siempre derecha! ¿Tú qué te has creído?

Al cabo de unos cuantos bosquejos, Camille dejó el lápiz sobre el cuaderno:

—No puedo dibujarte si no sé cómo te llamas…

Mamadou levantó la cabeza y sostuvo su mirada con un desdén apabullante:

—Me llamo Marie-Anastasie Bamundela M’Bayé.

Camille tenía la certeza de que Marie-Anastasie Bamundela Bayé no volvería nunca a ese barrio vestida de reina de Dioulou lou, la aldea de su infancia. Su retrato nunca estaría terminado y nunca sería para Pierre Kessler, que no era ni remotamente capaz de adivinar a la pequeña Buli en los brazos de esa «negra tan guapa»…

Quitando esas dos visitas, y quitando una fiesta a la que fueron para celebrar que un compañero de trabajo de Franck cumplía treinta años y en la que Camille se soltó el pelo, gritando «tengo más hambre que una barracuda, una baaaarraaaacuuuudaaaa», no ocurrió nada del otro mundo.

Los días se iban haciendo más largos, la silla de ruedas acumulaba kilómetros, Philibert ensayaba su teatro, Camille dibujaba y Franck perdía cada día un poco más de seguridad en sí mismo. Camille le tenía cariño, pero no lo amaba, se ofrecía a él, pero no se entregaba, y sin embargo lo intentaba, pero sin llegar a creérselo del todo.

Una noche, Franck no volvió a casa a dormir. Para ver qué pasaba.

Camille no hizo ningún comentario.

Y una noche más, y otra. Esta vez para beber.

Dormía en casa de Kermadec. Solo casi siempre, con una chica una noche de muerte súbita.

Le proporcionó un orgasmo y luego le dio la espalda.

—¿Qué pasa?

—Déjame.