Camille se quedó parada.
—Pero bueno… ¿qué te pasa?
—¿Es… es su casa?
—¡Pues claro que sí! Pero mira cómo está todo esto… todo lleno de malas hierbas… qué desgracia…
—Se parece a la mía…
—¿Cómo dices?
La suya, no la de Meudon donde sus padres se tiraban los trastos a la cabeza, sino la que ella se dibujaba a sí misma desde que tuvo edad para sostener un rotulador. Su casita imaginaria, el lugar en el que se refugiaba con sus sueños de gallinas y de cajas de hojalata. Su casita de Pin y Pon, su roulotte de la Barbie, su hogar de los Clics de Playmobil, su casita azul en plena colina, su Tara, su granja en África, su promontorio en las montañas…
La casa de Paulette era una señora robusta que estiraba el cuello y le recibía con las manos en jarras con ese aire de suficiencia de las que se hacen las remilgadas. Esas que bajan los ojos y fingen modestia cuando todo en ellas rezuma placidez y satisfacción de la buena.
La casa de Paulette era la rana de la fábula, la que había querido ser tan grande como un buey. Una casita humilde, como de guardabarrera, que no se dejaba intimidar en absoluto por los grandes castillos del Loira.
Sueños de grandeza, campesinita vanidosa y orgullosa que decía:
—Mírame bien, hermana. Ya no me hace falta más, ¿verdad? Mira mi tejado de tejas, con su toba blanca que realza los marcos de la puerta y las ventanas, ya estoy a la altura, ¿verdad?
—Nones.
—¿Nones? ¿Y qué me dices de mis dos buhardillas? ¿A que son bonitas, eh, mis dos buhardillas de piedra labrada?
—Nada de nada.
—¿Nada de nada? ¿Y mi cornisa? ¡Me la talló un obrero!
—Nada, nada, querida, ni por ésas.
La escuchimizada pécora se molestó tanto que se cubrió de hiedra, se adornó con tiestos descabalados, y llevó su desdén hasta el punto de clavarse una herradura encima de la puerta. ¡Envidia cochina, ni Agnés Sorel ni todas las favoritas de los reyes tenían una así en sus casas!
La casa de Paulette existía.
No tenía ganas de entrar, quería ver su jardín y su huerto. «Qué desgracia… Todo se ha ido al garete… Hay malas hierbas por todas partes… Y además es la época de la siembra… Hay que sembrar coles, zanahorias, fresas, puerros… Toda esta buena tierra pasto de las malas hierbas… Qué desgracia… Menos mal que me quedan mis flores… Aunque bueno, todavía es un poco pronto… ¿Dónde están los narcisos? ¡Ah, ahí están! ¿Y mis crocus? Y mira, Camille, agáchate y verás qué bonito… No las veo, pero tienen que estar por aquí…»
—¿Las florecitas azules?
—Sí.
—¿Cómo se llaman?
—Almizcleñas… Oh… —gimió Paulette.
—¿Qué?
—Pues que habría que dividirlas…
—¡No hay problema! ¡Ya nos ocuparemos de eso mañana! Me explicará lo que hay que hacer…
—¿Y tú harías eso por mí?
—¡Pues claro! ¡Y ya verá cómo me aplico más que en la cocina!
—Y guisantes de olor, también… Habría que plantar… Era la flor preferida de mi madre…
—Todo lo que usted quiera…
Camille palpó su bolso. Bien, no se le habían olvidado los colores…
Colocaron la silla de ruedas al sol y Philibert la ayudó a sentarse. Demasiadas emociones.
—¡Mira, abuela! ¡Mira quién está aquí!
Franck apareció en el porche de la casa, con un gran cuchillo en la mano y un gato en la otra.
—¡Creo que al final os voy a preparar un buen conejo!
Sacaron las sillas y comieron al aire libre, con el abrigo puesto. Al llegar el postre, se lo desabrocharon y, con los ojos cerrados, la cabeza hacia atrás y las piernas bien estiradas, se llenaron los pulmones del agradable sol del campo.
Los pajaritos cantaban, y Franck y Philibert se picaban a ver quién tenía razón:
—Te digo que es un mirlo…
—No, un ruiseñor.
—¡Un mirlo!
—¡Un ruiseñor! ¡Joder, que yo he nacido y me he criado aquí! ¡Los conozco bien!
—Anda, calla —suspiró Philibert—, te pasabas el tiempo abriéndoles las tripas a las motos, ¿cómo ibas a oír a los pájaros? Mientras que yo, que leía en silencio, tuve todas las oportunidades del mundo para familiarizarme con sus dialectos… El canto del mirlo se parece a un arrullo, mientras que el del petirrojo suena como gotitas que caen… Y esto que oímos ahora, te prometo que es un mirlo… Escucha bien el arrullo… Se parece a Pavarotti cuando calienta la voz…
—Abuela… ¿qué pájaro es?
Paulette dormía.
—Camille… ¿qué es?
—Dos pingüinos que me estropean el silencio.
—Muy bien… Conque esas tenemos… Ven, mi querido Philou, nos vamos de pesca.
—¿De pesca? Bueno… es que… no se me da muy bien… siempre se me enreda la ca… caña…
Franck se reía.
—Ven, Philou, ven, ven a contarme lo de tu novia, que yo mientras te explico cómo se maneja una caña…
Philibert miró enfadado a Camille.
—¡Eh, oye, que yo no he dicho nada!
—Que no, hombre, no me lo ha dicho ella, me lo ha dicho un pajarito…
Y allá se fueron los dos cogidos del brazo; parecían dos personajes de dibujos animados, el gran hidalgo con su corbata de pajarita y su monóculo y el cocinerito con su pañuelo de pirata…
—Bueno, chavalote, cuéntale a tu tío Franck qué cebo tienes… Porque el cebo es muy importante, ¿sabes? Y es que estos bichos no tienen un pelo de tontos… Qué va, qué va, lo que yo te diga, ni un pelo de tontos…
Cuando Paulette se despertó, dieron una vuelta por la aldea empujando la silla de ruedas, y luego Camille la obligó a darse un baño para que entrara en calor.
Camille se mordía los carrillos.
Nada de aquello era muy razonable que digamos…
Pero qué más daba.
Philibert encendió el fuego en el hogar y Franck preparó la cena.
Paulette se acostó temprano y Camille dibujó a los chicos mientras echaban una partida de ajedrez.
—¿Camille?
—Mmm…
—¿Por qué dibujas todo el rato?
—Porque no sé hacer otra cosa…
—¿Y ahora que estás dibujando?
—A un caballero y a un majadero.
Quedó decidido que los chicos dormirían en el sofá y Camille en la camita de Franck cuando era niño.
—Estooo… —replicó Philibert—… no sería mejor que Camille… mmm… ocupara la cama grande…
Los dos lo miraron sonriendo.
—Soy miope, desde luego, pero tampoco hasta ese punto…
—No, no —contestó Franck—, ella duerme en mi habitación… Hacemos como tus primos… Nunca antes del matrimonio…
Era porque quería dormir con ella en su camita de niño. Bajo los pósters de fútbol y sus trofeos de motocross. No sería muy cómodo ni muy romántico, pero sí la prueba de que la vida podía tratarlo bien después de todo.
Se había aburrido tanto en esa habitación… Pero tanto, tanto…
Si le hubieran dicho que un día traería ahí una princesa y que se tumbaría a su lado, en esa camita de latón donde antaño había un agujero, en la que solía perderse y en la que después se frotaba pensando en criaturas mucho menos bellas que ella… No se lo habría creído jamás… Él, el adolescente granujiento, con sus piezacos, y una cacerola siempre en la mano… No tenía muchas papeletas de que pudiera pasarle algo así algún día…
Sí, la vida era una cocinera imprevisible… Uno se pasaba años en la cámara refrigeradora y de la noche a la mañana, ¡hala, chaval, a la parrilla!
—¿En qué piensas? —preguntó Camille.
—En nada… En chorradas… ¿Tú estás bien?
—No me llego a creer que hayas crecido aquí…
—¿Por qué?
—Pfff… Es que esto es un agujero perdido… Ni siquiera es un pueblo, es… No es nada… Apenas cuatro casitas de nada con viejitos asomados a la ventana… Y este caserón, donde nada ha cambiado desde los años cincuenta… Nunca había visto unos fogones así… ¡Y cuánto abulta esa estufa! ¡Y el retrete en el jardín! ¿Cómo puede un niño crecer feliz aquí? ¿Cómo lo hiciste tú? ¿Cómo conseguiste salir adelante?
—Te estaba buscando…
—Para… Hemos dicho que esas cosas, no…
—Tú has dicho…
—Venga…
—Sabes muy bien cómo me las apañé, tus circunstancias fueron parecidas… Sólo que yo tenía la naturaleza… Tuve esa suerte… Me pasaba el día fuera de casa… Y Philou puede decir lo que le dé la gana, pero eso era un ruiseñor. Lo sé, me lo dijo mi abuelo, y mi abuelo de pájaros sabía más que nadie… No necesitaba señuelos…
—¿Y cómo consigues vivir en París?
—No vivo…
—¿No había trabajo por aquí?
—No. Nada interesante. Pero si algún día tengo hijos, te juro que no dejaré que crezcan entre los coches, eso sí que no… Un niño que no tiene un par de botas, una caña de pescar, y un tirachinas, no es un niño de verdad. ¿Por qué sonríes?
—Por nada. Porque me pareces muy lindo.
—Preferiría parecerte otra cosa…
—Tú nunca estás contento.
—¿Tú cuántos querrías?
—¿Cómo?
—¿Cuántos niños?
—Eh… —se quejó Camille—. ¿Lo haces aposta o qué?
—Oye, tía, ¡que no me refería a que tuviera que ser conmigo!
—No quiero niños.
—¿Ah, no? —preguntó, decepcionado.
—No.
—¿Por qué?
—Porque no.
La agarró por el cuello y la obligó a acercarse a su oído.
—Dime por qué…
—No.
—Sí. Dímelo. No se lo diré a nadie…
—Pues porque si me muero, no quiero que se quede solo…
—Tienes razón. Por eso hay que tener montones de niños… Y además, ¿sabes una cosa…?
La abrazó aún más fuerte.
—Tú no te vas a morir… Eres un ángel… Y los ángeles no se mueren nunca…
Camille estaba llorando.
—¿Pero qué te pasa?
—No, nada… Es que me va a venir la regla… Me pasa igualito todas las veces… Me pongo triste por todo y lloro por cualquier cosa…
Sonreía entre lágrimas y mocos.
—¿Ves como no soy un ángel…?