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No la vendió. Se la cambió al pinche por su Golf de macana. Aquella semana Franck estaba hecho polvo pero se cuidó bien de que nadie se lo notara y, el domingo siguiente, se las apañó para reunirlos a todos alrededor de la cama de Paulette.

Qué suerte, hacía bueno.

—¿No te vas a trabajar? —le preguntó ella.

—Bah… Hoy no tengo muchas ganas… Oye, dime una cosa… ¿No empezó ayer la primavera?

Los demás se enredaron en cálculos, entre uno que vivía encerrado entre libros, y las otras dos que habían perdido la noción del tiempo desde hacía semanas, era mucho pedir esperar una respuesta…

Pero Franck no tiró la toalla:

—¡Que sí, ratas de ciudad! ¡Es primavera, a ver si os enteráis!

—¿Ah, sí?

Un poco remolón este público suyo…

—¿Os trae sin cuidado?

—No, no, que va…

—Sí. Ya veo que os trae sin cuidado…

Franck se acercó a la ventana:

—No, si yo sólo lo decía por decir… Nada, estaba pensando que era una lástima quedarse aquí mirando a los turistas del Campo de Marte cuando tenemos una preciosa casa de campo como todos los pijos de este edificio, y que si os dierais un poco de prisa, podríamos pasar por el mercado de Azay y comprar algo rico para comer… Pero bueno, nada,… Si no os apetece, nada, me vuelvo a la cama…

Igual que una tortuga, Paulette estiró su cuello arrugado, y salió de su concha:

—¿Cómo?

—Oh… Nada, algo sencillito… Estaba pensando en unas chuletitas de ternera con menestra… Y a lo mejor unas fresitas de postre… Si tienen buena pinta, ¿eh? Si no, haré una tarta de manzana… Ya veremos… Y de guinda, un vinito de mi amigo Christophe, y una buena siesta al sol, ¿qué me decís?

—¿Y tu trabajo? —quiso saber Philibert.

—Pfff… Ya trabajo bastante, ¿no crees?

—¿Y cómo se supone que vamos a ir? —preguntó Camille con ironía—. ¿Apilados en tu súper moto?

Franck bebió un sorbito de café y soltó tranquilamente:

—Tengo un bonito coche, os espera en la puerta, el cabrón de Pikou ya me lo ha bautizado dos veces esta mañana, la silla de ruedas está en el maletero y acabo de llenar el depósito…

Dejó la taza y se levantó con la bandeja.

—Hala, venga, chavales, a espabilarse. Que tengo que preparar la menestra…

Paulette se cayó de la cama. No fue culpa del cerebelo, sino de la precipitación.

Tal y como se dijo se hizo, y se repitió todas las semanas.

Como todos los pijos (pero sin ellos, puesto que salían un día más tarde que todos ellos) se levantaban muy temprano el domingo y volvían el lunes por la noche, cargados de provisiones, de flores, de bosquejos y de cansancio del bueno.

Paulette resucitó.

A veces, Camille sufría crisis de lucidez y se atrevía a considerar las cosas fríamente. Lo que estaba viviendo con Franck era muy agradable. Viva la alegría, viva la locura, encerrémonos en la habitación, grabemos nuestras iniciales en los troncos de los árboles, mezclemos nuestra sangre, sin pensar en ello, descubrámonos, hojeémonos, suframos un poco, cojamos hoy mismo las rosas de la vida y patatín y patatán, pero eso no podría funcionar nunca. Camille no tenía ganas de entrar en detalles, pero vamos, que su historia no tenía mucho futuro. Demasiadas diferencias, demasiadas… Bueno, total, corramos un tupido velo. No conseguía yuxtaponer a la Camille que se abandonaba y la Camille que permanecía al acecho. Siempre una de las dos miraba a la otra frunciendo el ceño.

Era triste, pero era así.

Pero algunas veces, no. Algunas veces conseguía llegar a un acuerdo y las dos pesadas se fundían en una sola, tontorrona y desarmada. Algunas veces, Franck la dejaba boquiabierta.

Como ese día, por ejemplo… El golpe del coche, la siesta, el mercado y toda la pesca, no había estado mal, pero lo mejor vino después.

Lo mejor fue cuando detuvo el coche a la entrada del pueblo y se dio la vuelta:

—Abuela, deberías andar un poco, y terminar el camino a pie con Camille… Nosotros mientras tanto vamos a ir abriendo la casa…

Una idea genial.

Porque había que verla, a esa ancianita en zapatillas de fieltro, aferrada a su bastón de juventud, la misma que se alejaba del borde desde hacía meses para ir hundiéndose en el barro, había que ver cómo avanzaba, muy despacito al principio, muy despacito para no resbalarse, y poco a poco alzaba la cabeza, levantaba las rodillas y aflojaba la mano que aferraba a Camille…

Había que ver aquello para calibrar palabras tan tontas como «felicidad» o «beatitud». Ese rostro de repente radiante, ese porte de reina, esos pequeños gestos con la barbilla para señalar los visillos, y sus implacables comentarios sobre el estado de las jardineras y los felpudos…

Qué deprisa caminaba de pronto, cómo le volvía a fluir la sangre con los recuerdos y el olor del asfalto tibio…

—Mira, Camille, ésta es mi casa. Mi casa.