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No cambió nada, todo cambió. Franck perdió el apetito, y Camille, su tez tan pálida. La ciudad se volvió más bella, más luminosa, más alegre. La gente estaba más sonriente, y el asfalto, más elástico. Todo parecía al alcance de la mano, los contornos del mundo estaban ahora más dibujados, y el mundo, más ligero.

¿Microclima en el Campo de Marte? ¿Recalentamiento del planeta? ¿Fin provisional de la ingravidez? Ya nada tenía sentido, y nada tenía ya importancia.

Navegaban de la cama de uno al colchón del otro, se tumbaban con cuidado y se decían palabras cariñosas acariciándose la espalda. Como ninguno de los dos quería desnudarse delante del otro, eran un poco torpes, un poco tontorrones, y se sentían en la obligación de cubrir su pudor con las sábanas antes de entregarse al desenfreno.

¿Nuevo aprendizaje o primer boceto? Se mostraban atentos y se aplicaban en silencio.

Pikou dejó de llevar jersey y la señora Pereira volvió a sacar sus tiestos con flores. Para los pajaritos, aún era un poco pronto.

—Eh, eh, eh —le dijo a Camille una mañana—, tengo algo para usted…

La carta tenía matasellos de Cótes-d’Armor.

10 de septiembre de 1889. Comillas de apertura. Lo que tenía en la garganta tiende a desaparecer, todavía como con cierta dificultad, pero por lo menos vuelvo a hacerlo. Comillas de cierre. Gracias.

En el reverso de la postal, Camille descubrió el rostro febril de Van Gogh.

Lo guardó entre las páginas de su cuaderno.

Los grandes almacenes del barrio se resintieron mucho gracias a los tres libros que les había regalado Philibert, París secreto e insólito, París: 300 fachadas para los curiosos y Guía de los salones de té de París, Camille y Paulette ya no paraban, Camille levantaba los ojos y ya no criticaba su barrio, donde el Art Nouveau se mostraba en todo su esplendor.

Ahora, iban desde las Isbas rusas del bulevar Beauséjour hasta el barrio de la Mouzaia, en el parque de Buttes-Chaumonl, pasando por el hotel del Norte y el cementerio Saint-Vincent, donde un día comieron con Maurice Utrillo y Eugène Boudin sobre la tumba de Marcel Aymé.

«En cuanto a Théophile Alexandre Steinlen, maravilloso pintor de los gatos y las miserias humanas, descansa bajo un árbol, en el rincón sudoeste del cementerio.»

Camille dejó la guía sobre sus rodillas y repitió:

«Maravilloso pintor de los gatos y las miserias humanas, descansa bajo un árbol, en el rincón sudoeste del cementerio…» Es un bonito comentario, ¿verdad?

—¿Por qué me llevas siempre con los muertos?

—¿Cómo?

—…

—¿Y usted dónde quiere ir, mi Paulette? ¿A una discoteca?

—…

—¡Yuju! ¿Paulette?

—Volvamos a casa. Estoy cansada.

Y una vez más, acabaron en un taxi, con un taxista cabreado por tener que cargar con la silla de ruedas.

Ese chisme era un verdadero detector de gilipollas…

Paulette estaba cansada.

Cada vez más cansada y cada vez más pesada.

Camille no quería reconocerlo pero siempre estaba sosteniéndola y peleándose con ella para conseguir vestirla, alimentarla y obligarla a mantener una conversación. Bueno, ni siquiera una conversación, una respuesta. La anciana testaruda no quería ir al médico y la joven tolerante no quiso ir en contra de su voluntad, primero porque no era su talante, y segundo porque si alguien tenía que convencerla, era Franck. Pero cuando iban a la biblioteca, Camille se enfrascaba en revistas o libros médicos y leía cosas deprimentes sobre la degeneración del cerebelo y demás historias de alzheimer. Después cerraba esas cajas de Pandora suspirando y decidía tomar malos buenos propósitos: si Paulette no quería que la viera un médico, si no quería mostrar interés por el mundo actual, si no quería terminarse el plato, y si prefería ponerse el abrigo encima de la bata para salir de paseo, después de todo, estaba en su derecho. Su derecho más legítimo. Camille no iba a darle la tabarra con eso, y aquellos a quienes todo eso entristecía no tenían más que hacerle hablar sobre su pasado, su madre, el día en que el cura del pueblo casi se ahoga en el Louère porque lanzó las redes un poco deprisa y el chisme se enganchó en uno de los botones de su sotana, las tardes de vendimia, o su jardín, para que sus ojos ahora ya casi opacos recuperaran la chispa. En todo caso, ella, Camille, no había encontrado nada mejor…

—¿Y qué lechuga cultivaba?

—La Reina de Mayo, o la rubia gorda y perezosa.

—¿Y las zanahorias?

—Las Palaiseau, claro…

—¿Y las espinacas?

—Uh… las espinacas… las Monstruosas de Viroflay. Ésas se daban bien…

—¿Pero cómo hace para recordar todos esos nombres?

—Todavía me acuerdo de los paquetitos de semillas… Yo hojeaba el catálogo Vilmorin todas las noches, como otros sobetean sus misales… Me encantaba… Mi marido soñaba con cartucheras mientras leía su Manufrance y a mí me gustaban las plantas… La gente venía de lejos para admirar mi jardín, ¿sabes?

Camille la colocaba a la luz y la dibujaba mientras la escuchaba hablar.

Y cuanto más la dibujaba, más la quería.

¿Se habría esforzado más por mantenerse en pie de no haber tenido la silla de ruedas? ¿Acaso la había infantilizado al pedirle que se sentara cada dos por tres para ir más deprisa? Probablemente…

Qué se le iba a hacer… lo que estaban viviendo las dos, todas esas miradas y ese cogerse de la mano mientras la vida se desmoronaba al menor recuerdo, nadie se lo podría quitar nunca. Ni Franck ni Philibert, que estaban a mil leguas de concebir cuán poco razonable era su amistad, ni los médicos que nunca habían podido evitar que un anciano volviera a la orilla de un río, con ocho años, para gritar «¡Señor cura! ¡Señor cura!» llorando porque si se ahogaba, todos los monaguillos se irían directos al infierno…

—Yo le lancé mi rosario, imagínate cuánto debió de ayudarlo al pobre… Creo que ese día empecé a perder la fe, porque en vez de implorar a Dios, llamaba a gritos a su madre… Eso me dio mala espina…