17

Camille cruzó las piernas, se colocó las manos sobre la tripa, y emprendió un largo viaje.

—De pequeña era una niña normal y corriente y muy buena… —empezó a contar con voz infantil—, no comía mucho pero sacaba buenas notas en el cole y me pasaba todo el tiempo dibujando. No tengo hermanos. Mi papá se llamaba Jean-Louis y mi mamá, Catherine. Creo que cuando se conocieron se querían. Aunque no lo sé, nunca me atreví a preguntárselo… Pero cuando yo dibujaba caballos, o la cara tan guapa de Johnny Depp, entonces ya no se querían. De eso estoy segura porque mi papá ya no vivía con nosotras. Sólo venía los fines de semana para verme. Era normal que se marchara, y yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. De hecho, los domingos por la noche me habría encantado marcharme con él, pero no lo hubiera hecho jamás, porque si no mi mamá se hubiera matado otra vez. Mi mamá se mató muchas veces cuando yo era pequeña… Afortunadamente, a menudo ocurría cuando yo no estaba en casa, y después… como ya había crecido, era menos embarazoso, así que… Una vez me invitó una amiga a su casa para celebrar su cumple. Por la tarde, como mi mamá no venía a buscarme, la mamá de otra niña me dejó en la puerta de mi casa, y cuando entré en el salón, la vi muerta sobre la moqueta. Llegaron los bomberos, y yo estuve viviendo diez días en casa de la vecina. Después mi papá le dijo que si volvía a matarse, le iba a quitar mi custodia, y entonces paró. Ya sólo comía medicinas. Mi papá me dijo que no tenía más remedio que marcharse, por culpa de su trabajo, pero mi mamá me prohibió que lo creyera. Todos los días me repetía que era un mentiroso, un cerdo, que tenía otra mujer y otra hija pequeña a quien mimaba todas las noches…

Camille recuperó el timbre normal de su voz:

—Es la primera vez que hablo de esto… Mira, tu madre te destrozó antes de meterte en un tren, pero la mía me comía el tarro todos los días. Todos los días… Bueno, a veces era buena conmigo… Me compraba rotuladores y me repetía que yo era su única alegría en este mundo…

»Cuando venía, mi padre se encerraba en el garaje con su Jaguar y escuchaba óperas. Era un viejo Jaguar que ya no tenía ruedas, pero no importaba, nos íbamos de paseo de todas maneras… Mi padre decía: “¿Quiere que la lleve a la Riviera, señorita?”, y yo me sentaba a su lado. Me encantaba ese coche…

—¿Qué modelo era?

—Un MK no sé qué…

—¿MKI o MKII?

—Joder, si es que todos los tíos sois iguales… ¡Aquí estoy yo, intentando hacerte llorar con mi historia, y a ti lo único que te interesa es el modelo del coche!

—Perdona.

—No importa…

—Venga, sigue…

—Bah…

—«¿Quiere que la lleve a la Riviera, señorita?»

—Sí —sonrió Camille—, encantada… «¿Lleva consigo su traje de baño? —añadía mi padre—. Perfecto… ¡Y también un traje de noche! Seguramente iremos al casino… No se olvide su piel de zorro plateado, las noches son frescas en Montecarlo…» Olía tan bien dentro del coche… El olor del cuero que ha envejecido bien… Recuerdo que todo era bonito… El cenicero de cristal fino, el espejo de cortesía, las minúsculas manivelas para bajar las ventanillas, el interior de la guantera, la madera… Era como una alfombra mágica. «Con un poco de suerte, llegaremos antes de que anochezca», me prometía mi padre. Sí, era ese tipo de hombre mi padre, un gran soñador que podía cambiar las marchas de un coche parado durante horas y llevarme hasta el fin del mundo en un garaje del extrarradio… También le apasionaba la ópera, así que escuchábamos Don Carlo, La Traviata o Las bodas de Fígaro durante el viaje. Me contaba las historias: la tristeza de madame Butterfly, el amor imposible de Pelleas y Melisande, cuando él le confiesa que tiene algo que decirle pero no consigue hacerlo, las historias de la condesa y su querubín, que se esconde todo el rato, o Alcina, la hermosa bruja que convertía a sus pretendientes en animales salvajes… Yo siempre tenía derecho a hablar salvo cuando él levantaba la mano, y en Alcina, lo hacía a menudo… Tornami a vagheggiar, ya no consigo escuchar esa aria… Es demasiado alegre… Pero yo callaba casi todo el tiempo. Estaba a gusto. Pensaba en la otra hija de papá. Ella no tenía todo eso… Era complicado para mí… Ahora, por supuesto, entiendo las cosas mejor: un hombre como él no podía vivir con una mujer como mi madre… Una mujer que apagaba la música bruscamente cuando llegaba la hora de comer, y reventaba todos nuestros sueños como si fueran pompas de jabón… Nunca la he visto feliz, nunca la he visto sonreír, nunca… Mi padre, en cambio, era la bondad y la dulzura personificadas. Un poco como Philibert… Demasiado bueno en todo caso para asumir eso. La idea de ser un cerdo a los ojos de su princesita… Entonces, un día, volvió a vivir con nosotras… Dormía en su despacho y se iba todos los fines de semana… Ya no hubo más escapadas a Salzburgo o a Roma en el viejo Jaguar gris, ya no hubo más casinos, ni meriendas a la orilla del mar… Y una mañana, debía de estar cansado, me imagino… Muy, muy cansado, y se cayó desde lo alto de un edificio…

—¿Se cayó o saltó?

—Era un hombre elegante, se cayó. Era asegurador y estaba andando sobre el tejado de una torre por una historia de conductos de ventilación o no sé qué, abrió la carpeta que llevaba y no miró dónde ponía los pies…

—Es un poco raro todo esto… ¿Tú qué opinas?

—Yo no opino nada. Después vino el entierro, y mi madre se daba la vuelta todo el rato para ver si la otra mujer estaba al fondo de la iglesia… Luego mi madre vendió el Jaguar y yo dejé de hablar.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Meses.

—¿Y después qué pasó? ¿Puedo bajar el edredón? Es que me estoy ahogando…

—Yo también me estaba ahogando. Me convertí en una adolescente ingrata y solitaria, metí el número del hospital en la memoria del teléfono pero no hizo falta… Mi madre se había calmado… De suicida, había pasado a depresiva. Era ya un progreso. El ambiente era más tranquilo. Una muerte le bastaba, me imagino… Después, sólo tenía una idea en la cabeza: largarme. A los diecisiete años me fui de casa por primera vez para vivir con una amiga mía… Una noche, ¡zaca!, mi madre y la poli en la puerta… Y eso que la muy bruja sabía perfectamente dónde estaba… Era una brasas, como dicen los jóvenes. Estábamos cenando con los padres de mi amiga y recuerdo que estábamos hablando de la guerra de Argelia… Y entonces, toc, toc, la poli. Me sentía súper incómoda por lo que podría pensar esa gente, pero bueno, no quería líos, así que me fui con mi madre… El 17 de febrero de 1995 cumplí 18 años, el 16 a las doce y un minuto de la noche, me largué de casa cerrando la puerta sin hacer ruido… Aprobé el examen de bachillerato e ingresé en la Escuela de Bellas Artes… La cuarta de setenta alumnos admitidos… Hice un proyecto precioso a partir de las óperas de mi infancia… Me lo curré como una loca y obtuve la felicitación del jurado… En esa época ya no tenía ningún contacto con mi madre, y empecé a pasarlas canutas porque la vida en París era demasiado cara… Vivía en casa de unos y de otros… Me fumaba las clases de teoría y asistía a las de práctica, y después, hice el tonto… En primer lugar, me aburría un poco… También hay que decir que no quise jugar el juego: no me tomaba en serio, y por consiguiente, nadie me tomaba en serio a mí. No era una artista con mayúscula, sólo se me daba bien pintar… Me aconsejaban entonces que me fuera a la Place du Tertre para pintarrajear cuadros de Monet y bailarinitas… Y además, no sabía ni por dónde me daba el aire. A mí lo que me gustaba era dibujar, entonces, en vez de escuchar la palabrería de los profesores, realizaba sus retratos, y toda esa noción de «artes plásticas», de happenings, de instalaciones, me ponía de los nervios. Me daba perfecta cuenta de que me había equivocado de siglo. Me hubiera gustado vivir en el XVI, o en el XVII y entrar de aprendiz en el taller de un gran maestro… Prepararle los fondos, limpiarle los pinceles, y mezclarle los colores… ¿A lo mejor es que no era lo bastante madura? ¿O que carecía de ego? ¿O que sencillamente me faltaba el fuego sacro? No lo sé… Y en segundo lugar, tuve un encuentro desafortunado… La típica historia: la joven tontorrona con su cajita de pinturas pastel y sus trapos bien dobladitos que se enamora del genio incomprendido. El maldito, el príncipe de las ensoñaciones, el viudo, el tenebroso, el inconsolable… Una verdadera imagen de Epinal: melenudo, torturado, genial, sufriente, sediento… Padre argentino y madre húngara, una mezcla explosiva, una cultura deslumbrante, vivía en una casa okupada, y sólo estaba esperando eso: una bobalicona loquita por él que le hiciera la comida mientras él creaba, entre atroces sufrimientos… Yo bordé mi papel. Fui al mercado Saint-Pierre, grapé metros de tela en las paredes para darle un aspecto «coqueto» a nuestro cuchitril, y busqué trabajo para poder llenar la olla… Bueno, tanto como olla… la cacerolita, vamos a decir… Dejé la escuela y me puse a pensar en qué podía yo trabajar… ¡Y lo peor de todo es que estaba orgullosa de mí! Lo miraba pintar y me sentía importante… Yo era la hermana, la musa, la gran mujer detrás del gran hombre, la que cargaba con los barriles de vino, alimentaba a los discípulos, y vaciaba los ceniceros…

Camille se reía.

—Estaba orgullosa, y me convertí en vigilante de museo, ¿qué requetelista, eh? Bueno, aquí te ahorro las anécdotas sobre mis compañeros de trabajo, porque tuve oportunidad de ver con mis propios ojos lo mejorcito del funcionariado, pero… la verdad es que me traía sin cuidado… Estaba contenta. Por fin estaba en el taller del gran maestro que siempre había querido… Los lienzos ya estaban secos desde hacía tiempo, pero seguro que allí aprendí más que en todas las escuelas del mundo… Y como por aquella época no dormía mucho, podía vegetar tranquilamente… Estaba calentando motores… El problema era que no me estaba permitido dibujar… Ni siquiera en un cuadernito de nada, ni siquiera si no había ningún visitante, y Dios sabe que algunos días no había casi nadie, ni hablar de hacer cualquier otra cosa que no fuera maldecir mi estampa, dar un respingo cuando oía el chuc-chuc de las suelas de goma de algún visitante perdido, o esconder mi material deprisa y corriendo cuando lo que oía era el clin-clin de su manojo de llaves… Al final, se convirtió en el pasatiempo preferido de Séraphin Tico, Séraphin Tico, me encanta ese nombre… avanzar de puntillas para sorprenderme in fraganti. ¡Ah, cómo se alegraba, el muy idiota, cuando me obligaba a guardarme el lápiz! Lo veía alejarse, con las piernas separadas para dejar que sus cojones se dilataran de gusto… Pero cuando daba un respingo, movía la mano, y eso me ponía de los nervios. La de bocetos que eché a perder por su culpa… ¡Basta! ¡Se acabó! ¡Así no podía seguir! Así que entré en el juego… El aprendizaje de la vida empezaba a dar sus frutos: lo asalarié.

—¿Perdona?

—Lo soborné. Le pregunté cuánto quería a cambio de dejarme trabajar… ¿Treinta francos al día? De acuerdo… ¿El precio de una hora de vegetación tranquilita? De acuerdo… Y se los di…

—Joder…

—Pues sí… El gran Séraphin Tico —añadió Camine, pensativa—, ahora que tenemos la silla de ruedas, iré a saludarlo un día de éstos con Paulette…

—¿Por qué?

—Porque me caía bien… Era un granuja honrado. No como el otro subnormal que me recibía de morros después de una jornada de trabajo, y todo porque se me había olvidado comprar cigarrillos… Y yo, como una idiota, volvía a bajar para comprarlos…

—¿Por qué seguías con él?

—Porque le quería. Y también admiraba su trabajo… Era un hombre libre, sin complejos, seguro de sí mismo, exigente… Todo lo contrario que yo… Él hubiera preferido morir antes que aceptar el más mínimo compromiso. Yo tenía apenas veinte años, lo mantenía, y lo admiraba muchísimo.

—Estabas de la olla…

—Sí… No… Después de la adolescencia que acababa de pasar, era lo mejor que me podía ocurrir… Siempre estábamos rodeados de gente, sólo hablábamos de arte, de pintura… Éramos ridículos, si, pero también íntegros. Sobrevivíamos seis personas con dos salarios mínimos, nos pelábamos de frío, y teníamos que hacer cola en los baños públicos, pero nos parecía que vivíamos mejor que los demás… Y por muy grotesco que pueda parecer hoy en día, pienso que teníamos razón. Teníamos una pasión… eso sí que es un lujo… Estaba loca y feliz. Cuando me hartaba de vigilar una sala, me iba a otra, y cuando no se me olvidaban los cigarrillos, ¡la casa era una fiesta! También bebíamos mucho… En esa época cogí unos cuantos malos hábitos… Y entonces conocí a los Kessler, de los que te hablé el otro día…

—Seguro que ese tío tenía un buen polvo… —dijo Franck enfurruñado.

Camille puso voz de arrullo:

—Y tanto que sí… El mejor del mundo… Uf, sólo de pensarlo me dan escalofríos…

—Vale, vale, ya me he enterado.

—No —suspiró Camille—, tampoco era para tanto… Una vez pasados los primeros meses posvirginales, me… yo… en fin… que era un hombre egoísta, vaya…

—Aaaah…

—Pues sí… Tú, en ese ámbito, tampoco te quedas corto, ¿eh?

—¡Sí, pero yo no fumo!

Se sonrieron en la oscuridad…

—Después la cosa se fue degradando… Mi novio me ponía los cuernos… Mientras yo tenía que soportar los chistes tontos de Séraphin Tico, él se pasaba por la piedra a las alumnas de primer curso, y cuando hicimos las paces, me confesó que se drogaba, nada, un poquitín nada más, de vez en cuando… Por la belleza del gesto… Y de esto no me apetece nada hablar…

—¿Por qué?

—Porque todo se volvió demasiado triste… Es alucinante la rapidez con la que esa mierda te pone a su merced… La belleza del gesto, ¡y una mierda!, aguanté unos meses más y luego me volví a casa de mi madre. Llevaba tres años sin verme, abrió la puerta y me dijo: «Que sepas que no hay nada de comer.» Yo me eché a llorar y me tiré postrada en la cama dos meses… En esa ocasión, por una vez, se portó como es debido… Tenía lo necesario para curarme, como te podrás imaginar… Y cuando me levanté, volví a ponerme a trabajar. Por aquella época, no me alimentaba más que de papillas y potitos. ¿Qué padezco, doctor Freud? Después del cinemascope dolby estéreo, con luz, sonido y emociones de todo tipo, volví a llevar una vida minúscula y en blanco y negro. Me pasaba el tiempo viendo la tele, y sentía vértigo cada vez que me acercaba al río…

—¿Se te pasó por la cabeza?

—Sí. Me imaginaba a mi fantasma ascendiendo al Cielo con la música de Tornami a vagheggiar, te solo vuol amar…, y mi padre me recibía con los brazos abiertos, riendo: «¡Ah, aquí está por fin, señorita! Ya verá, esto es aún más bonito que la Riviera…»

Camille lloraba.

—No, no llores…

—Sí. Me apetece llorar.

—Bueno, pues entonces llora.

—Así me gusta, que no seas un tío complicado…

—Es verdad, tengo un montón de defectos, pero no soy un tío complicado… ¿Quieres que paremos?

—No.

—¿Quieres beber algo? ¿Te preparo un vasito de leche caliente con azahar como me solía hacer a mí Paulette?

—No, gracias… ¿Por dónde iba?

—El vértigo…

—Sí, el vértigo… Sinceramente, me habría bastado un pequeño empujoncito de nada para caer, pero en lugar de eso, el azar llevaba guantes negros de piel de cabrito muy suave, y una mañana me dio un golpecito en el hombro… Ese día me divertía con los personajes de Watteau, encorvada sobre mi silla, cuando por detrás de mí pasó un hombre… Lo veía a menudo… Siempre estaba rondando a los estudiantes, mirando sus dibujos disimuladamente… Yo pensaba que era un ligón. Tenía ciertas dudas sobre su sexualidad, lo miraba charlar con la juventud halagada por sus cumplidos, y admiraba su estilo… Siempre vestía unos abrigos maravillosos, muy largos, trajes muy elegantes, pañuelos y bufandas de seda… Para mí ese momento era como mi recreo… Ese día yo estaba pues inclinada sobre mi cuaderno y sólo veía sus magníficos zapatos, muy finos e impecablemente lustrados, «¿Podría hacerle una pregunta indiscreta, signorina? ¿Tiene usted una moralità inquebrantable?» Yo me preguntaba adonde querría llegar con una pregunta así. ¿Al huerto? Pero bueno… ¿Que si tenía una moralidad inquebrantable? ¿Yo que corrompía a Séraphin Tico y soñaba con contrariar la voluntad de Dios? «No», le contesté, y por culpa de esa respuesta arrogante, me volví a meter en otro berenjenal… esta vez, inconmensurable…

—¿Un berenjenal cómo?

—Un berenjenal tremendo.

—¿Qué hiciste?

—Lo mismo que antes… pero en vez de vivir en una casa okupada y ser la chacha de un loco, viví en los mejores hoteles de Europa y me convertí en la chacha de un estafador…

—Y te… te…

—¿Que si me prostituí? No. Aunque…

—¿Qué hacías?

—Falsificaba.

—¿Dinero?

—No, dibujos… ¡Y lo peor era que encima me lo pasaba bien! Bueno, al principio… Después la bromita se convirtió casi en pura esclavitud, pero al principio era muy divertido. ¡Por una vez servía para algo! Y entonces, como te digo, viví en medio de un lujo increíble… Nada era demasiado para mí. ¿Que tenía frío? Pues me regalaba los mejores jerseys de cachemira. ¿Sabes ese jersey gordo azul con capucha que no me quito ni para dormir?

—Sí.

—Once mil francos…

—¡Anda ya!

—Sí, sí, como lo oyes. Y tenía diez o doce como ése… ¿Que tenía hambre? Pues nada, servicio de habitaciones y marisco para dar y tomar. ¿Que tenía sed? ¡Ma chè, champán! ¿Que me aburría? ¡Pues espectáculos, tiendas, música! «Tullo quello que quieres, se lo pides a Vittorio…» La única cosa que no tenía derecho a decir era: «Se acabó.» Entonces el bello Vittorio se volvía malvado… «Si te vas, è finito per te…» ¿Pero por qué habría de irme? Me mimaban, me lo pasaba bien, hacía lo que me gustaba, visitaba todos los museos con los que tanto había soñado, conocía a gente, por la noche me equivocaba de habitación… No estoy segura, pero me parece incluso que me acosté con Jeremy Irons…

—¿Y ése quién es?

—Jo, tío… eres desesperante… Bueno, qué más da… Leía, escuchaba música, ganaba dinero… Ahora, con la distancia, me digo a mí misma que era otra forma de suicidio… Más cómoda… Me excluí de la vida y me aparté de las pocas personas que me querían. Sobre todo de Pierre y Mathilde Kessler, que se disgustaron infinitamente, de mis antiguos compañeros de clase, de la realidad, de la moralidad, del buen camino, de mí misma…

—¿Currabas sin parar?

—Sin parar. No produje mucho, pero había que repetir lo mismo miles de veces por culpa de los problemas técnicos… La pátina, el soporte y todo eso… Al final, el dibujo era lo de menos, lo complicado era envejecerlo. Trabajaba con Jan, un holandés que nos proporcionaba el papel falso. En eso consistía su labor: en recorrerse el mundo y volver con rollos de papel. Tenía un lado de químico loco, y buscaba sin tregua una manera de convertir lo nuevo en viejo… Nunca le oí pronunciar una sola palabra, era un tío fascinante… Y después, perdí la noción del tiempo… De alguna manera, me dejé absorber por esa vida que no era una vida… No se veía a simple vista, pero me había convertido en un pecio a la deriva. Un pecio elegante… Le daba al drinqui, llevaba camisas a medida, y sentía asco de mí misma… No sé cómo habría terminado todo eso si no me llega a salvar Leonardo…

—¿Qué Leonardo?

—Leonardo da Vinci. Ahí sí que me rebelé… Mientras se tratara de pequeños maestros, de bocetos de otros bocetos, de bosquejos de otros bosquejos, o de pentimenti de pentimenti, podíamos darles el pego a marchantes poco escrupulosos, pero intentarlo con Leonardo da Vinci era absurdo… Se lo dije, pero no me hizo caso… Vittorio se había vuelto demasiado codicioso… No sé exactamente qué hacía con su dinero, pero cuanto más tenía más le faltaba… Supongo que él también tendría sus debilidades… Entonces decidí cerrar el pico. Después de todo, no era mi problema… Volví al Louvre, a los departamentos de artes gráficas donde pude acceder a ciertos documentos, y me los aprendí de memoria… Vittorio quería una cosita. «¿Ves ese estudio de ahí? Tú te inspiras de él, ma quel personaggio là, lo mantienes igual…» Por aquel entonces ya no vivíamos en un hotel, sino en un gran piso amueblado. Hice lo que me mandaba y esperé… Cada vez se le veía más nervioso. Se pasaba horas al teléfono, daba vueltas y vueltas, desgastando la moqueta, y maldecía a la Virgen. Una mañana, entró en mi habitación como un loco: «Me ne devo andare, pero tú no te mueves de aquí, ¿capito? No sales de aquí finchè io non lo dica… ¡Ya lo sabes! ¡No te mueves de aquí!» Esa noche, recibí una llamada de un tío al que no conocía: «Quémalo todo», dijo antes de colgar. Bueno… Reuní un montón de mentiras y las destruí en el fregadero. Y seguí esperando… Varios días… No me atrevía a salir de casa. No me atrevía a mirar por la ventana. Me había vuelto paranoica perdida. Tenía hambre, ganas de fumar, ya no tenía nada que perder… Volví a Meudon a pie y me encontré una casa vacía, con un cartel que decía «Se vende» en la verja. ¿Se habría muerto mi madre? Salté la tapia y dormí en el garaje. Regresé a París. Mientras no dejara de caminar, conseguía mantenerme en pie. Rondé por el edificio por si acaso había vuelto Vittorio… No tenía pasta, ni brújula, ni puntos de referencia, nada. Pasé otras dos noches en la calle con mi jersey de once mil francos, pedí cigarrillos y me robaron el abrigo. La tercera noche llamé a la puerta de Pierre y Mathilde y me derrumbé sobre su felpudo. Me hicieron recuperar fuerzas y me instalaron aquí, en la buhardilla del séptimo piso. Una semana más tarde, seguía sin mover un dedo, preguntándome a qué podría dedicarme profesionalmente… Lo único que sabía era que no quería volver a dibujar en mi vida. Tampoco estaba preparada para volver al mundo real. La gente me daba miedo… Entonces me convertí en técnico nocturno de superficies… Viví de esa manera durante algo más de un año. Mientras tanto recuperé a mi madre. No me hizo ninguna pregunta… Nunca he sabido si fue por indiferencia o por pura discreción… No indagué, no me lo podía permitir: ya sólo la tenía a ella…

»Qué ironía, había hecho de todo para huir de ella, y luego mira… Había vuelto a la casilla de salida, pero los sueños, los había perdido por el camino… Vivía como podía, no me permitía beber sola y buscaba una salida de socorro en mi buhardilla de diez metros cuadrados… Y entonces me puse enferma al principio del invierno y Philibert me cogió en brazos por las escaleras y me dejó en la habitación de al lado… El resto, ya lo sabes…

Largo silencio.

—Caray… —repitió Franck varias veces—. Caray…

Se incorporó, y cruzó los brazos.

—Caray… Vaya vida… Tela marinera… ¿Y ahora? ¿Qué vas a hacer ahora?

—…

Camille se había quedado dormida.

Franck le subió el edredón hasta la nariz, cogió sus cosas y salió de puntillas de la habitación. Ahora que la conocía, ya no se atrevía a tumbarse a su lado. Además ocupaba todo el sitio.

Todo el sitio.