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Camille regresó a pie, mirando los escaparates de los anticuarios, estaba justo delante de la Escuela de Bellas Artes (el destino, siempre tan oportuno…) cuando sonó su móvil. Lo apagó cuando vio que era Pierre quien llamaba.

Apretó el paso. Su corazón se desbocaba.

Volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Mathilde. Tampoco contestó.

Volvió sobre sus pasos y cruzó el Sena. Esta chica tenía inclinaciones novelescas, y ya fuera para saltar de alegría o para tirarse al agua, el Pont des Arts era lo mejor que había en París… Se apoyó contra el pretil y marcó los tres números de su buzón de voz…

Tiene dos mensajes nuevos, mensaje número uno, recibido hoy a las veintitrés ho… Todavía estaba a tiempo de que se le cayera el móvil sin querer… ¡Pluf! Ahí va… Qué pena…

«¡Camille, llámame inmediatamente o voy a buscarte y te traigo de las orejas! —gritaba la voz de Kessler—. ¡Inmediatamente! ¿Me oyes?»

Segundo mensaje, recibido hoy a las veintitrés horas y treinta y ocho minutos: «Soy Mathilde. No lo llames. No vengas. No quiero que veas esto. Tu marchante está llorando como una magdalena… Te prometo que no es algo agradable de ver… Aunque está guapo… Muy guapo, incluso… Gracias, Camille, gracias,… ¿Oyes lo que dice? Espera, le paso el teléfono porque si no me va a arrancar la oreja…» «Te expongo en septiembre, Fauque, y no me digas que no porque ya he mandado las invit…» El mensaje se cortó.

Camille apagó su móvil, se lió un cigarro y se lo fumó de pie entre el Louvre, la Académie Francaise, Notre-Dame y la Concordia.

Un precioso final…

Después acortó la bandolera de su bolsa y echó a correr como una loca para no perderse el postre.