Franck no había pasado la noche con ellos desde hacía tiempo. Durmió bien y soñó con los angelitos.
A la mañana siguiente fue a buscar unos cruasanes y desayunaron todos juntos en la habitación de Paulette. El cielo estaba muy azul. Philibert y Paulette se intercambiaban mil y una cortesías encantadoras, mientras que Franck y Camille se aferraban a sus tazones en silencio.
Franck se preguntaba si tendría que cambiar ya las sábanas, y Camille, si tenía que cambiar ciertos detalles. Franck intentó interceptar su mirada, pero ella ya no estaba allí. Estaba en la calle Séguier, en el salón de Pierre y Mathilde, a punto de venirse abajo y de salir corriendo.
«Si las cambio ahora, ya no querré echarme esta tarde, y si las cambio después de la siesta, quedará un poco guarrete, ¿no? Ya la estoy oyendo burlarse…»
«O si no, ¿me paso por la galería? ¿Le dejo el portafolio a Sophie y me largo enseguida?»
«Y además, lo mismo… lo mismo ni siquiera nos tumbamos… Nos quedaremos de pie, como en las pelis…»
«No, no es una buena idea… Si está allí, me obligará a quedarme, y a sentarme para hablar con él de ello. Yo no quiero hablar. Me trae sin cuidado su palabrería. O se los queda, o no se los queda. Punto. Y su palabrería, que la deje para sus clientes…»
«Me daré una ducha en el vestuario antes de irme…»
«Me cogeré un taxi y le diré al taxista que me espere en doble fila delante de la puerta…»
Los preocupados y los despreocupados se sacudieron las migas suspirando y se dispersaron tranquilamente.
Philibert ya estaba en el vestíbulo. Con una mano le sostenía la puerta a Franck, y en la otra llevaba una maleta.
—¿Te vas de vacaciones?
—No, son accesorios.
—¿Accesorios para qué?
—Para mi papel…
—Joder… ¿De qué va la cosa? ¿Es una historia de capa y espada? ¿Vas a corretear por todo el escenario y eso?
—Claro, hombre… Me voy a colgar del telón, y luego me tiraré sobre el público… Anda… Pasa o te empalo…
Con un cielo tan azul como ése, Camille y Paulette no podían por menos de bajar al «jardín».
La anciana caminaba con creciente dificultad y tardaban casi una hora en recorrer la avenida Adrienne-Lecouvreur. Camille sentía un hormigueo en las piernas, le ofrecía el brazo, adoptaba sus pasitos cortos y no podía evitar sonreír cuando veía el cartel que rezaba: Paso reservado a los jinetes, velocidad moderada… Cuando se detenían, era para sacar fotos para los turistas, para ceder el paso a los que hacían footing o para intercambiar unas palabras sin importancia con otros maratonianos de la edad de Paulette.
—¿Paulette?
—¿Sí, hija?
—¿Se molesta si le hablo de una silla de ruedas?
—…
—Bueno… veo que sí se molesta…
—¿Tan vieja soy entonces? —susurró Paulette.
—¡No! ¡En absoluto! ¡Al contrario! Pero estaba pensando que… como el andador nos estorba, podría usted empujarlo un rato, hasta que se cansara, luego podría relajarse, ¡y yo la llevaría al fin del mundo!
—…
—Paulette… Estoy harta de este parque… Ya no puedo ni verlo. Creo que ya he contado todas las chinitas, todos los bancos, y todas las papeleras para las cacas de perro… Hay once en total… Estoy harta de esos autobusarros horrorosos, estoy harta de esos grupos de turistas sin imaginación, harta de encontrarme siempre con la misma gente… La cara de póker de los guardias, y el tío ese… el de la condecoración de la Legión de Honor que apesta a meado… En París hay tantas otras cosas que ver… Tiendas, callejones, patios interiores, galerías, el jardín de Luxemburgo, los bouquinistes, el jardín de Notre-Dame, el mercado de flores, las orillas del Sena, el… No, de verdad, se lo aseguro, esta ciudad es maravillosa… Podríamos ir al cine, a un concierto, a escuchar operetas, mi ramito de violetas y todo eso… Así estamos atrapadas en este barrio de viejos donde todos los niños van vestidos igual, donde todas las niñeras tienen la misma cara, y todo es tan previsible… Qué feo.
Silencio.
Paulette pesaba cada vez más sobre su brazo.
—Vale, está bien… Voy a ser sincera con usted… Estoy intentando camelármela como puedo, pero la verdad no es ésa. La verdad es que se lo pido como un favor… Si tuviéramos una silla de ruedas, y si usted aceptara utilizarla de vez en cuando, podríamos saltarnos la cola de todos los museos y entrar siempre las primeras… Y a mí, entiéndalo, eso me vendría de perlas… Hay un montón de exposiciones que me muero por ver pero me da una pereza tremenda tragarme toda la cola…
—¡Anda, tontorrona, haberlo dicho antes! ¡Si es para hacerte un favor a ti, yo encantada! ¡Pero si lo estoy deseando!
Camille se mordió los carrillos para no sonreír. Bajó la cabeza y articuló un «gracias» demasiado solemne para ser sincero.
¡Vamos, vamos, antes de que se arrepienta! Se precipitaron pues a la farmacia más cercana.
—Nosotros trabajamos mucho la Classic 160 de la casa Sunrise… Es un modelo plegable que nos satisface por completo… Es una silla muy ligera, de fácil manejo, pesa catorce kilos… Nueve sin las ruedas… Reposapiés abatibles… Reposabrazos y altura del respaldo regulables… Asiento reclinable… ¡Ah, no, eso es con suplemento!… Ruedas fáciles de quitar… Cabe sin problemas en el maletero del coche… También se puede regular la profundidad de… esto…
Paulette, abandonada entre los champús y el expositor de Scholl estaba poniendo una cara tan larga que la vendedora no se atrevió a terminar su parrafada.
—Bueno, las dejo… Tengo mucha gente a la que atender… Tenga, aquí encontrará toda la información…
Camille se arrodilló detrás de ella.
—Ésta no está mal, ¿no?
—…
—Francamente, me lo esperaba peor… Es un modelo como muy deportivo… Y negra queda muy elegante…
—Sí, anda… ¡ya que estás, dime también que me favorece!
—Sunrise Medical… les ponen unos nombrecitos que… 37…, Ésta es su región, ¿no?
Paulette se puso las gafas:
—¿Dónde?
—Pues… Chanceux-sur Choisille…
—¡Anda! ¡Pues sí! ¡Chanceux! ¡Pero si sé muy bien dónde queda esto!
Hecho, asunto arreglado.
Gracias, Dios mío. De no ser por la coincidencia regional, saltamos de la farmacia con un kit de pedicura y unas zapatillas con suela antideslizante…
—¿Cuánto es?
—558 euros sin contar las tasas…
—Ah, vaya… Pero… ¿no se puede alquilar?
—Este modelo, no. Para alquilar tenemos otro. Más robusto y más pesado. Pero… esto se lo cubrirá el seguro al cien por cien, ¿no? La señora tendrá un seguro, me imagino…
La empleada sintió que se estaba dirigiendo a dos viejas medio retrasadas.
—¡No van a pagar ustedes por la silla de ruedas! Vayan a su médico, y pídanle una receta… Visto su estado, no habrá ningún problema… Tengan, les doy esta pequeña guía… Aquí tienen todas las referencias… ¿Tienen algún generalista?
—Pues…
—Si no está acostumbrado, enséñenle este código: 401 A02.I. Lo demás ya lo gestionarán con el CNAM, ¿de acuerdo?
—Ah… vale… y… ¿qué es eso del CNAM?
Ya en la calle, Paulette se tambaleó:
—Si me llevas a un médico, me devolverá al asilo…
—¡Eh, Paulette, tranquila!… No iremos nunca a un médico, yo los odio tanto como usted, ya nos las apañaremos… No se preocupe…
—Van a dar conmigo… van a dar conmigo… —lloraba Paulette.
Al volver a casa no tenía apetito, y permaneció postrada en su cama toda la tarde.
—¿Qué le pasa? —se preocupó Franck.
—Nada. Hemos ido a la farmacia a buscar una silla, y como la dependienta ha dicho algo de ir a un médico, se ha quedado traumatizada…
—¿Una silla de qué tipo?
—Pues… ¡de ruedas, de qué va a ser!
—¿Para qué?
—¡Pues para rodar, idiota! ¡Para ver mundo!
—Joder, ¿pero tía, tú de qué vas? ¡Ella está bien así! ¿Por qué la quieres llevar de aquí para allá dando vueltas como una peonza?
—Mira… Tú ya me estás empezando a tocar las narices, ¿sabes? ¡Pues no tienes más que ocuparte tú un poco de ella también! ¡No tienes más que limpiarle el culo de vez en cuando, y así verías un poco de lo que te estoy hablando! A mí no me importa cargar con ella, es un encanto tu abuelita, ¡pero necesito moverme un poco, irme de paseo, distraerme un poco, joder! No, si tú ya sé que ahora mismo estás de puta madre, ¿verdad? Tranquilízame, a ti, ahora mismo, no te incordia nada, ¿eh? Ya sea Philou, Paulette o tú, todo lo que sea estar en casa, comer, currar y dormir, os basta, no necesitáis más… ¡Pero yo sí, mira tú por dónde! ¡Yo ya estoy empezando a ahogarme, tío! Y además me encanta andar, y ahora viene el buen tiempo… Así que déjame que te lo vuelva a decir: hacer de niñera para tu abuela, yo encantada, pero con la opción gran turismo, si no, os las apañáis…
—¿Qué?
—¡Nada!
—No te pongas así…
—¡No tengo más remedio! ¡Eres tan egoísta, que si no me quejo a gritos nunca harás nada para ayudarme!
Franck se marchó dando un portazo y Camille se encerró en su habitación.
Cuando salió, los encontró a los dos en el vestíbulo. Paulette estaba feliz: su nieto se estaba ocupando de ella.
—Hala, gordinflona, siéntate. Esto es como con una moto, para llegar lejos hay que ajustar bien las tuercas…
Franck estaba agachado en el suelo, revisando una a una todas las palancas:
—¿Los pies están bien a esta altura?
—Sí.
—¿Y los brazos?
—Un poco altos…
—Bueno, Camille, vente para acá. Ya que la que vas a empujar eres tú, vente para acá que te ajuste los agarradores…
—Perfecto. Bueno, tengo que irme… Acompañadme al curro y así la probamos…
—¿Cabe en el ascensor?
—No. Hay que plegarla… —contestó nervioso—. Pero mejor, no está incapacitada, que yo sepa, ¿no?
—Brrrrum, brrrum… Ponte el cinturón, que tengo prisa.
Cruzaron el parque a toda velocidad. Al llegar al semáforo, Paulette tenía el pelo revuelto, y las mejillas coloradas.
—Bueno, chicas… Yo ya os dejo. Mandadme una postal cuando estéis en Katmandú…
Ya había recorrido unos cuantos metros cuando se dio la vuelta:
—¡Eh! ¡Camille! No te olvides de lo de esta noche, ¿eh?
—¿El qué?
—Las crêpes…
—¡Mierda!
Camille se llevó la mano a la boca.
—Se me había olvidado… No voy a estar en casa.
Franck acusó el golpe.
—Además es importante… No lo puedo anular… Es una cosa de trabajo…
—¿Y ella?
—Le he pedido a Philou que tome el relevo…
—Bueno… pues nada, qué se le va a hacer… Nos las comeremos sin ti…
Aguantó estoicamente la desesperación y se alejó, retorciéndose.
Le picaba la etiqueta de su calzoncillo nuevo.