Tras el episodio del cuarto de baño, Paulette ya no volvió a ser la misma. Encontró sus puntos de referencia y se fundió en el ambiente local con una facilidad asombrosa. ¿Tal vez justamente lo que necesitaba era una prueba? Una prueba de que la estaban esperando, y le daban la bienvenida en ese inmenso piso vacío donde las persianas se cerraban desde dentro y nadie había limpiado el polvo desde el periodo de la Restauración. Si instalaban una ducha sólo para ella, entonces… Había estado a punto de perder pie sólo porque echaba de menos dos o tres objetos, y Camille recordaba a menudo esa escena. Cómo la gente a menudo se encontraba mal por una tontería sin importancia, y cómo todo podría haberse degradado a la velocidad del rayo de no haber sido por un chico paciente al que se le ocurrió preguntar «¿Y qué más?» sosteniendo una libreta imaginaria… ¿De que dependía todo a fin de cuentas? De una dichosa revista, una lupa y dos o tres frascos… Daba vértigo pensarlo… Filosofía barata que lastimaba a Camille y que resultó mucho más compleja de lo esperado una vez que se encontraron las dos delante de la sección de dentífricos de unos modestos grandes almacenes, leyendo los prospectos de Stéradent, Polident, Fixadent y otros pegamentos milagrosos…
—Y… Paulette… esto… lo que usted llama compresas no es otra cosa que… que…
—¡No me irás a obligar a ponerme un pañal como hacían en la residencia con la excusa de que es más barato! —se indignó la anciana.
—¡Ah, compresas! —repitió Camille aliviada—. Vale… Es que no había caído…
Ya se conocían de cabo a rabo el Franprix, ¡y muy pronto se les antojó algo paleto incluso! Así que cambiaron de almacenes, y ahora iban al Monoprix, despacito, arrastrando el carrito de la compra, con la lista que les había hecho Franck la víspera por la noche…
¡Ah, el Monoprix!
Era toda su vida…
Paulette se despertaba siempre la primera, y esperaba a que uno de los chicos le trajera el desayuno a la cama. Cuando era Philibert quien se encargaba, lo traía en una bandeja de plata, con una pinza para los terroncitos de azúcar, una servilleta bordada, y una jarrita para la leche. Luego la ayudaba a incorporarse, le ahuecaba las almohadas, y descorría las cortinas comentando algo sobre el tiempo. Nunca un hombre había sido tan atento con ella, y pasó lo que tenía que pasar: ella también empezó a adorarlo. Cuando le tocaba a Franck era… un poco más rústico. Le dejaba el tazón de malta sobre la mesilla de noche y le daba un beso en la mejilla quejándose de que llegaba tarde.
—¿No tienes ganas de hacer pis?
—Espero a Camille…
—¡Eh, abuela, vale ya! ¡Déjala respirar un poco! ¡Lo mismo todavía duerme una hora más! No te vas a estar aguantando tanto tiempo…
Imperturbable, Paulette repetía:
—La espero.
Franck se marchaba refunfuñando.
«Pues nada, hala, espérala, anda… Espérala… Qué putada, ahora tú te lo llevas todo… ¡Yo también la espero, joder! ¿Qué tengo que hacer? ¿Partirme las dos piernas para que me haga carantoñas a mí también? Me cago en la Mary Poppins de las narices…»
Camille salía justo en ese momento de su habitación, estirándose.
—¿Y ahora qué estás mascullando?
—Nada. Vivo con el príncipe Carlos y santa Teresa de Calcuta y me lo paso pipa. Quita, que llego tarde… Ah, por cierto…
—¿Qué?
—A ver, déjame ver tu brazo… ¡Muy bien! —exclamó, palpándola—. Oye, gordita, ten cuidado, que lo mismo un día de estos voy y te como…
—Ni en tus mejores sueños, cocinerito, ni en tus mejores sueños.
—Sí, hija, sí, tú espera y verás…
Era cierto, el mundo era mucho más divertido.
Volvió con la chaqueta bajo el brazo:
—El miércoles que viene…
—¿Qué pasa el miércoles que viene?
—Será miércoles de carnaval, porque el martes tendré mucho curro, y tú me esperas para cenar…
—¿A medianoche?
—Intentaré llegar a casa antes, y te prepararé unas crêpes como no las has probado en tu vida…
—¡Ah, qué susto! ¡Pensaba que era el día que habías elegido para echarme un polvo!
—Primero te preparo las crêpes y luego te echo un polvo.
—Perfecto.
¿Perfecto? Ah, lo llevaba crudo el muy tonto… ¿Qué iba a hacer hasta el miércoles? ¿Chocarse con todas las farolas, echar a perder todas las salsas en el curro y comprarse ropa interior nueva? ¡Joder, es que no hay derecho! ¡De una forma o de otra, esta tía iba a acabar con él! Qué angustia… Mientras esta vez fuera de verdad… En la duda, decidió comprarse un calzoncillo nuevo por si las moscas…
Eso es… Y desde luego, me temo que se me va a ir la mano con el Grand Marnier, sí, sí… Y lo que no utilice en las crêpes, me lo bebo, hala.
Camille se reunía después con Paulette para desayunar con ella. Se sentaba en la cama, estiraba el edredón, y esperaban a que se fueran los chicos para ver la Teletienda. Se extasiaban, se partían de risa, se burlaban de las pintas de los presentadores, y Paulette, que todavía no había asimilado el paso al euro, se extrañaba de que la vida fuera tan barata en París. El tiempo ya no existía, se estiraba despacio desde el té del desayuno hasta el Monoprix, y del Monoprix hasta el quiosco de prensa.
Les parecía estar de vacaciones. Las primeras desde hacía años para Camille y desde siempre para la anciana. Se llevaban bien, se comprendían con medias palabras y rejuvenecían las dos conforme los días se iban haciendo más largos.
Camille se había convertido en lo que la agencia de subsidios llama una «auxiliar de vida». Esas tres palabras le iban bien, y compensaba su ignorancia geriátrica adoptando un tono directo y una crudeza en la expresión que las desinhibía a las dos.
—Ande, Paulette, métase en la bañera… Yo le limpio el trasero con la alcachofa…
—¿Estás segura?
—¡Pues claro!
—¿No te da asco?
—Pues claro que no.
Como la instalación de una cabina de ducha había resultado demasiado complicada, Franck había montado un escalón antideslizante para que Paulette pudiera entrar y salir de la bañera, y le había serrado las patas a una vieja silla sobre la que Camille ponía una toalla antes de sentar en ella a su protegida.
—Oh —gemía ésta—, pero a mí me da vergüenza… No te imaginas cómo me violenta imponerte esto…
—Vamos, vamos…
—¿Este cuerpo viejo no te da asco? ¿Estás segura?
—Mire, me… me parece que no compartimos el mismo enfoque… Yo… he tomado clases de anatomía, he dibujado cuerpos desnudos de personas de su edad, y no tengo problemas de pudor… bueno, sí, pero no ese tipo de pudor. No sabría explicarle… Cuando la miro, no me digo a mí misma: buaj, qué asco esas arrugas, esos pechos caídos, esa tripa blandurria, ese vello blanco, ese culo fofo, o esas rodillas huesudas… No, en absoluto… Tal vez la ofenda con lo que le voy a decir, pero su cuerpo me interesa independientemente de usted. Cuando lo veo pienso en trabajo, técnica, luz, contornos, carne que plasmar… Pienso en algunos cuadros… Las viejas locas de Goya, la madre de Rembrandt o su profetisa Anne… Perdóneme, Paulette, es horrible lo que le estoy contando… ¡a decir verdad, la miro muy fríamente!
—¿Cómo a un bicho raro?
—Algo de eso hay… Pero más bien como a una curiosidad…
—¿Y entonces?
—Entonces nada.
—¿Me vas a dibujar a mí también?
—Sí.
Silencio.
—Sí, si usted me lo permite… Me gustaría dibujarla hasta que me la sepa de memoria. Hasta que se harte de tenerme a su alrededor…
—Te lo permitiré, pero es que esto… No eres mi hija ni nada y me siento… Oh, qué… qué avergonzada estoy…
Camille se desnudó entonces y se arrodilló delante de ella sobre los azulejos grises:
—Láveme.
—¿Cómo?
—Coja el jabón, la esponja, y láveme, Paulette.
Ésta obedeció y, medio tiritando en su reclinatorio acuático, tendió el brazo hacia la espalda de la muchacha.
—¡Eh! ¡Más fuerte!
—Dios mío, eres tan joven… Cuando pienso que en tiempos yo era como tú ahora… No tan menudita, claro, pero…
—¿Quiere decir flaca? —la interrumpió Camille, agarrándose al grifo.
—No, no, de verdad quería decir «menuda»… Cuando Franck Me habló de ti por primera vez, recuerdo que sólo decía esa palabra, una y otra vez: «Jo, abuela, es tan flaca… Si vieras lo flaca que es…», pero ahora que te veo tal como eres, no estoy de acuerdo con él. No te veo flaca, eres fina. Me recuerdas a esa chica que sale en la novela Le Grand Meaulnes… ¿Sabes quién le digo? ¿Cómo se llamaba? Ayúdame…
—No la he leído.
—Ella también tenía un nombre noble… Ay, qué rabia no acordarme…
—Ya lo miraremos en la biblioteca… ¡Venga, láveme! ¡Más abajo también! ¡No hay pero que valga! Espere, que me voy a dar la vuelta… Así… ¿Lo ve? ¡Estamos en el mismo barco, querida! ¿Por qué me mira así?
—Es que… Esa cicatriz que tienes ahí…
—Ah, ¿esto? No es nada…
—No… No me digas que no es nada… ¿Qué te pasó?
—Nada, le digo.
Y, desde ese día, no volvieron a hablar de cuestiones epidérmicas.
Camille la ayudaba a sentarse en la taza del váter, y luego en la silla de la bañera, y la enjabonaba hablando de otra cosa. Lavarle el pelo resultó más complicado. Cada vez que cerraba los ojos, la anciana perdía el equilibrio y se iba hacia atrás. Al cabo de varios intentos catastróficos, decidieron sacarse un bono en una peluquería. No en su barrio, donde eran todas carísimas («¿Myriam? ¿Quién es ésa? No conozco a ninguna Myriam, yo», le respondió el idiota de Franck), sino en la otra punta de una línea de autobús. Camille estudió su plano de la ciudad, siguió con el dedo el recorrido de la empresa de transportes, buscó cierto exotismo, consultó las páginas amarillas, pidió presupuestos para una sesión semanal de lavar y marcar, y se decidió por una pequeña peluquería de la calle Pyrénées, en el barrio del final de la línea del autobús 69.
A decir verdad, la diferencia de precio no justificaba una expedición así, pero el paseo era tan bonito…
Y todos los viernes, al despuntar el alba, instalaba a una Paulette encogidita en un asiento junto a la ventana y le comentaba todos los detalles de Paris by day, cazando al vuelo (en su cuaderno, y en función de los atascos que hubiera) una pareja de caniches con abriguitos de Burberry’s en el Pont Royal, la especie de salchichilla que decoraba las fachadas del Louvre, las cajas y los pulidores de los limpiabotas en el Quai de la Mégisseric, el pedestal del genio de la Bastilla o la parte de arriba de los panteones del cementerio de Père Lathaise, y luego leía historias de princesas embarazadas y cantantes abandonados mientras su amiga se pasaba el rato tan contenta debajo del secador. Luego almorzaban en un café de la plaza Gambetta. No en el Gambetta justamente, un sitio un pelín demasiado a la moda para su gusto, sino en el Bar du Métro, con su rico olor a tabaco frío, a millonario decadente y a camarero irritable.
Paulette, que recordaba bien el catecismo, tomaba invariablemente trucha con salsa de almendras, y Camille, que carecía por completo de moral, se zampaba un mixto con bechamel, cerrando los ojos. Pedían también una jarrita de vino de la casa, sí, señor, y brindaban con alegría. «¡Por nosotras!» En el camino de vuelta, Camille se sentaba frente a ella y dibujaba exactamente las mismas cosas, pero reflejadas en la mirada de una ancianita bien arreglada y con demasiada laca en el pelo, que no se atrevía a apoyar la cabeza en el cristal por miedo a aplastar sus preciosos ricitos malvas. (Johanna, la peluquera, la había convencido de cambiar de color: «Entonces está usted de acuerdo, ¿no? Le pongo Opalina ceniza, ¿en? Mire, es el número 31, éste de aquí…» Paulette quería pedir consejo a Camille con la mirada, pero ésta estaba enfrascada en una historia de liposucción fallida. «¿No quedará un poco triste?», le preguntó inquieta a la peluquera. «¿Triste? ¡No, qué va, al contrario, quedará muy alegre!»)
En efecto, era… era la palabra adecuada. Quedaba muy alegre, y aquel día se bajaron en la esquina con el Quai Voltaire para comprar, entre otras cosas, una nueva salserilla de acuarela en Sennelier.
El cabello de Paulette había pasado del Rosa Dorado muy diluído al Violeta de Windsor.
Y, todo hay que decirlo, era mucho más chic…
Los demás días era pues al Monoprix donde iban. Tardaban más de una hora en recorrer doscientos metros, probaban la nueva Danette, contestaban a encuestas tontísimas, se probaban pintalabios u horrorosos pañuelos de muselina. Se entretenían, parloteaban, se detenían por el camino, comentaban el aspecto de las burguesas del distrito VII, y la alegría de las adolescentes: sus carcajadas, sus historias rocambolescas, los timbres de sus teléfonos móviles y sus mochilas llenas de chismes colgando. Paulette y Camille se divertían, suspiraban, se burlaban y se levantaban con cuidado. Les sobraba tiempo, tenían toda la vida por delante…