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Los primeros días, Paulette no salió de su habitación. Le daba miedo molestar, le daba miedo perderse, le daba miedo caerse (se les había olvidado traerse su andador) y sobre todo, le daba miedo arrepentirse de esa ventolera que le había dado.

A menudo se le cruzaban los cables, aseguraba que estaba pasando unas vacaciones muy agradables y les preguntaba cuándo pensaban llevarla de vuelta a su casa…

—¿Cuál es tu casa? —le preguntaba Franck, irritado.

—Pues lo sabes muy bien… mi casa… cuál va a ser…

Franck se marchaba de la habitación, suspirando:

—Ya os dije que esto era una locura… Lo que faltaba, ahora encima se le está yendo la olla…

Camille miraba a Philibert, y éste miraba a otra parte.

—¿Paulette?

—Ah, eres tú, linda… ¿Cómo… cómo has dicho que te llamabas?

—Camille…

—¡Eso es, Camille! ¿Y qué querías, bonita?

Camille le habló sin rodeos, y con cierta dureza. Le recordó de dónde venía, por qué estaba con ellos, lo que habían tenido que cambiar, y lo que les quedaba aún por cambiar en sus estilos de vida para hacerle compañía. Añadió mil detalles demoledores más que dejaron a la anciana totalmente desarmada:

—¿Entonces ya nunca más volveré a mi casa?

—No.

—¿De verdad?

—Venga conmigo, Paulette…

Camille la tomó de la mano y volvió a enseñarle la casa. Esta vez más despacio. De paso le soltó unas cuantas puyitas más:

—Aquí está el retrete… ¿Lo ve?, Franck está instalando unos apliques en la pared para que pueda usted agarrarse…

—Chorradas… —rezongó él.

—Aquí está la cocina… ¿Es grandecita, eh? Y además hace frío… Por eso arreglé ayer la mesa con ruedas… Para que pueda comer en su habitación…

—… o en el salón —precisó Philibert—, no tiene por qué quedarse encerrada todo el día, ¿sabe…?

—Bueno, el pasillo… Es muy largo, pero se puede usted agarrar a la pared, ¿verdad? Si necesita ayuda, iremos a la farmacia a alquilar otro chisme de esos con ruedas…

—Sí, lo prefiero así…

—¡No hay problema! Ya tenemos a un fanático de las ruedas en casa…

—Esto es el cuarto de baño… Y aquí es donde tenemos que hablar en serio, Paulette… Venga, siéntese aquí… Levante los ojos… Mire qué bonito es…

—Muy bonito. Nunca había visto uno así por donde nosotros vivimos…

—Bien. ¿Pues sabe lo que va a hacer mañana su nieto con unos amigos?

—No…

—Lo van a arrasar. Van a instalar una cabina de ducha para usted porque la bañera es demasiado alta para que entre y salga de ella. Entonces, antes de que sea demasiado tarde, tiene usted que decidirse en serio. O bien se queda y los muchachos se ponen manos a la obra, o bien no le apetece mucho quedarse, y no hay ningún problema, puede usted hacer lo que quiera, Paulette, pero nos lo tiene que decir ahora, ¿entiende?

—¿Entiende? —repitió Philibert.

La anciana suspiro, jugueteó con una esquina de su rebeca durante unos segundos que se les antojaron eternos, y luego levantó la cabeza, y preguntó, inquieta:

—¿Habría un taburete para mí?

—¿Cómo dice?

—No soy del todo incapaz, ¿sabe…? Me puedo duchar sola perfectamente, pero tienen que ponerme un taburete, porque si no…

Philibert hizo como que se lo escribía en la mano.

—¡Un taburete para la señora de la mesa del fondo! ¡Marchando! ¿Y qué más desea la señora?

Paulette sonrió.

—Nada más…

—¿Nada más?

Por fin lo soltó todo:

—Bueno, sí. Me gustaría tener mi revista Télé Star, mis crucigramas, agujas y lana para Camille, un tarro de Nivea porque se me ha olvidado el mío, caramelos, una radio pequeña para la mesa de noche, un líquido de esos con burbujas para mi dentadura postiza, ligas, zapatillas y una bata más abrigada porque aquí hay mucha corriente, compresas, polvos, mi frasco de agua de colonia que Franck se olvidó el otro día, otra almohada, una lupa, y también que me pongáis el sillón delante de la ventana, y…

—¿Y? —preguntó Philibert, inquieto.

—Y creo que nada más…

Franck, que se les había unido con su caja de herramientas en la mano, le dio un golpecito en el hombro a su amigo:

—Joder, tío, ahora tenemos dos princesas en lugar de una…

—¡Cuidado! —le regañó Camille—. ¡Que lo estás llenando todo de polvo!

—¡Y deja de decir tacos, por favor! —añadió su abuela.

Franck se alejó arrastrando los pies:

—Huuuuy, madreeeee míaaaaa… Esto está que arde… Lo llevamos claro, chaval… Bueno, yo me vuelvo al curro, que ahí hay menos lío. Si alguien va a la compra, que traiga patatas, que os quiero hacer un buen guiso… ¡Pero esta vez de las buenas, eh! Miráis bien que diga «patatas para puré», tampoco es tan difícil, lo pone en la etiqueta…

«Lo llevamos claro…», presintió Franck, y se equivocó de medio a medio. Al contrario, nunca en sus vidas habían estado tan bien.

Dicho así, suena un poco cursi, naturalmente, pero bueno, era la verdad, y ya hacía tiempo que el ridículo no les hacía daño: por primera vez, todos tuvieron la impresión de tener una verdadera familia.

Mejor que una de verdad, de hecho, una elegida, una querida, una por la cual habían luchado y que no les pedía a cambio nada más que ser felices juntos. Ni siquiera felices, de hecho, ya no eran tan exigentes. Estar juntos, nada más. Y eso en sí ya era algo inesperado.