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Es una hipótesis. La historia no llegará lo suficientemente lejos como para confirmarla. Y además nuestras certezas nunca son inamovibles. Un día uno quisiera morirse, y al día siguiente, se da cuenta de que bastaba con bajar un par de escalones para encontrar el interruptor y ver las cosas un poco más claras… Sin embargo, esos cuatro estaban a punto de vivir los que tal vez serían los días más hermosos de sus vidas.

A partir del momento preciso en que le enseñan su nueva casa, a la espera, medio emocionados, medio inquietos, de sus reacciones y comentarios (no hará ninguno), y hasta el próximo batacazo del destino —que siempre nos reserva alguna broma— un viento tibio soplará sobre sus rostros cansados.

Una caricia, una tregua, un bálsamo.

Sentimental healing, como diría uno que yo me sé…

La familia Brazos Rotos contaba a partir de entonces con una abuela, y aunque la tribu no estaba completa (no lo estaría nunca), no tenía intención de dejarse vencer.

¿Que entonces llevaban todas las de perder en el juego de las 7 familias? ¡Pues entonces juguemos al póker! Ahí sí que no se podían quejar, eran cuatro, y a eso se le llama un póker. Bueno, tal vez no un póker de ases… Había demasiados chichones, demasiados tartamudeos y demasiadas cicatrices para pretender que lo fuera, pero… ¡el póker no había quien se lo quitara!

Desgraciadamente, no eran muy buenos jugadores…

Aunque se concentraran, aunque estuvieran firmemente decididos a ganar por una vez, ¿cómo exigir de un chuán desarmado, un hada frágil, un chaval agotado, y una anciana llena de cardenales que supieran marcarse un farol?

Imposible.

Bah… qué se le iba a hacer… Una apuesta reducida y unas míseras ganancias eran siempre mejor que nada…