Franck se volvió hacia ella.
—¿Y ahora qué pasa?
—¿Cuánto os cuesta?
—¿Eh?
—¿El sitio este? ¿Esta residencia?
—¿Por qué me lo preguntas?
—¿Cuánto?
—Unos diez mil papeles…
—¿Quién paga?
—La pensión de mi abuelo, siete mil ciento doce francos, y el Consejo General o no sé qué…
—Para mí te pido dos mil papeles de dinero de bolsillo y lo demás te lo quedas, y dejas de trabajar el domingo para echarme una mano…
—Espera, espera… ¿de qué me estás hablando?…
—¿Philou?
—Ah, no, querida, esto ha sido idea tuya —gimió.
—Sí, amigo mío, pero se trata de tu casa…
—¡Eh! ¿Qué pasa aquí? ¿De qué va todo esto?
Philibert encendió la luz del techo.
—Si quieres…
—Y si ella también quiere —precisó Camille.
—… nos la traemos a casa con nosotros —sonrió Philibert.
—C… con vosotros, ¿dónde? —farfulló Franck.
—A casa… con nosotros…
—¿Pe… pero cuándo?
—Ahora.
—¿A… ahora?
—Dime una cosa, Camille, ¿yo tengo también ese aire pasmado cuando tartamudeo?
—No —lo tranquilizó ella—, tú no tienes en absoluto esa mirada tan alelada…
—¿Y quién se va a ocupar de ella?
—Yo. Pero acabo de exponerte mis condiciones…
—¿Y tu curro?
—¡No más curro! ¡Se acabó!
—Pero…
—¿Qué?
—Sus medicinas y todo eso…
—¡Pues ya se las daré! Contar pastillas tampoco es que sea tan difícil, ¿o sí?
—¿Y si se cae?
—¿Cómo se va a caer si yo estaré con ella?
—Pero… ¿y… y dónde dormirá?
—Le cedo mi habitación. Ya está todo pensado…
Franck apoyó la frente sobre el volante.
—¿Y tú, Philou, qué opinas de todo esto?
—Al principio me pareció mal, y luego ya bien. Pienso que tu vida será mucho más fácil si nos la traemos a casa…
—¡Pero un viejo es una pesadez!
—¿Tú crees? ¿Cuánto pesa tu abuelita? ¿Cincuenta kilos? Ni siquiera…
—Pero no nos la podemos llevar así como así, ¿no?
—¿Ah, no?
—Pues claro que no…
—Si hay que pagar alguna compensación, pues la pagaremos…
—¿Puedo salir a dar una vuelta?
—Claro.
—¿Me lías un cigarro, Camille?
—Toma.
Franck salió dando un portazo.
—Es una locura —concluyó, volviendo a entrar en el coche.
—Nunca hemos dicho que no lo fuera… ¿Eh, Philou?
—Nunca. ¡Por lo menos lucidez no nos falta!
—¿Y no os da miedo?
—No.
—Por peores cosas hemos pasado, ¿verdad?
—¡Y tanto!
—¿Y creéis que le gustará vivir en París?
—¡No la llevamos a París, la llevamos a nuestra casa!
—¡Le enseñaremos la Torre Eiffel!
—No. Le enseñaremos un montón de cosas mucho más bonitas que la Torre Eiffel…
Franck suspiró.
—Bueno, ¿y ahora cómo hacemos?
—Yo me encargo —declaró Camille.
Cuando volvieron y aparcaron justo debajo de su ventana, allí seguía Paulette.
Camille se fue corriendo. Desde el coche, Franck y Philibert asistieron a un espectáculo de sombras chinescas: pequeña silueta que se da la vuelta, silueta más grande que se acerca a ella, movimientos de hombros, mientras Franck no dejaba de repetir: «Es una locura, es una locura, os digo que es una locura… Una locura tremenda…»
Philibert sonreía.
Las siluetas cambiaron de posición.
—¿Philou?
—Mmm…
—¿Esta chica qué es?
—¿Perdona?
—Esta chica que encontraste… ¿Qué es exactamente? ¿Un extraterrestre?
Philibert sonreía.
—Un hada…
—Sí, eso es… Un hada… Tienes razón. Y… esto… ¿las hadas tienen sexo… o no?
—¿Pero qué coño estarán haciendo?
La luz se apagó por fin.
Camille abrió la ventana y tiró una gran maleta por el balcón. Franck, que se estaba comiendo las uñas, dio un respingo:
—¡Joder, qué manía tiene esta tía con tirar las cosas por la ventana, ¿no?!
Reía y lloraba a la vez.
—Joder, Philou… —Gruesos lagrimones resbalaban por las mejillas—. Hacía meses que no conseguía mirarme al espejo. ¿Pero tú le lo crees, esto? ¿Tú te lo crees? —decía, temblando.
Philibert le tendió su pañuelo.
—Tranquilo. Tranquilo. Ya verás cómo te la mimamos… Tú no te preocupes…
Franck se sonó la nariz, avanzó con el coche, y se precipitó hacia ellas mientras Philibert cogía la maleta.
—¡No, no, quédese en el asiento delantero, joven! Que usted tiene las piernas más largas…
Silencio sepulcral durante varios kilómetros. Cada uno se preguntaba justamente si lo que acababan de hacer no era una tontería muy grande… Y, de repente, con aire ingenuo, Paulette ahuyentó todos los demonios:
—Eh… ¿Me llevaréis a algún espectáculo? ¿Iremos a ver operetas?
Philibert se volvió hacia ella, entonando una canción de opereta.
Camille le cogió la mano y Franck sonrió a Camille por el retrovisor.
Nosotros cuatro, aquí, ahora, en este Clío destartalado, liberados, juntos, y que venga lo que tenga que venir…
Los cuatro cantaron a coro el estribillo de la opereta.