—Tú, desde luego… ¡No se te ve el pelo en 15 años y ahora de repente aquí estás un día sí y otro también!
—Hola, Odette.
Besos sonoros.
—¿Está aquí?
—No, todavía no…
—Bueno, pues mientras nos vamos a ir sentando… Mire, le presento a unos amigos: Camille…
—Buenas tardes.
—… y Philibert.
—Encantado. Es un sitio pre…
—¡Que sí, tío, que vale! Todas esas cosas ya se las dices luego…
—¡Oh, no te pongas nervioso!
—No me pongo nervioso, es que tengo hambre. Ah, mira, aquí están… Hola, abuela, hola, Yvonne. ¿Se queda a tomar una copita con nosotros?
—Hola, Franck, hijo. No, muchas gracias, tengo jaleo en casa. ¿Hacia qué hora me paso?
—Ya la llevamos nosotros…
—Pero no muy tarde, ¿eh? Porque la última vez me cantaron las cuarenta… Tiene que estar de vuelta antes de las cinco y media…
—Sí, sí, vale, Yvonne, vale. Recuerdos a su familia…
Franck soltó un suspiro de alivio.
—Bueno, abuela, pues nada, le presento a Philibert…
—Es un placer… —Se inclinó para besarle la mano.
—Hala, todo el mundo a sentarse. ¡Que no, Odette! ¡Nada de carta! ¡Que decida el chef!
—¿Un aperitivito?
—¡Champán! —contestó Philibert y, volviéndose hacia su vecina, le preguntó—: ¿le gusta el champán, señora?
—Sí, sí —contestó Paulette, intimidada por tanta cortesía.
—Tomad, aquí tenéis unos chicharrones mientras tanto…
Todo el mundo estaba un poco cortado. Afortunadamente, los vinitos del Loira, el lucio a la plancha y el queso de cabra no tardaron en soltarles la lengua. Philibert se prodigaba en mil atenciones con su vecina y Camille se reía escuchando las tonterías de Franck:
—Tenía… pfff… ¿Cuántos años tenía, abuela?
—Dios mío, hace ya tanto de eso… ¿Trece? ¿Catorce años?
—Era mi primer año de aprendiz… Me acuerdo que por aquel entonces René me daba miedo. Me sentía muy inseguro. Pero bueno… Anda que no me enseñó cosas ni nada… Y también me tomaba el pelo… Ya no me acuerdo qué me enseñó un día… unos cuchillos creo, y me dijo:
»”—Éste se llama chochito, y el otro, chochón. ¿Te acordarás, eh, cuando te pregunte el profesor…? Porque vale, una cosa es lo que dicen los libros, y otra los verdaderos términos de cocina. La verdadera jerga. En eso se reconoce a los buenos pinches. Bueno, ¿qué, te lo has aprendido?
»”—Sí, señor.
»”—¿Cómo se llama éste?
»”—El chochón, señor.
»”—¿Y el otro?
»”—Pues el cho…
»”—¿Cómo se llama, Lestafier?
»”—¡El chochito, señor!
»”—Muy bien, chaval, muy bien… Llegarás lejos…” ¡Ah! ¡Pero qué bobalicón era yo entonces! Lo que se pudieron cachondear de mí… Pero no todos los días se estaba de guasa, ¿eh, Odette? Anda que no me llevé patadas en el culo…
Odette, que se había sentado con ellos, asentía con la cabeza.
—Oh, ahora ya se ha calmado, ¿sabes…?
—¡Pues claro! ¡Los chavales de hoy en día ya no se dejan torear!
—No me hables de los chavales de hoy en día… Es muy sencillo: no se les puede decir nada… Se cabrean. No saben hacer otra cosa más que cabrearse. Me tienen frita, oye… Me tienen más frita que vosotros cuando prendisteis fuego a los cubos de basura…
—¡Es verdad! Ya ni me acordaba…
—¡Pues yo en cambio sí que me acuerdo, puedes creerme!
La luz se apagó. Camille sopló las velas y todo el restaurante aplaudió.
Philibert desapareció y volvió con un paquete muy grande.
—Es de parte de los dos…
—Sí, pero ha sido idea suya —precisó Franck—. Si no te gusta, la culpa no es mía. Yo quería contratarte un boy para que te hiciera un strip-tease, pero él no quiso…
—¡Hala, gracias! ¡Qué detallazo!
Era una caja caballete de acuarelista, modelo llamado «de campaña».
Philibert leyó el folleto con voz temblorosa:
—Plegable, con base inclinable y doble portalienzos, con una gran superficie de trabajo y dos cajones. Diseñada para trabajar sentado. Está compuesta por cuatro patas, vaya, qué original… plegables, de madera de haya fijadas de dos en dos por una traviesa que, abierta, da a la caja una gran estabilidad. Cerradas, las patas aseguran el bloqueo de los cajones. Portalienzos inclinable. Espacio para un bloc de papel de formato 68 x 52 cm como máximo. Vienen ya unas cuantas hojas por si acaso… Incluye asa para el transporte del conjunto plegado. Y esto no es todo, Camille… ¡bajo el asa está previsto un emplazamiento para una pequeña botella de agua!
—¿Y sólo se puede poner agua? —preguntó Franck, inquieto.
—¡Pero si no es para beber, tonto! —se burló Paulette—. ¡Es para mezclar los colores!
—Ah, claro, mira que soy tonto…
—¿Te… te gusta? —preguntó Philibert, inquieto.
—¡Es fantástica!
—¿Hu… hubieras pre… preferido un chico d… desnudo?
—¿Me da tiempo a probarla ahora mismo?
—Sí, claro, si de todas maneras tenemos que esperar a René…
Camille buscó en su bolso su minúscula caja de acuarelas, la abrió, y se instaló ante la cristalera.
Pintó el Loira. Lento, ancho, sereno, imperturbable. Sus lánguidos bancos de arena, sus postes y sus barcas podridas. Un cormorán a lo lejos. Los pálidos juncos y el azul del cielo. Un azul invernal, metálico, brillante, arrogante, fanfarroneando entre dos nubarrones cansados.
Odette estaba como hipnotizada:
—¿Pero cómo lo hace? ¡Pero si sólo tiene ocho colores en esa cajita!
—Hago trampas, pero chitón… Tenga. Es para usted.
—¡Huy, gracias! ¡Gracias! ¡René! ¡Ven a ver esto!
—¡La invito a comer!
—No, no…
—¿Cómo que no, cómo que no? ¡Sí, sí, insisto!
Cuando volvió a sentarse con ellos, Paulette le pasó un paquetito por debajo de la mesa: era un gorro a juego con la bufanda. Los mismos agujeros y los mismos colores. Canela fina.
Llegaron unos cazadores, Franck los siguió a la cocina con el maître y se pusieron a comentar las presas dándole al aguardiente. Camille se divertía con su regalo, y Paulette le contaba batallitas a Philibert, que había estirado sus largas piernas y la escuchaba embelesado.
Luego llegó la mala hora, el anochecer, y Paulette se sentó en el asiento del copiloto.
Nadie decía nada.
El paisaje era más feo por momentos.
Rodearon la ciudad y atravesaron zonas comerciales sin nada especial: supermercados, hoteles baratos con televisión por cable, depósitos y guardamuebles. Por fin Franck aparcó el coche.
En el culo del mundo.
Philibert se levantó para abrirle la puerta y Camille se quitó el gorro.
Paulette le acarició la mejilla.
—Hala, hala… —gruñó Franck—, abreviando. ¡Que no quiero que la madre superiora me eche la bronca!
Cuando volvió, la silueta ya había apartado los visillos.
Franck se sentó, hizo una mueca, y soltó un gran suspiro antes de meter el embrague.
Todavía no había salido del aparcamiento cuando Camille le dio una palmadita en el hombro:
—Para el coche.
—¿Y ahora qué se te ha olvidado?
—Que pares, te digo.