—¿Quieres esperarme en un café?
—No, no, me quedo aquí abajo…
Apenas habían dado cuatro pasos en el vestíbulo cuando una señora con una bata azul celeste se precipitó sobre él. Lo miró fijamente, sacudiendo la cabeza de lado a lado, con tristeza.
—Vuelve a las andadas…
Franck suspiró.
—¿Está en su habitación?
—Sí, pero ha vuelto a empaquetar todas sus cosas y no quiere que nadie la toque. Está postrada, con el abrigo puesto desde anoche…
—¿Ha comido algo?
—No.
—Gracias.
Franck se volvió hacia Camille:
—¿Te importa si te dejo todas mis cosas?
—¿Qué pasa?
—¡Pues pasa que Paulette está empezando a tocarme los huevos con sus tonterías!
Estaba pálido como una sábana.
—Ya ni siquiera sé si es bueno que vaya a verla… Estoy… estoy perdido… Me siento totalmente perdido…
—¿Por qué se niega a comer?
—¡Porque la muy tonta se cree que la voy a sacar de aquí! Me hace el misino numerito cada vez que vengo… Joder, me entran ganas de largarme, eso es…
—¿Quieres que vaya contigo?
—No cambiará nada.
—No, no cambiará nada, pero así por lo menos se distrae un poco…
—¿Tú crees?
—Pues claro… Anda, ven.
Franck entró primero y anunció con una vocecita casi aguda:
—Abuela… Soy yo… Te he traído una sorpr…
No tuvo el valor de terminar la frase.
La anciana estaba sentada en la cama, y miraba fijamente la puerta. Se había puesto el abrigo, los zapatos, el pañuelo y hasta su sombrerito negro. A sus pies había una maleta mal cerrada.
«Me parte el corazón…» Otra expresión impecable, pensó Camille, que sentía cómo de pronto se agrietaba el suyo.
Era tan linda, con sus ojitos claros y su cara angulosa… Una ratita… Una ratita esperando, muy tiesecita…
Franck hizo como si nada:
—¡Pero bueno! ¡Otra vez te has abrigado demasiado! —bromeó, quitándole el abrigo en un santiamén—. Y no será porque aquí haga frío… ¿Cuántos grados habrá aquí dentro? Por lo menos veinticinco… Y eso que se lo he dicho, les he dicho que ponían la calefacción demasiado alta, pero nunca me hacen caso… Venimos ahora de la matanza donde la Jeannine, y te puedo asegurar que ni en la habitación donde ahúman las salchichas hace tanto calor como aquí… Bueno, ¿y qué tal estás? ¡Hala, qué colcha más bonita! Eso es que por fin te han mandado lo que habías encargado por catálogo, ¿no? Pues ya iba siendo hora… Oye, y lo de las medias, ¿las he elegido bien? ¿No he metido la pata? Es que con tu letra, cualquiera se aclara… Quedé como un tonto, yo, en la tienda, cuando le pregunté a la vendedora si tenían Eau de toilette de Monsieur Michel… La tía me miró con mala cara y le tuve que enseñar tu nota. Necesitó ir a buscar las gafas y todo… no veas la que se armó, hasta que por fin comprendió. Era Mont-Saint-Michel… Jolín, es que tu letra… Toma, aquí la tienes, no se me ha roto el frasco de milagro…
Le. volvió a poner las zapatillas, contándole cualquier cosa, embriagándose de palabras para no tener que mirarla.
—¿Es usted Camille? —le preguntó ella con una preciosa sonrisa.
—Eeee… sí…
—Acérquese que la vea bien.
Camille se sentó junto a ella.
Paulette le tomó las manos:
—Pero si tiene las manos heladas…
—Es por la moto…
—¿Franck?
—¿Sí?
—¡Prepáranos un té, hombre! ¡Que esta chiquilla tiene que entrar en calor!
Franck respiró, aliviado. Gracias, Señor, lo peor ya había pasado… Metió las cosas en el armario y se puso a buscar el hervidor eléctrico.
—Coge las galletitas pequeñas que están en mi mesilla de noche… —Y volviéndose hacia Camille—: Así que es usted… Es usted Camille… Oh, cuánto me alegro de verla…
—Yo también… Gracias por la bufanda…
—Ah, pues justamente, mire…
Se levantó y volvió con una bolsa llena de viejos catálogos de venta por correo.
—Todos éstos me los ha traído para usted Yvonne, una amiga… Dígame lo que le gusta… Pero no de punto de arroz, ¿eh? Ése no lo sé hacer…
Marzo de 1984. Casi ná…
Camille pasó despacio las páginas gastadas.
—¿Ésta es bonita, no cree?
Paulette le mostraba una chaqueta feísima con ochos y botones dorados.
—Eee… Yo más bien preferiría un jersey gordo…
—¿Un jersey gordo?
—Sí.
—¿Pero cómo de gordo?
—Pues así, ya sabe, de esos con cuello vuelto y tal…
—¡Ah, pues pase, pase las páginas, vaya a ver la sección de caballero!
—Éste…
—Franck, bonito, acércame mis gafas…
Franck estaba tan feliz de oírla hablar así… Así, muy bien, abuela, sigue así. Dame órdenes, ridiculízame delante de ella tratándome como a un crío, pero no llores. Te lo suplico. No llores más.
—Toma… Bueno… pues nada, os dejo… Voy a orinar…
—Eso, eso, tú déjanos a lo nuestro.
Franck sonreía.
Qué felicidad, pero qué felicidad…
Cerró la puerta tras de sí y se puso a dar saltos por el pasillo. Habría besado al primer anciano que se le hubiera cruzado por delante. ¡Qué potra, chaval! ¡Ya no estaba solo! ¡Ya no estaba solo! «Déjanos», había dicho su abuela. ¡Claro que sí, chicas, os dejo a lo vuestro! ¡Joder, pero si lo estoy deseando! ¡Lo estoy deseando!
Gracias, Camille, gracias. ¡Aunque ya no vengas más, tenemos tres meses de tregua con lo de tu jersey dichoso! Que si la lana, que si los colores, que si te lo pruebes… Conversación asegurada durante un buen rato… Bueno, ¿y ahora, dónde estaba el retrete que no me acuerdo?
Paulette se acomodó en el sillón y Camille se sentó con la espalda apoyada en el radiador.
—¿Está cómoda en el suelo?
—Sí.
—Franck también se sienta siempre ahí… ¿Se ha tomado alguna galleta?
—¡Cuatro!
—Eso está bien…
Se miraron fijamente y se dijeron mil cosas en silencio. Sin pronunciar una sola palabra, hablaron de Franck, claro, de las distancias, de la juventud, de algunos paisajes, de la muerte, de la soledad, del tiempo que pasa, de la felicidad de estar juntos, y de los altibajos de la vida.
Camille se moría de ganas de dibujarla. Su rostro evocaba las matitas de los taludes, violetas silvestres, francesillas, raspillas… era abierto, dulce, luminoso, fino como papel de arroz. Las arrugas de la tristeza desaparecían entre las volutas del té y dejaban paso a miles de huellas de bondad en la comisura de sus ojos.
Camille la encontraba hermosa.
Paulette pensaba exactamente lo mismo. Era tan grácil esta chiquilla, tan serena, tan elegante en su atuendo de vagabunda, tenía ganas de que fuera primavera para enseñarle su jardín, las ramas del membrillo en flor y el olor de las flores. No, esta chica no era como las demás.
Un ángel caído del cielo que tenía que llevar zapatones pesados para poder permanecer entre nosotros…
—¿Se ha ido? —preguntó Franck, inquieto.
—¡No, no, estoy aquí! —respondió Camille, levantando un brazo por encima de la cama.
Paulette sonrió. No eran necesarias las gafas para ver ciertas cosas… Un gran sosiego se extendió por su pecho. Tenía que resignarse. Iba a resignarse. Tenía que aceptarlo por fin. Por él. Por ella. Por ellos.
Adiós estaciones, bueno… Qué se le iba a hacer… Así eran las cosas, cada uno tenía su momento. Ya no lo molestaría. Ya no pensaría en su jardín cada mañana… Trataría de no pensar en nada. Ahora le tocaba vivir a él…
Le tocaba vivir a él…
Franck le contó la matanza del cerdo con una alegría nueva y Camille le enseñó sus bocetos.
—¿Eso qué es?
—Una vejiga de cerdo.
—¿Y eso?
—¡Unas botas-zapatillas-zuecos revolucionarios!
—¿Y este niño?
—Mmm… ya no me acuerdo de cómo se llamaba…
—¿Y esto?
—Éste es Spiderman… ¡Sobre todo no hay que confundirlo con Batman!
—Es maravilloso tener tanto talento…
—Oh, qué va, no es nada…
—No hablaba de sus dibujos, bonita, hablaba de su mirada… ¡Ah, ya me traen la cena! Tendríais que ir pensando en marcharos, niños… Ya es noche cerrada…
Espera, espera… ¿Nos está diciendo ella que nos marchemos? Franck alucinaba. Estaba tan pasmado que tuvo que agarrarse a la cortina para levantarse y arrancó la barra de la pared.
—¡Mierda!
—¡Deja, deja, no te preocupes, y para ya de hablar como un gamberro!
—Vale, ya paro.
Bajó la cabeza sonriendo. Así, Paulette, así, muy bien. Tú no te cortes. Grita. Quéjate. Regáñame. Vuelve a este mundo.
—¿Camille?
—¿Sí?
—¿Puedo pedirle un favor?
—¡Claro!
—Llámeme cuando lleguen a París para que me quede tranquila… Él nunca me llama… O si lo prefiere, deje sonar el teléfono una vez y luego cuelgue, yo ya sabré que es usted y podré dormir tranquila…
—Prometido.
Todavía estaban en el pasillo cuando Camille se dio cuenta de que se había olvidado los guantes. Se fue corriendo a la habitación y vio que Paulette estaba ya junto a la ventana, esperando para verlos marchar.
—Me… mis guantes…
La anciana del cabello rosa no tuvo la crueldad de darse la vuelta. Se contentó con levantar la mano asintiendo con la cabeza.
—Es horrible… —dijo Camille mientras Franck se arrodillaba al pie del antirrobo.
—No, no digas eso… ¡Hoy estaba genial! Gracias a ti, de hecho… Gracias.
—No, es horrible…
Se despidieron con un gesto de la minúscula silueta del tercer piso y ocuparon su lugar en la cola, esperando para salir del aparcamiento. Franck se sentía más ligero. Camille, en cambio, no era capaz de encontrar las palabras necesarias para pensar.
Franck se detuvo delante de la puerta del garaje de su edificio sin apagar el motor.
—¿No… no vienes a casa?
—No —contestó el casco.
—Bueno, pues nada… Adiós.