—¡Arriba, gordinflona!
Franck dejó la bandeja al pie del colchón.
—¡Hala, el desayuno en la c…!
—No te embales. No es cosa mía, sino de Jeannine. Venga, date prisa que llegamos tarde… Y tómate por lo menos una tostada, coge fuerzas, si no luego te va a dar un patatús…
Apenas había tenido tiempo de poner un pie fuera de casa, con la cara todavía llena de churretes de café con leche, cuando le tendieron un vaso de vino blanco.
—¡Hala, bonita! ¡Esto para que te armes de valor!
Ahí estaban todos, los de la noche anterior y toda la gente de la aldea, unas quince personas más o menos. Todos exactamente como uno se los imagina, con ese aire un poco paleto de quien se compra la ropa por catálogo. Las más viejas en bata, y los más jóvenes, en chándal. Golpeando el suelo con los pies, aferrando sus vasitos de vino, llamándose unos a otros, riendo y, de pronto, silencio total: ahí estaba el Gastón con su enorme cuchillo.
Franck se encargaba de retransmitirle el espectáculo a Camille:
—Ése es el matarife.
—Ya me lo imaginaba…
—¿Te has fijado en sus manos?
—Impresionantes…
—Hoy se matan dos cerdos. Esos bichos no son tontos, esta mañana no les han dado de comer, así que saben que les ha llegado la hora… Lo sienten… Anda, mira, ahí viene el primero justamente… ¿Tienes listo el cuaderno?
—Sí, sí…
Camille no pudo evitar dar un respingo. No le parecía tan gordo…
Lo arrastraron hasta el patio, el Gastón lo dejó inconsciente con una porra, lo tumbaron sobre un banco y lo ataron a toda velocidad, con la cabeza colgando. Hasta ahí, pase, porque el animal estaba medio grogui, pero cuando el matarife le hundió la hoja en la carótida, fue dantesco. En lugar de matarlo, fue como si lo despertara de golpe. Todos los hombres se echaron encima de él, la sangre manaba a borbotones, una vieja puso una olla debajo para recogerla, y se arremangó para removerla. Sin cuchara ni nada, sólo con la mano. Buaj. Pero eso tampoco era lo peor, lo insoportable era oír al animal… Cómo gritaba y gritaba sin parar… Cuanto más se vaciaba, más gritaba, y cuanto más gritaba, menos se parecía aquello al grito de un animal… Era casi humano. Estertores, súplicas… Camille se aferraba a su cuaderno, y los otros, los que se sabían todo el ritual de memoria, tampoco parecían muy enteros… ¡Hala!, otra copita para darse valor…
—Gracias, gracias.
—¿Estás bien?
—Sí.
—¿No dibujas?
—No.
Camille, que no era una pava, se contuvo y no hizo ningún comentario estúpido. Para ella, lo peor estaba aún por llegar. Para ella, lo peor no era la muerte en sí. No, después de todo, así era la vida, pero lo que le pareció más cruel fue cuando trajeron al segundo cerdo… La podían acusar de caer en el antropomorfismo, de ser una tiquismiquis, o de lo que quisieran, a Camille le traía sin cuidado, pero de verdad le costó horrores contener la emoción. Porque el otro cerdo, que lo había oído todo, sabía lo que su colega acababa de sufrir, y no esperó a que le clavaran el cuchillo para chillar como una rata. Bueno… «como una rata» es una expresión estúpida, más bien como un cerdo degollado…
—¡Joder, podían haberle tapado los oídos!
—¿Con qué, con perejil? —preguntó Franck, riéndose.
Y ahí ya sí que dibujó, para no ver nada más. Se concentró en las manos del Gastón para no oír los chillidos.
No le salía bien el trazo. Le temblaba el pulso.
Cuando se apagó la sirena, se metió el cuaderno en el bolsillo y se acercó. Ya está, ya se había terminado, ahora sentía curiosidad y tendió su vaso hacia la botella.
Les pasaron un soplete por el cuerpo, y se elevó un olor a carne quemada, ésta sí que es la expresión adecuada. Luego les raparon la piel con un cepillo rarísimo: era una tabla de madera sobre la que habían clavado chapas de cerveza boca arriba.
Camille lo dibujó.
El carnicero empezó a descuartizar al animal, y ella se colocó detrás de la mesa matancera para no perderse un solo gesto. Franck estaba encantado.
—¿Eso qué es?
—¿Qué?
—Esa especie de bola transparente y toda viscosa…
—La vejiga… De hecho, no es normal que esté tan llena… Al tío le molesta para trabajar…
—¡A mí qué me va a molestar! ¡Hala, ahí va! —añadió el carnicero, rebanándola con su cuchillo.
Camille se agachó para mirarla, estaba fascinada.
Unos chavales con bandejas iban y venían del cerdo aún humeante a la cocina.
—Deja de beber.
—Sí, mi gurú.
—Estoy contento, te has portado bien.
—¿Te preocupaba?
—Tenía curiosidad… Bueno, y ahora basta de charla que tengo trabajo…
—¿Dónde vas?
—A buscar mis bártulos… Vete dentro al calorcito, si quieres…
Camille las encontró a todas en la cocina. Una hilera de amas de casa alegres, armadas de tablas de madera y cuchillos.
—¡Ven acá! —gritó Jeannine—. Hala, Lucienne, hazle sitio junto a la estufa… Señoras, os presento a la amiga de Franck, ya sabéis, la chiquita de la que os estaba hablando antes… A la que tuvimos que resucitar anoche… Ven a sentarte con nosotras…
El aroma del café se mezclaba con el de las vísceras calientes, y todas estaban venga a reír… Venga a parlotear… Un auténtico gallinero.
Entonces llegó Franck. «¡Ah, aquí está! ¡Aquí está el cocinero!» Las mujeres se reían aún más. Cuando lo vio, vestido con su chaqueta blanca, Jeannine se emocionó.
Al pasar detrás de ella, camino de los fogones, Franck le apretó el hombro. Ella se sonó la nariz en un trapo y volvió a unirse a las risas de las demás.
En ese preciso instante de la historia, Camille se preguntó si no estaría empezando a enamorarse de él… Mierda. Eso no estaba en el guión… No, no, se dijo, cogiendo su tabla. No, no, era porque la noche anterior le había montado la escenita en plan melodrama de Dickens… Pero bueno, ya sólo faltaba que cayera en su trampa, hasta ahí podíamos llegar…
—¿Me dejan que les eche una mano? —preguntó Camille.
Le explicaron cómo cortar la carne en trocitos muy pequeños.
—¿Y con esto qué se hace?
Se elevaron mil voces:
—¡Salchichón! ¡Salchichas! ¡Patés! ¡Chicharrones!
—¿Y usted qué está haciendo con ese cepillo de dientes? —preguntó Camille, inclinándose hacia su vecina.
—Limpiar las tripas…
Buaj.
—¿Y Franck?
—Franck nos va a hacer todo lo que es cocinado… las morcillas, los callos, y las golosinas…
—¿Qué son las golosinas?
—La cabeza, la cola, las orejas, las manitas…
Buaj, buaj, y requetebuaj.
Esto… habíamos quedado en que su plan de nutrición no empezaba hasta el martes, ¿no?
Cuando Franck subió de la bodega con las patatas y las cebollas, y la vio observando a sus vecinas para aprender a sostener el cuchillo, vino a arrancárselo de las manos:
—Tú esto ni tocarlo. Cada uno su oficio. Si te cortaras un dedo, estarías apañada… Cada uno su oficio, te digo. ¿Dónde tienes el cuaderno?
Y luego, dirigiéndose a las comadres:
—Eh… ¿os importa si os dibuja?
—Pues claro que no.
—Pues claro que sí, tengo la permanente hecha un cristo…
—¡Anda, Lucienne, no seas tan coqueta! ¡Si todos sabemos que llevas peluca!
Así era el ambientillo: como el Club Méditerranée, pero en una granja…
Camille se lavó pues las manos y estuvo dibujando hasta la noche. Dentro de la casa y fuera. La sangre, la acuarela. Los perros, los gatos. Los niños, los viejos. El fuego, las botellas. Las batas, los chalecos. Debajo de la mesa, las zapatillas de borreguito. Encima de la mesa, las manos estropeadas. Franck de espaldas, y ella, reflejada en la superficie convexa y borrosa de una olla de acero inoxidable.
Les regaló a cada una su retrato, provocando escalofríos de nervios y de gusto, y luego pidió a los niños que le enseñaran la granja para tomar un poco el aire. Y para desembriagarse también…
Chavales vestidos con sudaderas de Batman y botas de suela gruesa correteaban por todas partes, perseguían riendo a las gallinas y hacían rabiar a los perros arrastrando ante ellos largos trozos de tripas…
—¡Bradley, se te va la olla, tío! ¡No arranques el tractor, que te vas a matar!
—Pero si es para enseñárselo…
—¿Te llamas Bradley?
—¡Pues claro!
Saltaba a la vista que Bradley era el tipo duro de la panda. Se desnudó a medias para enseñarle sus cicatrices.
—Si las pusiera unas al lado de las otras, serían 18 centímetros de costuras…
Camille asintió gravemente con la cabeza y le dibujó dos Batman: uno echando a volar, y otro luchando contra el pulpo gigante.
—¿Cómo haces para dibujar tan bien?
—Tú también dibujas bien. Todo el mundo dibuja bien…
Por la noche, el banquete. Veintidós personas reunidas alrededor de la mesa, venga a comer cerdo. Las colas y las orejas se asaban en la chimenea y se echó a suertes a qué platos irían a parar. Franck se había entregado a fondo, empezó poniendo en la mesa una especie de sopa gelatinosa y muy aromática. Camille mojó un trozo de pan, pero de ahí no pasó, y luego llegaron las morcillas, las manitas, la lengua, y mejor no sigo… Camille apartó su silla unos centímetros de la mesa y dio el pego tendiendo su vaso cada vez que alguien le ofrecía vino. Luego llegaron los postres, cada una había traído una tarta o un dulce, y por fin, el licor…
—Ah… esto, bonita, hay que probarlo… Las pimpinelas que dicen que no, se quedan siempre vírgenes…
—Ah, bueno, en ese caso… pero sólo una gotita, ¿eh…?
Camille aseguró su futuro sexual bajo la mirada astuta de su vecino de mesa, que sólo tenía un diente y medio, y aprovechó la confusión general para irse a la cama.
Se desplomó sobre el colchón y se quedó dormida, acunada por el jaleo alegre que se colaba entre las tablillas del parqué.
Dormía profundamente cuando Franck vino a acurrucarse junio a ella. Camille gruñó.
—Tranquila, estoy demasiado borracho, no te voy a hacer nada… —murmuró.
Camille estaba tumbada de espaldas a él, así que Franck acercó la nariz a su nuca y deslizó un brazo por debajo de ella para unir su cuerpo al suyo lo mejor posible. Su pelillo corto le hacía cosquillas en la nariz.
—¿Camille?
¿Estaba dormida? ¿O se lo hacía? En cualquier caso no hubo respuesta.
—Me gusta mucho estar contigo…
Sonrisita.
¿Estaría soñando? ¿Durmiendo? Quién sabe…
A mediodía, cuando se despertaron por fin, cada uno estaba en su cama. Ninguno de los dos hizo el más mínimo comentario.
Resaca, aturdimiento, cansancio. Colocaron el colchón en su sitio, doblaron las sábanas, se turnaron para el cuarto de baño y se vistieron en silencio.
La escalera les pareció muy empinada, y Jeannine les tendió a cada uno un buen tazón de café sin dirigirles una palabra. En el otro extremo de la mesa había ya dos señoras con las manos pringadas en la carne para hacer salchichas. Camille giró su silla hacia la chimenea y se bebió el café sin pensar en nada. Estaba más que claro que le había sobrado el licor, y cerraba los ojos entre cada sorbo. Bah… era el precio que había que pagar para dejar de ser una niña…
Los olores de la cocina le daban arcadas. Se levantó, se sirvió otro tazón de café, cogió su tabaco del bolsillo de su abrigo y salió a sentarse al patio, sobre la mesa matancera.
Franck se reunió con ella al cabo de un ratito.
—¿Puedo?
Camille le hizo sitio.
—¿Te duele el tarro?
Camille asintió con la cabeza.
—Mira, yo… ahora tendría que acercarme a ver a mi abuela… Así que tenemos tres opciones: o te dejo aquí y paso luego a buscarte por la tarde, o te vienes conmigo y me esperas en algún sitio mientras estoy un rato con ella, o te dejo de camino en la estación y te vuelves sola a París…
Camille tardó un momento en contestar. Dejó el tazón, se lió un cigarrillo, lo encendió, y aspiró una calada larga y relajante.
—¿Tú qué prefieres?
—No lo sé —mintió Franck.
—No me apetece mucho quedarme aquí sin ti…
—Bueno, entonces te acerco a la estación… Porque visto cómo estás ahora, no vas a aguantar el paseo en moto… Se tiene aún más frío estando cansado…
—Muy bien —contestó Camille.
Mierda…
Jeannine insistió. «Sí, sí, os lleváis algo de carne, yo os la preparo.» Los acompañó hasta la carretera, abrazó a Franck y le susurró al oído algo que Camille no llegó a oír.
Y cuando apoyó un pie en el suelo, en el primer stop antes de la nacional, Camille levantó las viseras de sus cascos:
—Voy contigo…
—¿Estás segura?
Asintió con el casco y salió despedida hacia atrás. Ahí va. La vida se aceleraba de repente. Bueno… qué se le iba a hacer.
Camille se arrimó al cuerpo de Franck, apretando los dientes.