Todavía no habían salido de París cuando Franck se paró en la cuneta y le indicó que se bajara de la moto.
—Oye, así no podemos seguir…
—¿Por qué, qué pasa?
—Cuando yo me inclino, te tienes que inclinar conmigo.
—¿Estás seguro?
—¡Pues claro que estoy seguro! ¡Como sigas con estas paridas nos la pegamos!
—Pero… yo pensaba que al inclinarme hacia el lado contrario, nos equilibraba…
—Joder, Camille… Mira, no sabría darte una clase de física, pero es una cuestión de eje de gravedad, ¿entiendes? Si nos inclinamos juntos, los neumáticos se adhieren mejor a la carretera…
—¿Estás seguro?
—Segurísimo. Inclínate conmigo. Confía en mí…
—¿Franck?
—¿Qué pasa ahora? ¿Te da miedo? Todavía estás a tiempo de coger el metro, ¿eh?
—Tengo frío.
—¿Ya?
—Sí…
—Bueno… Suelta el manillar y pégate a mí… Pégate lo más posible y mete las manos por debajo de mi cazadora…
—Vale.
—Eh…
—¿Qué?
—Pero no te aproveches, ¿eh? —añadió, burlón, y le bajó la visera del casco de un golpe seco.
Cien metros después, Camille volvía a tener frío, al llegar al peaje estaba congelada, y en el patio de la granja, no sentía los brazos.
Franck la ayudó a bajar y la sostuvo hasta llegar a la puerta.
—Hombre, ya estás aquí… ¿Pero qué es esto que nos traes?
—Una chica congelada.
—¡Pero pasad, hombre, pasad!… ¡Jeannine! Ha llegado el Franck con su chavala…
—Huy, pobrecita —se lamentó la mujer—, ¿pero qué le has hecho? Huy… da penita verla… Toda morada está la chica… Quitaos de ahí… ¡Jean-Pierre! ¡Acerca una silla a la chimenea, hombre!
Franck se arrodilló delante de ella:
—Eh, tienes que quitarte el abrigo…
Camille no reaccionaba.
—Espera, que te ayudo… Anda, dame los pies…
Le quitó los zapatos y los tres pares de calcetines.
—Así… muy bien… Hala… y ahora la parte de arriba…
Camille estaba tan anquilosada que a Franck le costó Dios y ayuda sacarle los brazos de las mangas… «Así… Tú déjate hacer, pedacito de hielo…»
—¡Válgame Dios! ¡Pero dadle algo caliente! —exclamó alguno de los que estaban allí reunidos…
Camille era el nuevo centro de atención.
O cómo descongelar a una parisina sin romperla…
—¡Hay riñones calentitos! —bramó Jeannine.
Oleada de pánico en la chimenea, Franck le echó un capote:
—No, no, dejadme a mí… habrá sobrado algo de caldo por ahí, ¿no? —preguntó, levantando las tapas de todas las cacerolas.
—De la gallina de ayer…
—Perfecto, eso es cosa mía… Mientras tanto, ponedle una copita.
Conforme iba bebiéndose el cuenco de caldo, sus mejillas fueron recuperando un poco de color.
—¿Estás mejor?
Camille asintió con la cabeza.
—¿Eh?
—Decía que es la segunda vez que me preparas el mejor consomé del mundo…
—Y más que te prepararé… ¿Vienes a sentarte a la mesa con nosotros?
—¿Puedo quedarme todavía un ratito aquí junto a la chimenea?
—¡Pues claro! —gritaron los demás—. ¡Déjala! ¡Vamos a ahumarla como los jamones!
Franck se levantó de mala gana…
—¿Puedes mover los dedos?
—Mmm… sí…
—Tienes que dibujar, ¿eh? Yo encantado de cocinarte, pero tú tienes que dibujar… Nunca tienes que parar de dibujar, ¿entendido?
—¿Ahora?
—No, mujer, ahora no, pero siempre…
Camille cerró los ojos.
—Vale.
—Bueno… me voy para allá. Pásame tu copa que te la rellene…
Y Camille se fue descongelando poco a poco. Cuando se reunió con ellos, tenía las mejillas encendidas.
Asistió a su conversación sin entender nada, observando todos esos rostros fascinantes, y sonriendo feliz.
—Hala… ¡El último trago y a la cama! ¡Porque mañana hay que madrugar, señores! El Gastón estará aquí a las siete…
Todo el mundo se levantó.
—¿Quién es el Gastón?
—El matarife —murmuró Franck—, todo un personaje… ya lo verás…
—Bueno, pues es aquí… —añadió Jeannine—, el cuarto de baño está ahí enfrente, y en la mesa tenéis toallas limpias… ¿Os vale así?
—Genial —contestó Franck—, genial… Gracias…
—No digas eso, hijo, con la alegría que tenemos de verle, bien lo sabes tú… ¿Y la Paulette?
Franck bajó la cabeza.
—Bueno, bueno… No hablemos de eso —dijo, apretándole el brazo—, ya se arreglará todo, ya lo verás…
—No la reconocería, Jeannine…
—No hablemos de eso, te digo… Ahora estás de vacaciones.
Cuando se marchó, cerrando la puerta tras de sí, Camille comentó, inquieta:
—¡Oye, que no hay más que una cama…!
—¡Pues claro que no hay más que una cama, tú, que estamos en el campo, no en un hotel!
—¿Les has dicho que salíamos juntos? —le preguntó, furiosa.
—¡No, mujer! ¡Sólo les he dicho que venía con una amiga, nada más!
—Pues vaya…
—Pues vaya, ¿qué? —preguntó Franck, irritado.
—Una amiga quiere decir una chica a la que te tiras. ¿Pero en qué estaba yo pensando?
—¡Joder, tía!, mira que eres pesadita, ¿eh?
Franck se sentó en la cama mientras deshacía su equipaje.
—Es la primera vez…
—¿Cómo?
—Es la primera vez que traigo a alguien aquí…
—Está claro, la matanza del cerdo no es lo más elegante que hay para ligarte a una tía…
—No tiene nada que ver con el cerdo. No tiene nada que ver contigo. Es…
—¿Es qué?
Franck se tumbó en diagonal sobre la cama y empezó a hablar, dirigiendo sus palabras al techo:
—Jeannine y Jean-Pierre tenían un hijo… Frédéric… Un tío legal… Era mi colega… El único que he tenido en mi vida… Estudiamos hostelería juntos, y de no ser por él, yo no estaría donde estoy… No sé dónde estaría, pero… Bueno, en fin… Murió hace diez años… En un accidente de coche… Ni siquiera fue culpa suya… Un gilipollas que se saltó un stop… Y entonces nada, yo no soy Fred, claro, pero me parezco a él… Vengo todos los años… Lo de la matanza es una excusa… Me miran, ¿y qué ven? Recuerdos, palabras, y la cara de su chaval cuando apenas tenía veinte años… La Jeannine está venga a tocarme, a sobarme… Según tú, ¿por qué lo hace? Porque yo soy la prueba de que Fred sigue ahí… Estoy seguro de que nos ha puesto sus mejores sábanas, y ahora mismo estará llorando en silencio en la escalera…
—¿Ésta era su habitación?
—No. La suya está cerrada…
—¿Entonces para qué me has traído?
—Ya te lo he dicho, para que dibujes, y…
—¿Y?
—No sé, me apetecía…
Franck se levantó, estirándose.
—Y por la cama no te preocupes… Ponemos el colchón en el suelo, y yo dormiré en el somier… ¿Le vale así a la princesa?
—Le vale.
—¿Has visto Shrek, la peli de dibujos animados?
—No, ¿por qué?
—Porque me recuerdas a la princesa Fiona… En menos maciza, claro…
—Claro.
—Anda… ¿me echas una mano? Estos colchones pesan un huevo…
—Tienes razón —gimió Camille—. ¿Pero qué llevan dentro?
—Generaciones y generaciones de campesinos muertos de cansacio.
—Pues sí que…
—¿No te vas a desnudar?
—Pero si… ¡ya estoy en pijama!
—¿Te dejas el jersey y los calcetines?
—Sí.
—¿Entonces apago?
—¡Pues sí!
—¿Estás dormido? —le preguntó Camille al cabo de un ratito.
—No.
—¿En qué piensas?
—En nada.
—¿En tu juventud?
—Puede ser… O sea que eso, en nada, como te acabo de decir…
—¿Tu juventud no era nada?
—Poca cosa…
—¿Por qué?
—Joder… Si empezamos con eso, estamos aquí hasta mañana.
—¿Franck?
—Sí.
—¿Qué le pasa a tu abuela?
—Que está vieja… Está sola… Durante toda su vida ha dormido en una cama grande y buena como ésta, con un colchón de lana y un crucifijo en la pared, y ahora se está dejando morir en una especie de birria de cajón de hierro…
—¿Está en el hospital?
—No, en una residencia de ancianos…
—¿Camille?
—Sí.
—¿Tienes los ojos abiertos?
—Sí.
—¿Notas lo oscura que es la noche aquí? ¿Lo bonita que es la luna? ¿Lo que brillan las estrellas? ¿Oyes cómo suena la casa? Las tuberías, la madera, los armarios, el reloj de pared, el fuego en el hogar de abajo, los pájaros, los animales, el viento… ¿Oyes todo eso?
—Sí.
—Pues ella ya no lo oye… Su habitación da a un aparcamiento que está siempre iluminado, oye los ruidos metálicos de los carritos de la comida, las conversaciones de las enfermeras, los gruñidos de sus vecinos, y el parloteo de los televisores toda la noche. Y… y eso la está matando…
—Pero ¿y tus padres? ¿No pueden ocuparse ellos de tu abuela?
—Oh, Camille…
—¿Qué?
—No me lleves por ahí… Ahora duérmete.
—No tengo sueño.
—¿Franck?
—¿Qué pasa ahora?
—¿Dónde están tus padres?
—Ni idea.
—¿Cómo que ni idea?
—No tengo padres.
—…
—A mi padre nunca lo conocí… Era un desconocido que se vació las pelotas en el asiento de atrás de un coche… Y mi madre…
—¿Qué?
—Pues a mi madre no le hizo mucha gracia que un gilipollas del que ni siquiera recordaba el nombre le hubiera hecho eso… entonces, pues…
—¿Qué?
—Pues nada…
—¿Nada, qué?
—Pues que no lo quería…
—¿A quién, al tío?
—No, al niño.
—¿Te crió tu abuela?
—Mi abuela y mi abuelo…
—¿Y tu abuelo murió?
—Sí.
—¿Nunca la volviste a ver?
—Camille, te lo digo en serio; para. Si no, luego te vas a sentir obligada a abrazarme…
—Venga. Es un riesgo que estoy dispuesta a correr…
—Mentirosa.
—¿Nunca la volviste a ver?
—…
—Perdona. Ya me callo.
Camille le oyó darse la vuelta en la cama.
—Hasta… hasta que cumplí diez años, nunca supe nada de ella… Bueno, sí, siempre recibía un regalo por Navidad y por un cumpleaños, pero más tarde supe que era trola. Una artimaña más para camelarme… Con buenas intenciones, pero no dejaba de ser eso, una artimaña… Ella no nos escribía nunca, pero sé que mi abuela le mandaba todos los años la foto que nos hacían en el colegio… ¿Quién sabe, tal vez ese día el maestro me repeinó? ¿O el fotógrafo sacó un Mickey Mouse de plástico para hacerme sonreír? El caso es que el chavalín de la foto la llenó de añoranza, y anunció que volvía para llevarme a vivir con ella… No veas el cirio que se montó, mejor no te lo cuento… Yo gritando que quería quedarme, mi abuela consolándome, diciéndome que era estupendo, que por fin iba a tener una familia de verdad, pero sin poder evitar llorar más que yo, ahogándome contra su pecho enorme… Mi abuelo callado todo el rato… No, mejor no te lo cuento… Eres lo bastante lista para entenderlo tú solita, ¿eh? Pero créeme, fue la hostia…
»Después de darnos varios plantones, mi madre vino por fin. Me subí en su coche. Me presentó a su marido, a su otro hijo, y me enseñó mi nueva cama…
»Al principio estaba encantado con eso de dormir en una litera, pero por la noche me puse a llorar. Le dije que quería volver a mi casa. Ella me dijo que aquélla era mi casa, y que me callara porque si no iba a despertar al pequeño. Esa noche, y todas las siguientes, me hice pis en la cama. Eso la ponía nerviosa. Decía: “Estoy segura de que lo haces aposta, así que ahora te aguantas y te quedas toda la noche mojado. Es tu abuela. Te ha podrido el carácter.” Y después de eso, ya no di pie con bola.
»Hasta entonces, yo había vivido en el campo; todas las tardes, después del colegio, me iba a pescar, en invierno mi abuelo me llevaba a coger setas, a cazar, al bar del pueblo… Yo andaba siempre correteando por ahí, tiraba la bici en la cuneta y me iba con los cazadores furtivos, y de repente, de la noche a la mañana, voy a parar a un apartamento de mierda, en un barrio de mierda, encerrado entre cuatro paredes, con una tele, y otro chaval que se llevaba todos los mimos… Entonces se me fue la olla. Me… No… Da igual… Tres meses después, mi madre me metió en un tren, repitiéndome que lo había estropeado todo…
»“Lo has estropeado todo, lo has estropeado todo…” Esas palabras seguían resonando en mi cabecita cuando me subí en el Simca de mi abuelo. Y, ¿sabes?, lo peor fue que…
—¿Qué?
—Que me hizo pedazos, la cabrona… Después ya nada volvió a ser como antes… Había dejado atrás la infancia, ya no quería mimos ni toda esa mierda… Porque lo peor que hizo mi madre no fue volver a buscarme, lo peor fueron todos los horrores que me contó sobre mi abuela antes de volver a dejarme tirado otra vez. Cómo me comió el tarro con sus historias… Que si fue su madre quien la obligó a abandonarme antes de echarla de casa. Que ella había hecho todo lo posible para llevarme con ella pero que ellos sacaron la escopeta y tal y cual…
—¿Todo eso eran mentiras?
—Claro… Pero yo entonces no lo sabía… Ya no entendía nada y además, ¿tal vez también necesitaba creerla? A lo mejor me convenía pensar que nos habían separado a la fuerza, y que si mi abuelo no hubiera sacado el mosquetón, yo habría tenido la misma vida que todo el mundo, y nadie me habría llamado hijo de puta detrás de la iglesia… «Tu madre es una puta —me decían—, y tú un bastardo.» Palabras que yo ni siquiera entendía…, Yo sólo sabía que bastardo rimaba con petardo… Un gilipollas, eso es lo que era…
—¿Y después?
—Después me convertí en un cabronazo… Hice todo lo que pude para vengarme… Para hacerles pagar por haberme privado de una mamá tan buena…
Franck se reía amargamente.
—Y lo conseguí… Me fumaba los cigarrillos de mi abuelo, robaba del monedero de mi abuela, monté pollos en el colegio hasta que me expulsaron, y me pasaba la mayor parte del tiempo subido a una moto o en el fondo de los billares, planeando golpes y metiéndole mano a las tías… Hacíamos cada burrada… Ni te lo imaginas… Yo era el jefe. El mejor. El rey de los gilipollas…
—¿Y después?
—Después a la cama. La continuación en el próximo episodio…
—¿Bueno, qué? ¿No te entran ganas ahora de abrazarme?
—No sé, estoy dudando… Al fin y al cabo no te han violado…
Franck se inclinó hacia ella:
—Pues mejor. Porque yo no querría que me abrazaras, bueno, no así, de esta manera… Ya no… He jugado a este jueguecito mucho tiempo, pero ya no… Ya no me divierte. Nunca funciona… Joder, ¿pero cuántas mantas te has puesto?
—Pues… tres y el edredón…
—Esto no es normal… No es normal que siempre tengas frío, que tardes dos horas en reponerte de un viaje en moto… Tienes que engordar, Camille…
—…
—Tú tampoco… Me da a mí que tú tampoco tienes un bonito álbum de fotos con toda la familia sonriendo a tu alrededor, ¿o sí?
—No.
—¿Me lo contarás algún día?
—Puede…
—¿Sabes?, ya nunca te daré la murga con eso…
—¿Con qué?
—Antes cuando te contaba de Fred te he dicho que había sido mi único colega, pero no es verdad. Tengo otro… Pascal Lechampy, el mejor repostero del mundo… Acuérdate de su nombre, porque ya verás… Ese tío es un dios. Del pastelito más sencillo al Saint-Honoré, pasando por las tartas, el chocolate, los milhojas, el caramelo, los buñuelos o lo que sea, todo lo que toca se transforma en algo inolvidable. Delicioso, bonito, fino, asombroso y súper bien hecho. En mi vida me he cruzado con muy buenos reposteros, pero él es otra cosa… Es la perfección absoluta. Y encima es un tío encantador… Un pedazo de pan, un buenazo, un sol… Bueno, pues resulta que este tío es enorme. Tremendo. Hasta ahí, pase… Peores cosas se han visto… El problema es que le cantaban las maracas que te mueres… No podías estar un segundo a su lado sin que te entraran ganas de potar. Bueno, te ahorro los detalles, las burlas, los comentarios, las veces que le dejaban jabón en su taquilla, y todo eso… Un día coincidimos en la misma habitación de hotel porque le había acompañado a un concurso para hacerle de pinche… Tuvo lugar la demostración, por supuesto la ganó, pero yo, al final del día, no quiero decirte cómo estaba… Ya no podía ni respirar, y estaba decidido a pasarme la noche en un bareto antes que estar ni un minuto más cerca de él… Pero lo que me extrañaba era que se había duchado por la mañana, y lo sé porque yo estaba con él en la habitación. Por fin volvimos al hotel, yo me bebí un buen trago para darme valor, y terminé por soltárselo… ¿Sigues ahí?
—Sí, sí, te estoy escuchando…
—Le dije: «Joder, Pascal, hueles que apestas. Hueles a muerto, tío. ¿De qué vas? ¿Es que no te lavas, o qué?» Y entonces, ese osito de peluche enorme, con su corpachón monstruoso, ese genio, con sus carcajadas sonoras y su montaña de grasa se puso a llorar, y a llorar, y a llorar… No paraba… Era horrible, con sollozos como de crío, encima… El muy idiota era inconsolable… Joder, yo me sentía fatal… Al cabo de un rato, empezó de pronto a desnudarse, así, sin avisar… Entonces yo me di la vuelta, me fui para el cuarto de baño, pero él me cogió del brazo, y me dijo: «Mírame, Lestaf, mira toda esta mierda…» ¡Joder, tía, por poco echo la pota!
—¿Por qué?
—Pues para empezar, su cuerpo… Era francamente asqueroso. Pero sobre todo, y era lo que él quería enseñarme, era… uf, sólo de pensarlo, me vuelven a dar arcadas. Tenía como muchas, costras, o no se qué, entre los pliegues de la piel. Y era eso lo que apestaba, esa especie de sarna sanguinolenta… Joder, te lo juro, tuve que beber toda la noche para recuperarme del susto… Además el tío me contaba que le dolía un huevo cuando se lavaba pero que se restregaba como un loco para quitar el olor, y que se echaba colonia a montones, apretando los dientes para no llorar… Qué noche, qué angustia, cuando me acuerdo…
—¿Y luego qué pasó?
—Al día siguiente me lo llevé a rastras al hospital, a urgencias… estábamos en Lyon, me acuerdo… Y hasta al médico casi le da algo cuando lo vio… Le limpió las llagas, y le mandó mogollón de cosas, una receta enorme con pomadas y pastillas como para parar un tren. Le soltó el rollo de que tenía que adelgazar, y al final se atrevió a preguntarle: «¿Pero por qué ha esperado tanto tiempo?» Pascal no dijo nada. Y yo, en la estación, volví a la carga: «Es verdad, tío, joder, ¿por qué has esperado tanto tiempo?» «Porque me daba demasiada vergüenza…», contestó, bajando la cabeza. Y entonces, en ese momento, me juré a mí mismo que era la última vez.
—¿La última vez que qué?
—Que me metía con los gordos… Que los despreciaba, que… bueno, ya sabes, la última vez que juzgaba a la gente por su físico… Así que, volviendo ahora a ti… Lo mismo vale para los flacos. Y aunque lo siga pensando, aunque tenga la certeza de que con unos cuantos kilos más pasarías menos frío y estarías más apetitosa, ya no te volveré a decir nada. Palabra de honor.
—¿Franck?
—¡Eh! ¡Que hemos dicho que a dormir ya!
—¿Me ayudarás?
—¿A qué? ¿A pasar menos frío y a estar más apetitosa?
—Sí…
—Ni hablar. Para que luego te largues con el primero que pase… De eso nada, monada. Te prefiero raquítica, pero con nosotros… Y estoy seguro de que Philou estará más que de acuerdo conmigo en eso…
Silencio.
—Bueno, pero sólo un poquito… En cuanto vea que te crecen las tetas, se acabó.
—Trato hecho.
—Ea, me has convertido en un gurú de la dietética y la nutrición, no te digo… Joder, tía, yo alucino contigo, lo que me haces hacer… ¿Cómo nos organizamos? Para empezar, tú ya no vas al súper porque no compras más que tonterías. Se acabaron las barritas de cereales, las galletas y los flanes. No sé a qué hora te despiertas tú por las mañanas, pero a partir del martes, recuerda que el que te alimenta soy yo, ¿entendido? Todos los días, cuando llegue a casa a las tres de la tarde, te traeré un plato de algo… No te preocupes, que ya sé cómo sois las chicas, no te traeré confit de pato, ni callos… Te prepararé algo rico, para ti solita… Pescado, carne a la brasa, verduritas, sólo cosas que te gusten… No te haré grandes cantidades, pero te lo tendrás que comer todo, porque si no, no sigo. Y por la noche no estaré en casa, así que no te daré la murga, pero te prohíbo que picotees tonterías. Seguiré haciendo una gran olla de sopa al principio de la semana para Philou como he hecho siempre, y se acabó. El objetivo es que te enganches a mi cocina. Que te levantes todas las mañanas pensando qué habrá hoy en el menú. Bueno… no te prometo cosas grandiosas todos los días, pero no estará mal, ya lo verás… Y cuando empieces a ponerte bien hermosa, te…
—¿Me, qué?
—¡Te como!
—¿Como la bruja del cuento de Hansel y Gretel?
—Exactamente. ¡Y no vale la pena que me des un hueso cuando quiera palpar tu brazo, porque yo no soy cegato! Y ahora ya no quiero oír ni una palabra… Son casi las dos y mañana nos espera un día muy largo…
—Por cierto, tú te las das de duro y tal, pero en el fondo eres un cielo…
—Anda ya.