10

Philibert sufría. Persiguió a Franck por toda la casa.

—Es una insensatez. Vais a salir demasiado tarde… Dentro de una hora ya será de noche… Va a helar… Es una verdadera insensatez… Marchaos ma… mañana…

—La matanza es mañana por la mañana.

—¡Pero ya… además, a quién se le ocurre! Ca… Camille —decía, retorciéndose las manos—, quédate conmigo, te llevaré al Palacio del Té…

—Tranqui, tío —rezongó Franck, metiendo su cepillo de dientes en un par de calcetines—, que tampoco está tan lejos… En una hora estamos allí…

—Oh, n… no me digas eso… O… otra vez vas a co… conducir como un loco…

—Que no, hombre…

—Que sí, que te co… conozco…

—¡Philou, para ya, tío! Que no te la rompo, te lo juro… ¿Vienes, nena?

—Oh… es que… es que…

—¿Es que qué? —preguntó Franck, exasperado.

—Aparte de vosotros, no tengo a… a nadie más en el mundo…

Silencio.

—Madre mía… No me lo puedo creer… Ahora te pones en plan melodramático…

Camille se puso de puntillas para darle un beso.

—Yo tampoco tengo a nadie más en el mundo… No te preocupes…

Franck dejó escapar un suspiro.

—¡Pero qué coño hago yo con este par de chalados! ¡Esto parece un culebrón! ¡Que no nos vamos a la guerra, hostia! ¡Que solo estaremos fuera dos días!

—Te voy a traer un buen entrecot —le dijo Camille a Philibert, metiéndose en el ascensor.

Las puertas se cerraron tras ellos.

—Oye.

—¿Qué?

—No hay entrecots de cerdo…

—¿Ah, no?

—Pues claro que no.

—¿Y entonces qué hay?

Franck levantó los ojos al cielo.