9

Tres días más tarde, en el portal, la señora Pereira apartó sus preciosísimos visillos y la llamó:

—Oiga, señorita…

Mierda, tiempo le había faltado. Qué jodienda… Y eso que le había dado cincuenta euros…

—Buenos días.

—Sí, buenos días, pero a ver, dígame una cosa…

Con una mueca, le preguntó:

—¿Es amigo suyo ese cochino?

—Perdón, ¿cómo dice?

—¿El de la moto?

—Ah… Sí —contestó Camille, muy aliviada—. ¿Hay algún problema?

—¡Un problema, dice! ¡No uno, sino varios! ¡Ya me está a mí calentando el chaval este! ¡Créame, ya me está cargando, sí! ¡Venga, venga a ver!

Camille la siguió hasta el patio.

—¿Y bien? ¿Qué me dice?

—Eh… No veo a qué…

—Las manchas de aceite…

En efecto, con una buena lupa se podían distinguir con mucha claridad cinco puntitos negros sobre los adoquines…

—La mecánica está muy bien, pero ensucia, así que dígale de mi parte que los periódicos están para algo, ¿entendido?

Una vez resuelto este problema, se le pasó un poco el cabreo. Un pequeño comentario sobre el tiempo: «Está muy bien. Nos limpia un poco todo esto.» Sobre lo brillantes que estaban los picaportes de latón: «Eso está claro, pa’ que brillen como antes… ¡hay que frotar con fuerza, ¿eh?!» Sobre las ruedas de los carritos de bebé, llenas de cacas de perro. Sobre la señora del quinto, que acababa de quedarse viuda, la pobre. Y con eso se calmó del todo.

—Señora Pereira…

—Ésa soy yo.

—No sé si lo habrá visto, pero estoy hospedando a un amigo arriba, en la buhardilla…

—¡Huy, yo no ando metiendo las narices en los asuntos de los demás! Unos van, otros vienen… Tampoco es que yo lo entienda todo, pero bueno…

—Le hablo del chico del perro…

—¿Vincent?

—Pues…

—¡Sí, mujer, Vincent! ¿El sidoso del chucho?

Camille ya no sabía qué decir.

—Vino a verme ayer porque mi Pikou aullaba como un loco detrás de la puerta, así que nos hemos presentado a los chuchos entre sí… Así es todo más fácil… Ya sabe lo que hacen… Se olisquean el trasero de una vez por todas y con eso ya nos dejan tranquilos a los demás… ¿Por qué me mira así?

—¿Por qué dice que tiene sida?

—¡Válgame Dios, pues porque me lo dijo él! Nos tomamos una copita de Oporto… ¿Le apetece a usted una también?

—No, no… pero… pero gracias de todas formas…

—Pues sí, es una lástima, pero como le decía yo, eso ahora se cura bien… Han dado con las medicinas adecuadas…

Camille estaba tan perpleja que se le olvidó coger el ascensor. ¿Pero qué era toda esa historia? ¿Por qué las churras no estaban con las churras, y las merinas con las merinas?

¿Pero hasta dónde vamos a llegar?

La vida era menos complicada cuando lo único que tenía que hacer era amontonar sus pedruscos… Anda, tonta, no digas eso…

No, tienes razón. No digo eso.

—¿Qué pasa?

—Joder… Mira mi jersey… —rezongó Franck, cabreadísimo—. ¡Es esta mierda de lavadora! Joder, y éste además me gustaba un montón… ¡Mira! ¡Pero tú mira! ¡Se ha quedado enano!

—Espera, le corto las mangas y se lo regalas a la portera para su rata…

—Sí, tú ríete. Un Ralph Lauren nuevecito…

—¡Pues justamente, le va a encantar! Además, te adora…

—¿En serio?

—Justo ahora me lo acaba de decir otra vez: «¡Ah! ¡Pero qué buen mozo que es ese amigo suyo, con esa moto tan bonita!»

—Anda ya.

—Palabra.

—Bueno, pues hala, venga… Se lo bajo al marcharme…

Camille ahogó una risa y le hizo a Pikou un chalequito de lo más elegante.

—Qué suerte, te van a comer a besos…

—Calla, calla, miedo me da…

—¿Y Philou?

—¿Quieres decir Cyrano? En su taller de teatro…

—¿De verdad?

—Tendrías que haberlo visto al marcharse… Otra vez se había disfrazado de qué sé yo qué… Con una capa larga y todo…

Camille y Franck se reían.

—Me encanta…

—A mí también.

Camille fue a prepararse un té.

—¿Quieres?

—No, gracias —contestó Franck—, tengo que irme. Oye…

—¿Qué?

—¿No te apetece ir a tomar un poco el aire?

—¿Cómo?

—¿Cuánto hace que no has salido de París?

—Siglos…

—El domingo que viene hacemos la matanza del cerdo, ¿te quieres venir? Estoy seguro de que te interesaría… Lo digo por lo del dibujo, ¿eh?

—¿Dónde es eso?

—En casa de unos amigos míos, en la región de Cher…

—No sé…

—¡Sí, mujer! Vente… Esto hay que verlo al menos una vez en la vida… Un día se dejará de hacer, ¿sabes?

—Me lo voy a pensar.

—Eso, eso, tú piénsatelo. Es tu especialidad, eso de pensar. ¿Dónde está mi jersey?

—Ahí —le dijo Camille, señalándole una maravillosa funda para chuchos verde clarito.

—Joder… Un Ralph Lauren, además… Hay que joderse…

—Anda… Te vas a hacer dos amigos para toda la vida…

—¡Joder, más le vale no volver a mearse en mi moto al chucho este de los cojones!

—Tú tranquilo, ya verás como no… —dijo Camille, conteniendo la risa mientras le abría la puerta—. «Sí, sí, como se lo digo, bien guapetón que iba su amigo en su motocicleta el otro día…»

Camille corrió a retirar el agua del fuego, cogió su bloc de dibujo, y se sentó junto al espejo. Por fin pudo echarse a reír. A reír como una loca. Vaya cría estaba hecha. Se imaginaba la escena: Franck, siempre tan seguro de sí mismo, llamando con los nudillos al cristal de la ventana, con esa chulería tan suya, ofreciéndole a la portera el chaleco de lana en bandeja de plata… ¡Ah, qué bien sentaba reírse así! Qué bien sentaba… Estaba despeinada, dibujó su cabello revuelto, sus hoyuelos, su risa tonta y escribió: Camille, enero 2004, luego se duchó y decidió que sí, iría a la matanza con él.

Le debía eso como mínimo…

Un mensaje en su buzón de voz. Era su madre… Oh, no, hoy no… Para borrar el mensaje, pulse la tecla asterisco.

Así de fácil. Hala. Asterisco.

Se pasó el resto del día escuchando música, con sus tesoros y su caja de acuarelas. Fumó, picó algo de comer, alisó bien las cerdas de sus pinceles, se rió sola y gruñó malhumorada cuando llegó la hora de irse al curro.

Ya has despejado bastante camino, pensaba correteando hasta la boca de metro, pero todavía te queda, ¿eh? ¿No te irás a parar aquí?

Hago lo que puedo, hago lo que puedo…

Pues hala, venga, confiamos en ti.

No, no, no confiéis en mí, que me agobio.

Anda, calla, calla… Y date prisa, que vas a llegar tardísimo…