Camille lo esperó en vano al día siguiente, al otro, y el resto de la semana. Ni rastro. Del guardia de seguridad, con el que ya pegaba un poco la hebra (a Matrix no le había bajado el cojón derecho, un drama…), tampoco sacó ninguna información. Sin embargo; Camille sabía que andaba por ahí. Cuando dejaba una bolsa de provisiones detrás de los bidones de detergente, con pan, queso, lechuga, plátanos y comida para perros, ésta desaparecía sistemáticamente. Nunca había un solo pelo de perro, nunca una miga, ni el más mínimo olor… Para ser un yonqui, a Camille le parecía que se organizaba muy bien, hasta tal punto que incluso llegó a dudar de quién sería el destinatario de sus atenciones… Lo mismo era el chalado del guardia, que alimentaba por la gorra a su monocojónico… Tanteó un poco el terreno, pero no, Matrix sólo comía croquetas enriquecidas con vitamina B12 con una cucharada de aceite de ricino para el pelo. Las latas eran una mierda. ¿Por qué darle a tu perro algo que tú mismo no te comerías?
Eh, a ver, ¿por qué?
—Pero las croquetas será lo mismo, ¿no? Tú no te las comerías…
—¡Pues claro que me las como!
—Sí, anda ya…
—¡Te lo juro!
Lo peor de todo era que Camille lo creía. El monocojón y el mononeurona, mano a mano, mordisqueando croquetas de pollo y viendo una peli porno, en la garita recalentada, en plena noche. Claro que sí, cuadraba por completo.
Y así transcurrieron varios días. Algunas veces no venía. El pan se ponía duro y ahí seguían los cigarrillos. Otras veces, se pasaba por ahí pero no cogía nada más que la comida del perro… Demasiado colocado, o no lo suficiente como para poder darse un atracón… Otras veces, era Camille quien faltaba a la cita… Pero ya no se comía el coco con eso. Echaba un vistazo rápido al fondo del cuartito para saber si tenía que vaciar su bolsa de provisiones, y listo.
Tenía otras preocupaciones…
En el piso no había problema, la cosa funcionaba, con o sin carta magna, con o sin Myriam, con o sin manías compulsivas cada uno iba a su bola sin molestar a los demás. Se saludaban cada mañana, y se drogaban al volver a casa por la noche, sin armar jaleo. Costo, marihuana, vino peleón, incunables, María Antonieta o Heineken, cada uno con su vicio particular, y Marvin Gaye para todos.
Durante el día, Camille dibujaba y, cuando estaba en casa, Philibert le leía libros o le comentaba las fotos de familia:
—Éste es mi tatarabuelo… El joven a su lado es su hermano, Élie, y los que están delante son sus perros… Organizaban carreras de perros y era el cura, ese que está sentado ahí junto a la meta, el que proclamaba al ganador.
—Jopé, pues qué bien se lo pasaban, ¿no…?
—Y muy bien que hacían… Dos años más tarde se fueron al frente de las Ardenas, y seis meses después, murieron los dos…
No, donde la cosa no marchaba bien era en el curro… Para empezar, el tío de la quinta planta la abordó una noche preguntándole que si quería sujetarle el mango de la escoba. Jajá, estaba encantado con su broma, y la persiguió por toda la planta repitiendo: «¡Estoy seguro de que es usted! ¡Estoy seguro de que es usted!» Quita de en medio, gilipollas, que me estorbas.
«No, es ella», terminó por soltarle Camille, señalándole a SuperJosy, ocupada en contarse las varices.
Game over.
Y segundo, ya no soportaba a la Josy, justamente…
Era más tonta que Abundio, tenía un poco de poder y abusaba de él sin moderación (¡jefa de plantilla en Todoclean, ni que fuera el Pentágono!), sudaba, echaba perdigones al hablar, siempre estaba cogiendo capuchones de boli para hurgarse entre las muelas de atrás y sacarse hebras de carne, y en cada planta tenía que soltar un chiste racista, amparándose en Camille, pues era la única blanca del equipo aparte de ella.
Camille tenía que agarrarse muy fuerte a la fregona para no metérsela por un ojo, y un día le pidió que se tragara sus chorradas porque estaba empezando a tocarles las narices a todas.
—Anda, mira la otra con lo que sale… ¡Y mira cómo me habla! Para empezar, ¿qué coño pintas tú aquí? ¿Qué coño pintas tú con nosotras? ¿Nos estás espiando, o qué? Esto mismo me pregunté yo el otro día, mira tú por dónde… Que lo mismo te habían mandao los jefes para espiarnos o algo así… He visto en tu nómina dónde vives, y cómo hablas y todo eso… Tú no eres de los nuestros. Apestas a burguesa, apestas a dinero. ¡Vendida!
Las otras chicas no reaccionaban. Camille empujó su carrito y se alejó.
Se dio la vuelta y les espetó a las demás:
—A mí, lo que me diga ella me resbala porque la desprecio… Pero vosotras, vosotras sois subnormales… Si he rechistado ha sido por vosotras, para que dejara de humillaros, y no es que espere que me deis las gracias, eso también me la suda, pero al menos, podríais venir a limpiar los retretes conmigo… Porque por muy burguesa que sea, no es por nada pero siempre me toca a mí comerme ese marrón…
Mamadou hizo un ruido raro con la boca y soltó un enorme lapo a los pies de Josy, algo de verdad monstruoso. Después cogió su cubo, lo lanzó hacia delante, y le dio con él un golpe a Camille en el trasero:
—¿Cómo una chica con un culo tan pequeño puede tener la boca tan grande? Desde luego, nunca vas a dejar de asombrarme, chica…
Las otras mascullaron no se sabe qué y se dispersaron sin armar jaleo. Samia le traía sin cuidado. Lo de Carine ya le dolía más… A Carine la apreciaba… A Carine, que en realidad se llamaba Rachida, no le gustaba su nombre y le lamía el culo a una fascista. Pues sí que iba a llegar lejos, la niña…
A. partir de ese día, cambiaron las cosas. El trabajo seguía siendo una mierda, y el ambiente se volvió nauseabundo. Era ya demasiado…
Camille había perdido compañeras de trabajo, pero tal vez estaba ganando una amiga… Desde ese día, Mamadou la esperaba en la boca de metro y hacía equipo con ella. No daba ni golpe mientras Camille curraba por dos. No es que Mamadou lo hiciera aposta, no, sencillamente, la verdad, la pura verdad era que estaba demasiado gorda para ser eficaz. Lo que a ella le llevaba un cuarto de hora, Camille lo limpiaba en dos minutos, y además, a Mamadou le dolía todo el cuerpo. No era cuento. Su pobre mole ya no podía aguantar más todo eso: unos muslos monstruosos, unas tetas enormes, y un corazón más grande todavía. Éste se quejaba, y no le faltaba razón.
—Tienes que adelgazar, Mamadou…
—Sí, claro… ¿Y tú qué? ¿Cuándo vienes a mi casa a comer pollo «mafé»? —le replicaba a cada vez.
Camille le había propuesto un trato: yo doy el callo, pero tú me das conversación.
Estaba lejos de imaginarse lo lejos que la llevaría esa frasecita… La infancia en Senegal, el mar, el polvo, las cabritas, los pájaros, la miseria, los nueve hermanos, el misionero blanco que se quitaba el ojo de cristal para hacerles reír, su llegada a Francia en el 72 con su hermano Léopold, su trabajo de barrendera, el fracaso de su matrimonio, su marido, que con todo era un buen hombre, sus hijos, su cuñada, que se pasaba las tardes por ahí de tiendas mientras ella tenía que apechugar con todo el trabajo, el vecino que se había vuelto a cagar de nuevo, pero esta vez en la escalera, las fiestas que solían montar en casa, los problemas, su prima hermana, Germaine, que se ahorcó el año anterior, dejando huérfanas a dos gemelitas preciosas, los domingos por la tarde en la cabina telefónica, los trajes típicos africanos, las recetas de cocina y mil imágenes más de las que Camille nunca se cansaba. Ya no necesitaba leer el Courrier International, ni al poeta senegalés Senghor, ni la edición de Seine-Saint-Denis de Le Parisien, bastaba pasar más veces la fregona y abrir los oídos de par en par. Y cuando Josy se dejaba caer por ahí (lo cual no era frecuente), Mamadou se agachaba, pasaba un poquito el trapo por el suelo y esperaba a que se disipara el olor antes de incorporarse.
Confidencia tras confidencia, Camille se atrevió a hacer preguntas más indiscretas. Su compañera le contaba cosas horribles, o que por lo menos a Camille le parecían horribles, con una tranquilidad que la dejaba pasmada.
—¿Pero cómo te las apañas? ¿Cómo lo aguantas? ¿Cómo lo haces? Tu vida es un infierno…
—Anda, anda, anda… No hables de lo que no sabes. El infierno es mucho peor que eso… El infierno es cuando ya no puedes ver a la gente que quieres… Todo lo demás no importa… Oye, ¿quieres que vaya a buscarte trapos limpios?
—Pero seguro que podrías encontrar un curro más cerca de tu casa… Tus hijos no deberían quedarse solos por la noche, nunca se sabe lo que puede pasar…
—Está mi cuñada.
—Pero me dices que no puedes contar con ella…
—A veces, sí…
—Todoclean es una gran empresa, seguro que podrías encontrar alguna oficina más cerca de tu casa… ¿Quieres que te ayude? ¿Que lo pregunte por ti? ¿Que escriba a la dirección de personal? —dijo Camille levantándose del suelo.
—No. ¡No muevas un dedo, loca! La Josy es como es, pero hace la vista gorda en muchas cosas, ¿sabes…? Parlanchina y gorda como soy, ya me puedo considerar afortunada por tener trabajo… ¿Te acuerdas de la revisión médica que pasamos en septiembre? El idiota del medicucho ese… Me la quiso liar porque según él tenía el corazón ahogado en grasa, o no sé qué me dijo… Bueno, pues la que me sacó las castañas del fuego fue ella, así que ya te digo que sobre todo no muevas un dedo…
—Espera un momento… ¿Hablamos de la misma persona? ¿De la gilipollas que te trata siempre como a una mierda?
—¡Que sí, mujer, que sí hablamos de la misma! —dijo Mamadou riéndose—. Yo sólo conozco a una. ¡Y menos mal, oye!
—¡Pero si acabas de escupirle!
—¿Pero dónde has visto tú eso? —preguntó, enfadada—. ¡No le he escupido! Yo no me permitiría algo así…
Camille vació la papelera en silencio. La de matices que había en la vida, oye…
—Pero bueno, es muy amable por tu parte. Eres una chica maja tú… Una noche tienes que venir a mi casa para que mi hermano te haga venir una vida bonita, con un amor definitivo y muchos hijos.
—Bah…
—¿Cómo que «bah»? ¿No quieres hijos?
—No.
—No digas eso, Camille. Que vas a atraer el mal de ojo…
—El mal de ojo ya está aquí…
Mamadou la miró, furiosa:
—Debería darte vergüenza decir esas cosas… Tienes trabajo, una casa, dos brazos, dos piernas, un país, un novio…
—¿Cómo?
—¡Ah, ah! —exclamó Mamadou, feliz—. ¿Te crees que no te he visto abajo con Nourdine? Siempre alabándole el perro… ¿Te crees que los ojos también los tengo ahogados en grasa, o qué, chica?
Y Camille se puso colorada.
Para complacer a Mamadou.
Nada más y nada menos que Nourdine, que esa noche estaba de los nervios, y aún más morcillón que nunca, embutido en su uniforme de justiciero, Nourdine que excitaba a su perro, y se creía Harry el sucio…
—¿Pero qué le pasa a este animal? —le preguntó Mamadou—. ¿Por qué gruñe de esta manera?
—No sé qué es, pero aquí hay algo raro… No os quedéis por aquí, chicas. No os quedéis por aquí…
¡Ah, estaba en su salsa, Nourdine…! Sólo le faltaban las Ray-Ban y el Kalachnikov…
—¡Que no os quedéis aquí, os digo!
—Eh, tío, tranquilo —le contestó Mamadou—, no te pongas así…
—¡Tú, bola de grasa, déjame hacer mi trabajo! ¡Yo no te digo a ti cómo tienes que pasar la fregona!
Así era Nourdine, genio y figura hasta la sepultura…
Camille hizo como que cogía el metro con ella, pero luego subió las escaleras y salió por la otra puerta. Dio dos vueltas a la manzana y los encontró por fin en el zaguán de una tienda. El chico estaba sentado, con la espalda apoyada en el escaparate, y el perro dormía sobre sus rodillas.
—¿Estás bien? —le preguntó Camille con naturalidad.
El chico levantó los ojos y tardó un momento en reconocerla.
—¿Eres tú?
—Sí.
—¿También las provisiones?
—Sí.
—Ah, pues gracias…
—…
—¿El loco ese va armado?
—Ni idea…
—Bueno, pues… Hasta luego…
—Te puedo enseñar un sitio para dormir, si quieres…
—¿Una casa okupada?
—Algo así…
—¿Quién hay dentro?
—Nadie…
—¿Está lejos?
—Cerca de la Torre Eiffel…
—No.
—Como quieras…
Apenas había dado tres pasos cuando se oyó la sirena de un coche de la policía que se paraba delante de un Nourdine hecho un manojo de nervios. El chico la alcanzó en el bulevar:
—¿Qué quieres a cambio?
—Nada.
Ya no había metro. Caminaron hasta la parada del búho.
—Sube tú primero y déjame al perro… A ti no te dejará subir con él… ¿Cómo se llama?
—Barbès…
—Ahí fue donde lo encontré, en el barrio de Barbès…
—Ah, ya, como el osito Paddington…
Camille cogió al perro en brazos y le dedicó una sonrisa de oreja a oreja al conductor, aunque a éste le traía sin cuidado.
Se reunieron atrás del todo.
—¿De qué raza es?
—¿Tenemos que hablar a la fuerza?
—No.
—He vuelto a poner un candado, pero está de adorno, más que nada… Toma, la llave. Sobre todo no la pierdas, no tengo más que ésta…
Camille abrió la puerta y añadió tranquilamente:
—En las cajas todavía hay algo de comida… Arroz, salsa de tomate y galletas, creo… Ahí tienes mantas… Aquí está el radiador eléctrico… No lo pongas muy fuerte porque salta… En el pasillo tienes un retrete. Normalmente tendrías que ser el único en usarlo. Digo «normalmente», porque he oído ruidos ahí enfrente pero nunca he visto a nadie… Y… ¿qué más? ¡Ah, sí! Hace tiempo viví con un yonqui, así que sé exactamente lo que va a pasar. Sé que un día, mañana tal vez, habrás desaparecido y te habrás llevado todo lo que hay aquí. Sé que intentarás venderlo todo para pegarte la gran vida un tiempo. El radiador, la cocina, el colchón, el paquete de azúcar, las toallas, todo… Bueno… Eso ya lo sé. Lo único que te pido es que seas discreto. Esta buhardilla no es mía… Así que te pido por favor que no me metas en un lío… Si sigues aquí mañana, iré a hablar con la portera para que te deje en paz. Y nada más.
—¿Quién ha pintado eso? —preguntó el chico, señalando el trampantojo. Una inmensa ventana abierta sobre el Sena con una gaviota posada en el balcón…
—Yo…
—¿Has vivido aquí?
—Sí.
Barbès inspeccionó el lugar con desconfianza, y luego se acurrucó sobre el colchón.
—Bueno, yo me voy ya…
—Oye.
—¿Qué?
—¿Por qué?
—Porque a mí me pasó exactamente lo mismo… Estaba en la calle y alguien me trajo aquí…
—No me quedaré mucho tiempo…
—Me trae sin cuidado. No digas nada. De todas maneras, nunca decís la verdad…
—Sigo un tratamiento en una clínica…
—Sí, seguro… Hala… Que sueñes con los angelitos…