7

Con las manos en los bolsillos y el cuello estirado, Camille daba saltitos debajo del panel de información cuando una voz conocida le dio el dato que buscaba:

—Tren procedente de Nantes. Efectuará su llegada a las 20:35 por la vía 9. Se calcula un retraso de unos quince minutos… Como de costumbre…

—¡Anda! ¿Estás aquí?

—Pues sí… —añadió Franck—. He venido de carabina… ¡Anda, pero si te has puesto guapa! ¿Y esto qué es? ¿Me equivoco o te has pintado los labios?

Camille escondió su sonrisa entre los agujeros de su bufanda.

—Mira que eres tonto…

—No, estoy celoso. Por mí nunca te pintas los labios…

—No es pintalabios, es una cosa para cuando tienes los labios cortados…

—Mentirosa. Enséñamela…

—No. ¿Sigues de vacaciones?

—Mañana por la noche vuelvo al curro…

—¿Ah, sí? ¿Qué tal tu abuela? ¿Bien?

—Sí.

—¿Le diste mi regalo?

—Sí.

—¿Y qué dijo?

—Pues dijo que para dibujarme tan bien, tienes que estar loca por mí…

—Anda ya…

—¿Vamos a tomar algo?

—No. Llevo todo el día encerrada en casa… Me voy a sentar aquí, a mirar a la gente…

—¿Puedo echar una ojeada contigo?

Se acurrucaron pues en un banco, entre un quiosco de prensa y una máquina validadora de billetes, y observaron el gran carrusel de viajeros apresurados.

—¡Hala, chaval! ¡Corre! Huy, por poco… Demasiado tarde…

—¿Un euro? No. Un cigarro si quieres…

—¿Me podrías explicar por qué son siempre las chicas con peor tipo las que llevan pantalones de talle bajo? Yo es que no lo entiendo…

—¿Un euro? ¡Eh, tío, que ya me has preguntado antes!

—Eh, mira a la viejita esa con su peinado de rulos, ¿te has traído el cuaderno? ¿No? Qué pena… Y ese de ahí… Mira qué contento parece de ver a su mujer…

—Es sospechoso —opinó Camille—, debe de ser su amante…

—¿Por qué dices eso?

—Un hombre que llega a la ciudad con un maletín y se precipita sobre una mujer con abrigo de piel, besándola en el cuello… Hazme caso, es sospechoso…

—Qué va… a lo mejor es su mujer, ¿no?

—¡Que no, hombre, que no! ¡Su mujer está en casita, y a la hora que es estará acostando a los niños! Mira, ésa sí que es una pareja de verdad —rió Camille con malicia señalándole a un hombre y una mujer muy vulgares que discutían a gritos junto al andén…

Franck negó con la cabeza:

—Eres una pesimista…

—Y tú, un sentimental…

Entonces pasaron delante de ellos dos viejitos a paso de burra, encorvados, tiernos, cautelosos, y cogiditos del brazo. Franck le dio un codazo a Camille:

—¿Y ahora qué me dices?

—Esto merece una reverencia…

—Me encantan las estaciones.

—A mí también —dijo Camille.

—Para conocer un país, no hace falta hacer el chorra en un autocar de turistas, basta visitar las estaciones y los mercados y con eso ya lo entiendes todo…

—Estoy totalmente de acuerdo contigo… ¿Tú en qué sitios has estado?

—En ninguno…

—¿Nunca has salido de Francia?

—Estuve dos meses en Suecia… De cocinero en la embajada… Pero fue en invierno y no vi nada. Allí no se puede beber… No hay bares, no hay nada…

—Pero… ¿y la estación? ¿Y los mercados?

—Nunca vi la luz del día…

—¿Te gustó? ¿De qué te ríes?

—De nada…

—Cuéntamelo…

—No.

—¿Por qué?

—Porque no…

—Oh, oh… Aquí hay una historia de faldas…

—No.

—Mentiroso, te lo veo en la… en cómo te está creciendo la nariz…

—Bueno, qué, ¿vamos? —dijo, señalándole los andenes.

—Antes cuéntame…

—Pero si no es nada… Son chorradas…

—¿Te tiraste a la mujer del embajador, es eso?

—No.

—¿A su hija?

—¡Sí! ¡Has acertado! ¿Qué, estás contenta?

—Muy contenta —asintió Camille—, ¿y era mona?

—Un cardo borriquero.

—Anda ya…

—Sí. No se hubiera fijado en ella ni un sueco que se hubiera largado a Dinamarca a cogerse una buena cogorza…

—¿Entonces por qué lo hiciste? ¿Por compasión? ¿Por capricho?

—Por crueldad…

—Cuenta.

—No. A no ser que me digas que te has equivocado y que la rubia de antes era de verdad su mujer…

—Me he equivocado: la puta del abrigo de piel de nutria sí que era su mujer. Llevan dieciséis años casados, tienen cuatro hijos, se adoran, y ahora mismo ella debe de estar precipitándose sobre su bragueta en el ascensor del aparcamiento sin perder de vista el reloj porque se dejó un guiso de ternera en el horno antes de irse y le gustaría hacerle llegar al orgasmo antes de que se le quemen los puerros…

—Anda ya… ¡El guiso de ternera no lleva puerros!

—¿Ah, no?

—Lo confundes con el potaje…

—Bueno, ¿y qué pasó con la sueca?

—Que no era sueca, era francesa te digo… De hecho, la que me ponía era su hermana… Una princesita demasiado mimada… Una colegiala vestida a lo Spice Girl y más caliente que la boca del infierno… Supongo que ella también debía de aburrirse… Y para pasar el rato, venía a sentar su culito sobre nuestros fogones. Provocaba a todo quisque, mojaba el dedo en mis salsas y se lo chupaba lentamente mirándome con lascivia… Ya me conoces, soy un tío más bien simple, así que un día la pillé por banda en el sótano, y la muy gilipollas se puso a gritar. Que se lo iba a contar a su padre y tal… Madre mía, soy un tío más bien simple, vale, pero no me gustan las calientapollas… Así que me tiré a su hermana mayor para darle una lección…

—¡Pero eso para la fea es una putada!

—Para los feos todo es una putada, eso ya lo sabes…

—¿Y después?

—Después me largué…

—¿Por qué?

—…

—¿Incidente diplomático?

—Si quieres llamarlo así… Venga, ahora sí que nos vamos…

—A mí también me gusta que me cuentes historias…

—Sí, no veas qué historia…

—¿Tienes muchas más así?

—No. ¡Normalmente prefiero currármelo para liarme con la guapa!

—Tendríamos que ir más allá —gimió Camille—, si coge las escaleras de allí y sube hacia los taxis, nos vamos a cruzar…

—Tú tranqui… Conozco a Philou… Siempre sigue todo recto hasta que se choca con un poste, luego se disculpa y levanta la cabeza para ver dónde está la salida…

—¿Seguro?

—Que sí, hombre… Eh, tía, tranqui… ¿Estás enamorada, o qué?

—No, pero ya sabes cómo son estas cosas… Sales del vagón con todos tus bártulos. Estás un poco grogui, un poco desanimado… No esperas a nadie y ¡zas!, de repente ves a alguien ahí, al final del andén, esperándote… ¿Tú nunca has soñado con eso?

—Yo es que no sueño…

—Yo es que no sueño —repitió ella, poniendo un tono macarra—, yo es que no sueño y no me gustan las calientapollas. Estás avisada, nena…

Franck parecía consternado.

—Eh, mira —añadió Camille—, creo que es ese de ahí…

Estaba en la otra punta del andén y tenía razón Franck: era el único que no llevaba vaqueros, ni zapatillas de deporte, ni bolsón, ni maleta con ruedas. Iba muy tieso, caminando despacio, y en una mano llevaba una gran maleta de cuero sujeta con una correa y en la otra, un libro aún abierto…

Camille dijo sonriendo:

—No, no estoy enamorada de él, pero ¿sabes?, es el hermano mayor que me hubiera encantado tener…

—¿Eres hija única?

—No… no lo sé —murmuró, precipitándose hacia su adorado zombi bizco.

Éste, por supuesto, estaba confuso, por supuesto tartamudeó, por supuesto soltó su maleta, que fue a caer sobre los pies de Camille, por supuesto se deshizo en mil disculpas, a la vez que se le caían las gafas. Por supuesto.

—Oh, Camille, no exagere… Parece usted un cachorrito, pero, pero…

—No me hables, está insoportable… —masculló Franck.

—Anda, coge su maleta —le ordenó Camille mientras se colgaba del cuello de Philibert—. ¿Sabes?, tenemos una sorpresa para ti…

—Una sorpresa, Dios mío, no… No… no me gustan mucho las sorpresas, no e… era necesario…

—¡Eh, tortolitos! ¿Os importa no ir tan rápido? Es que aquí, el mozo de las maletas está un poco cansado… ¡Joder, tío, ¿pero qué llevas aquí?! ¿Una armadura, o qué?

—Oh, unos cuantos libros… Nada más…

—Joder, Philou, pero si ya tienes miles, tío… ¿Éstos no podías habértelos dejado en el castillo?

—Caramba, nuestro amigo parece estar en forma… —le dijo a Camille al oído—, y usted, ¿qué tal?

—¿Usted? ¿A quién te refieres?

—Pues… a usted, claro…

—¿Cómo?

—¿T… tú?

—¿Yo? —dijo Camille, sonriendo—, muy bien. Me alegro de que estés aquí…

—Yo también… ¿Ha ido todo bien? ¿No ha habido que cavar trincheras en el piso? ¿Ni poner alambradas? ¿Ni sacos terreros?

—Ningún problema. Ahora mismo tiene una novia…

—Ah, muy bien… ¿Y qué tal las fiestas?

—¿Qué fiestas? ¡La fiesta es esta noche! De hecho, nos vamos por ahí a cenar… ¡Invito yo!

—¿Dónde? —refunfuñó Franck.

—¡A La Coupole!

—Oh, no… Eso no es un restaurante, es una fábrica de comida…

Camille frunció el ceño y declaró:

—Sí. A La Coupole. A mí me encanta ese sitio… No se va por la comida, sino por el sitio en sí, el ambiente, la gente y para estar juntos…

—¿Qué quiere decir eso de «no se va por la comida»? ¡Lo que hay que oír!

—Bueno, pues si no te quieres venir, peor para ti, pero yo invito a Philibert. ¡Podéis tomároslo como mi primer capricho del año!

—No habrá sitio…

—¡Que sí, hombre! Y si no, esperaremos en el bar…

—¿Y la biblioteca del señor marqués? ¿Me toca a mí tragármela hasta allí?

—No hay más que dejarla en la consigna y ya vendremos luego a buscarla…

—Anda… ¡joder, Philou! ¡Di tú algo!

—¿Franck?

—¿Qué?

—Tengo seis hermanas…

—¿Y?

—Entonces te lo diré muy clarito: abandona. Las que mandan son las mujeres…

—¿Y eso quién lo dice?

—La sabiduría popular…

—¡Y dale! ¡Ya estáis otra vez! Joder, qué pesados sois con tanto refrán…

Franck se calmó cuando Camille lo cogió a él también del brazo. En el bulevar Montparnasse, la gente se apartaba para dejarlos pasar.

De espaldas estaban muy lindos los tres…

A la izquierda, un chico alto y delgado, con una pelliza a lo doctor Zhivago, a la derecha, uno bajito y cachas, con una cazadora Lucky Strike, y en medio, una chica que charlaba animadamente, reía, daba saltitos y soñaba en secreto con que la levantaran en volandas, diciendo: «¡A la de una! ¡A la de dos, y a la deeeee… tres! ¡Arribaaaaa!…»

Se apretaba contra ellos con todas sus fuerzas. Todo su equilibrio estaba ahí ese día. Ni delante, ni detrás, sino ahí. Justo ahí. Entre esos dos codos bonachones…

El chico alto y delgado inclinaba ligeramente la cabeza, y el bajito cachas hundía los puños en los bolsillos gastados de su cazadora.

Los dos, sin ser tan conscientes de ello, pensaban exactamente lo mismo: nosotros tres, aquí, ahora, hambrientos, juntos, y que venga lo que tenga que venir…

Durante los primeros diez minutos, Franck estuvo insoportable, criticando por turnos la carta, los precios, el servicio, el ruido, los turistas, los parisinos, los americanos, los que fumaban, los que no fumaban, los cuadros, los bogavantes, a su vecina, su cuchillo y la estatua inmunda que seguramente le quitaría el apetito.

Camille y Philibert se reían.

Después de una copa de champán, dos de vino, y seis ostras, por fin cerró el pico.

Philibert, que no tenía costumbre de beber, se reía todo el rato y sin ningún motivo. Cada vez que volvía a dejar la copa sobre la mesa, se limpiaba la boca, e imitaba al cura de su pueblo, soltando sermones místicos y torturados antes de concluir: «Aaaamén, ahhh, pero qué bien se está con vosotros…» Respondiendo a sus súplicas, les habló de su pequeño reino húmedo, de su familia, de las inundaciones, de la cena de fin de año en casa de sus primos integristas, y de paso les explicó numerosos ritos y costumbres alucinantes con un humor serio que les encantó.

Franck, sobre todo, abría unos ojos como platos y repetía «Anda ya… ¡No puede ser! ¿¿En serio??» cada dos por tres:

—Dices que son novios desde hace dos años y que nunca han… Anda ya… No me lo creo…

—Deberías hacer teatro —lo apremiaba Camille—, estoy segura de que serías un showman buenísimo… Tienes tanto vocabulario, y cuentas las cosas con tanto humor… Tanta distancia… Tendrías que hacer un monólogo sobre el encanto especial de la vieja nobleza francesa, o algo por el estilo…

—¿Tú… tú crees?

—¡Estoy segura! ¿Verdad que sí, Franck? Pero… ¿no me habías hablado de una chica del museo que quería llevarte a sus clases?

—Sí, en e… efecto… pero, pero t… tartamudeo demasiado…

—No, cuando estás contando algo no tartamudeas…

—¿De… de verdad lo creéis?

—Sí. ¡Venga! ¡Es tu buen propósito del año! —dijo Franck, haciendo un brindis—. ¡Al escenario, monseñor! Y no te quejes, ¿eh?, porque tu propósito no es nada difícil de cumplir…

Camille les pelaba las gambas, quebraba patas, pinzas y caparazones, y les preparaba unas tostas deliciosas. Desde muy pequeña le encantaban las fuentes de marisco porque siempre había mucho que hacer y poco que comer. Con una montaña de hielo picado entre ella y sus interlocutores, podía dar el pego durante toda la comida sin que nadie se metiera con ella o le diera la tabarra. Y de nuevo aquella noche, cuando ya llamaba al camarero para pedirle otra botella, estaba muy lejos de haber hecho honor a su ración. Se enjuagó los dedos, cogió una rebanada de pan de centeno, y apoyó la espalda en la pared cerrando los ojos.

Clic clac.

Que nadie se mueva.

Momento suspendido en el tiempo.

Felicidad.

Franck hablaba de carburadores con Philibert, que lo escuchaba pacientemente demostrando así, una vez más, su exquisita educación y su gran corazón:

—Desde luego, 89 euros no es poco —decía muy serio, asintiendo con la cabeza—, y… ¿qué opina tu amigo el… el gordo ese…?

—¿El gordo de Titi?

—¡Sí, ése!

—Huy, a Titi se la suda… Pedazos de chatarra así, tiene los que quiere y más…

—Naturalmente —contestó Philibert, sinceramente afligido—, el gordo de Titi es el gordo de Titi…

No lo decía en plan de burla. En sus palabras no había la más mínima ironía. El gordo de Titi era el gordo de Titi, y no había más que hablar.

Camille preguntó quién quería compartir unas crêpes flambeadas con ella. Philibert prefería un sorbete y Franck tomó sus precauciones:

—Espera, espera… ¿Tú qué tipo de tía eres? ¿De las que dicen «compartimos» y luego se ponen moradas haciéndose las finas? ¿De las que dicen «compartimos» y apenas prueban la tarta? ¿O de las que dicen «compartimos» y comparten de verdad?

—Arriésgate y lo sabrás…

—Mmm, están riquísimas…

—Qué va, están recalentadas, son demasiado gruesas y les han puesto demasiada mantequilla… Ya te las haré yo algún día y verás qué diferencia…

—Cuando quieras…

—Cuando te portes bien.

Philibert se daba perfecta cuenta de que algo había cambiado, pero no sabía muy bien qué.

No era el único.

Y eso era lo gracioso…

Como Camille insistía, y las mujeres son las que mandan, hablaron de dinero: ¿quién paga qué, cuándo y cómo? ¿Quién hace la compra? ¿Cuánto se le da a la portera de aguinaldo? ¿Qué nombres ponemos en el buzón? ¿Instalamos una línea telefónica? ¿Nos dejamos amedrentar por las cartas exasperadas del Tesoro Público? ¿Y la limpieza? Cada uno su habitación, vale, ¿pero por qué le tocaba siempre a ella o a Philou el marrón de limpiar la cocina y el cuarto de baño? Hablando del cuarto de baño, hace falta una papelera, ya me ocupo yo… Tú, Franck, a ver si reciclas tus latas de cerveza, y ventila de vez en cuando tu habitación porque si no, nos va a dar algo a todos… Y el retrete, tres cuartos de lo mismo. Se ruega bajar la tapa del váter, y cuando ya no quede papel higiénico, se avisa. Bueno, y también podríamos comprarnos un aspirador en condiciones, digo yo… La escoba de paja del año de la tana tiene su encanto, pero sólo hasta cierto punto… Y… ¿algo más?

—¿Qué, Philou, entiendes ahora por qué te decía yo que no dejaras que se te colara una chica en casa? ¿Has visto en qué jaleo nos ha metido? Y tú espera, que esto no ha hecho más que empezar…

Philibert Marquet de la Durbellière sonreía. No, no lo entendía. Acababa de pasar quince días humillantes bajo la mirada exasperada de su padre, que ya no lograba ocultar su desaprobación. Un hijo primogénito a quien no interesaban ni las tierras, ni los bosques, ni las mujeres, ni las finanzas y menos aún su rango social. Un incapaz, un tontorrón que vendía postales para el Estado y tartamudeaba cuando su hermana pequeña le pedía que le pasara la sal. El único heredero del título y ni siquiera era capaz de mostrar un poco de aplomo cuando se dirigía al guarda forestal. No, él no se merecía un hijo así, se decía cada mañana rechinando los dientes cuando lo sorprendía a cuatro patas en la habitación de Blanche jugando a las muñecas con ella…

—¿No tiene nada mejor que hacer, hijo mío?

—No, padre, p… pero dígame, si m… me necesita para algo…

Pero salió de la habitación dando un portazo antes de que Philibert tuviera tiempo de terminar la frase.

—¿Vale que tú hacías la comida y yo iba a la compra? ¿Y vale que tú hacías gofres y después íbamos al parque a sacar de paseo a los bebés…?

—Sí, bonita, vale, lo que tú quieras…

Para él, Blanche o Camille eran la misma cosa: chiquillas que lo querían y a veces le daban besitos. Y a cambio de eso, estaba dispuesto a tragarse el desprecio de su padre y a comprar cincuenta aspiradores si era necesario.

No había ningún problema.

Como le gustaban los manuscritos, los juramentos, los pergaminos, los mapas y otros tratados, fue Philibert quien apartó las tazas de café y sacó una hoja de su maletín, sobre la que escribió ceremoniosamente: «Carta Magna de la avenida Émile Deschanel para uso de sus ocupantes y demás visit…»

Aquí se interrumpió:

—¿Y quién era Émile Deschanel, niños?

—¡Un presidente de la República!

—No, ése se llamaba Paul. Émile Deschanel era un hombre de letras, profesor en la Sorbona y destituido a causa de su obra Catolicismo y socialismo… O al revés, ya no me acuerdo… De hecho, a mi abuela le sentaba un poco mal que en sus tarjetas de visita apareciera el nombre de este canalla… Bueno, esto… ¿por dónde iba?

Retomó punto por punto todo cuanto se había decidido, incluido el papel higiénico y las bolsas de basura, y les pasó el nuevo protocolo para que cada uno pudiera añadir sus propias convenciones.

—Estoy hecho todo un jacobino… —suspiró.

Franck y Camille dejaron sus copas de vino de mala gana y escribieron muchas tonterías…

Imperturbable, Philibert sacó su lacre, sobre el que fijó el sello de su anillo ante la mirada pasmada de los otros dos, y luego dobló la hoja en tres y se la guardó con total naturalidad en el bolsillo de su chaqueta.

—Oye… ¿siempre vas por ahí con tus bártulos de Luis XIV encima? —preguntó Franck por fin, meneando la cabeza en un gesto de incredulidad.

—Mi lacre, mi sello, mis sales, mis escudos de oro, mi plastrón y mis venenos… Desde luego que sí, querido amigo…

Franck, que había reconocido a uno de los camareros, fue a echar una ojeada a las cocinas.

—Sigo diciendo, una fábrica de comida. Pero una fábrica bonita, eso sí.

Camille se apoderó de la cuenta, que sí, que sí, insisto, vosotros pasaréis la aspiradora, recuperaron la maleta, pasando por encima de los cuerpos de algunos mendigos tumbados aquí y allá, Lucky Strike se subió a su moto, y los otros dos llamaron a un taxi.