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Fueron juntos a comprar una lavadora ultraperfeccionada y la pagaron a medias. Franck se puso contentillo cuando el vendedor le replicó: «Pero si la señora tiene toda la razón…», y la llamó querida todo el tiempo que duró la explicación.

—La ventaja de estos aparatos combinados —recitaba el charlatán—, de los «dos en uno», si prefieren llamarlo así, es evidentemente lo que ganamos en espacio… Desgraciadamente todos sabemos cómo son las viviendas de las jóvenes parejas hoy en día…

—¿Le decimos que lo nuestro consiste en un trío de hecho y que compartimos un piso de 400 metros cuadrados? —murmuró Camille, cogiéndolo por el brazo.

—Cariño, por favor… —contestó Franck irritado—, déjame escuchar lo que dice el señor…

Camille insistió en que la dejara enchufada antes de que volviera Philibert, «si no verás cómo se agobia» y se tiró toda una tarde limpiando una habitacioncita junto a la cocina que antes debía de recibir el nombre de «lavadero»…

Descubrió montones y montones de sábanas, trapos bordados, manteles, delantales y servilletas de nido de abeja… Trozos viejos y duros de jabón, y productos resecos dentro de unas cajas preciosas: cristales de sodio, aceite de lino, albayalde, alcohol para limpiar pipas, cera de la abadía de Saint-Wandrille, almidón Remy, suaves al tacto como piezas de un puzzle de terciopelo… Una impresionante colección de cepillos de todos los tipos y tamaños, un plumero tan bonito que parecía una sombrilla, un molde de madera de boj para que los guantes no se deformaran, y una especie de raqueta de mimbre para sacudir las alfombras.

Concienzudamente, Camille alineaba todos esos tesoros, plasmándolos en un gran cuaderno.

Se había empeñado en dibujarlo todo para poder regalárselo a Philibert el día que tuviera que dejar la casa.

Cada vez que Camille se ponía a ordenar un poco, terminaba sentada en el suelo, enfrascada en enormes sombrereras llenas de cartas y fotos, y se tiraba horas con atractivos bigotudos de uniforme, señoras que parecían sacadas de un cuadro de Renoir, y niños vestidos de nenas, que con cinco años posaban con la mano derecha apoyada en un caballo balancín, a los siete, en un aro, y en una Biblia a los doce, con los hombros un poco ladeados para exhibir sus bonitos brazaletes de pequeños comulgantes tocados por la gracia del Señor…

Sí, le encantaba ese lugar, y a menudo ocurría que diera un respingo al consultar su reloj, tuviera que correr por los pasillos del metro, y aguantar la bronca de Superjosy mientras ésta le señalaba la hora que marcaba su propio reloj… Pero bah…

—¿Dónde vas?

—A currar, llego súper tarde…

—Abrígate bien, no veas la rasca que hace…

—Sí, papá… Por cierto… —añadió Camille.

—¿Qué?

—Mañana vuelve Philou…

—¿Ah, sí?

—He pedido el día libre… ¿Vas a estar en casa?

—No sé…

—Bueno…

—Ponte al menos una bufan…

Ya se había cerrado la puerta…

«A ver si se aclara», refunfuñó Franck, «si la cuido, mal hecho, si le digo que se abrigue, se burla de mí. Joder, esta tía va a acabar conmigo…»

Año nuevo, y las mismas pejigueras de siempre. Las mismas enceradoras que pesaban como muertos, los mismos aspiradores con la bolsa siempre llena, los mismos cubos numerados («¡Así se acabaron las peleas, chicas!»), los mismos productos entregados con cuentagotas, los mismos lavabos atascados, la misma Mamadou encantadora, las mismas compañeras cansadas, la misma Josy nerviosa… Todo igual.

Camille se encontraba mejor, y se afanaba menos. Había dejado los pedruscos en la puerta, había vuelto al trabajo, disfrutaba más de la luz del día, y ya no encontraba tantos motivos para vivir al revés… Era por la mañana cuando más productiva era, ¿y cómo trabajar por la mañana cuando nunca se iba a la cama antes de las dos o las tres de la madrugada, exhausta por un curro agotador?

Sentía un cosquilleo en las manos, y su cerebro parecía efervescente: Philibert estaba a punto de volver, Franck era soportable, los atractivos del piso, inestimables… Una idea le rondaba la cabeza… Una especie de fresco… bueno, un fresco no, qué palabra más grandilocuente… Más bien una evocación… Sí, eso, una evocación. Una crónica, una biografía imaginaria del lugar en el que vivía… Había en él tanta materia, tantos recuerdos… No sólo los objetos. No sólo las fotos, sino una ammósfera, como diría Franck… Murmullos, palpitaciones… Todos esos libros, esos tapices, esas molduras arrogantes, esos interruptores de porcelana, esos cables pelados, esos calentadores de metal, esos frasquitos de cataplasmas, esas hormas a medida y todas esas etiquetas amarillentas…

El ocaso de un mundo…

Philibert les había avisado: un día, quién sabe si mañana, tendrían que marcharse, coger su ropa, sus libros, sus discos, sus recuerdos, sus dos Tupper amarillos y abandonarlo todo.

¿Y después? ¿Quién sabe? En el mejor de los casos, el reparto; en el peor, a venderlo todo de cualquier manera u organizar un Rastrillo… Por supuesto, el reloj de pared y las chisteras encontrarían comprador, ¿pero quién se preocuparía del alcohol para limpiar pipas, los pesados pliegues de las cortinas, la cola de caballo con su pequeño exvoto In memoriam Venus, 1887-1912, espléndida alazana de cabeza moteada, y el culín de quinina en su frasco azul, sobre el poyete del cuarto de baño?

¿Convalecencia? ¿Somnolencia? ¿Dulce demencia? Camille no sabía ni cómo ni cuándo se le había ocurrido esa idea, pero hete aquí que se había forjado la pequeña convicción de bolsillo —¿o tal vez, por qué no, se la habría soplado el marqués?— de que todo eso, esa elegancia, ese mundo agonizante, ese museíto de artes y tradiciones burguesas sólo esperaba su llegada, su mirada, su dulzura y su pluma embelesada para resignarse por fin a desaparecer…

Esa idea descabellada iba y venía, desaparecía durante el día, ahuyentada a menudo por una avalancha de rictus burlones: pero hija mía… ¿de qué vas? ¿Y quién te crees que eres? Y a ver, dime, ¿a quién podría interesarle todo esto?

Pero por la noche… ¡Ah, por la noche! Cuando volvía de sus rascacielos horrorosos donde se había pasado la mayor parte del tiempo en cuclillas delante de un cubo, limpiándose el moquillo con la manga de su bata de nailon, cuando se había agachado una y mil veces para tirar vasitos de plástico y papelajos, cuando había recorrido kilómetros de subterráneos de luces macilentas en los que insípidos graffiti no conseguían cubrir este tipo de cosas: «¿Y él? ¿Qué siente cuando está dentro de ti?», cuando dejaba sus llaves en la consola de la entrada y atravesaba ese enorme piso de puntillas, Camille no podía no oír todas esas voces: «Camille… Camille…» chirriaba el parqué, «Retennos…», suplicaban las antiguallas, «¡Demonios! ¿Por qué los Tupper y no nosotros?», se indignaba el viejo general fotografiado en su lecho de muerte. «¡Tiene razón! ¿Por qué?», exclamaban a coro a su vez los botones de cobre y las astrosas costuras.

Entonces Camille se sentaba a oscuras y, lentamente, se liaba un cigarrillo para calmar las voces. Primero, me traen sin cuidado los Tupper, segundo, estoy aquí, no tenéis más que despertarme antes de mediodía, panda de listillos

Y se ponía a pensar en el príncipe Salina que volvía solo, a pie, después del baile… El príncipe, que venía de asistir, impotente, al declive de su mundo y que, al ver la carcasa sanguinolenta de un buey en la calzada, imploraba al Cielo que no se demorara demasiado…

El tío de la quinta planta le había dejado una caja de bombones Mon Chéri de su parte. Será chalado, se rió Camille, y se los regaló a su jefa preferida. Dejó que el muñecajo hirsuto le diera las gracias por ella: «Vaya, muchas gracias, pero dígame una cosa… ¿no los tendría de licor por un casual?»

Jajá, qué graciosa soy, suspiró Camille dejando su dibujo sobre la mesa, pero qué graciosa soy

Y así, con ese estado de ánimo medio soñador medio burlón, con un pie en El Gatopardo y el otro en el arroyo, Camille abrió la puerta del cuartito situado detrás de los ascensores donde guardaban los bidones de lejía y todos sus trastos.

Era la última en marcharse y empezó a desnudarse en la penumbra cuando se dio cuenta de que no estaba sola…

Su corazón dejó de latir y sintió que algo caliente resbalaba por sus muslos: acababa de orinarse encima.

—¿Quién… quién anda ahí? —articuló, tanteando la pared en busca del interruptor.

Estaba ahí, sentado en el suelo, asustado, con una mirada de loco, los ojos hundidos en sus cuencas por culpa del caballo o del mono. Ese tipo de rostro Camille se lo sabía de memoria. No se movía, ya no respiraba y amordazaba la boca de su perro con las dos manos.

Permanecieron así unos segundos, mirándose en silencio, el tiempo de comprender que ninguno de los dos iba a morir por culpa del otro, y cuando apartó la mano derecha para llevarse un dedo a los labios, Camille lo sumió de nuevo en la oscuridad.

Su corazón volvía a latir. Cogió su abrigo de cualquier manera y salió caminando de espaldas.

—¿El código? —gimió él.

—¿C… cómo?

—¿El código para salir del edificio?

Camille ya no se acordaba, tartamudeó, se lo dio por fin, buscó la salida agarrándose a las paredes y se encontró en la calle, temblando como una hoja y bañada en sudor.

Se cruzó con el vigilante:

—Un frío que pela, ¿eh?

—…

—¿Estás bien? Parece que hubieras visto un fantasma…

—Cansada…

Camille estaba helada, se cruzó el abrigo sobre el pantalón de chándal empapado y echó a andar en la dirección equivocada. Cuando se dio cuenta por fin de dónde se encontraba, fue caminando por la calzada para coger un taxi.

Era un coche lujoso que indicaba las temperaturas interior y exterior (+21°, -3°). Camille separó los muslos, apoyó la frente en la ventanilla y se pasó el resto del trayecto observando los bultos formados por seres humanos acurrucados sobre las rejillas de ventilación y en los zaguanes de los portales.

Los testarudos, los cabezotas, los que rechazaban las mantas de aluminio para que no los iluminaran los faros de los coches y que preferían el asfalto tibio a los azulejos de los albergues.

Camille hizo una mueca.

Unos horribles recuerdos le atenazaron la garganta…

¿Y el fantasma aturdido de antes? Parecía tan joven… ¿Y su perro? Era una tontería… Con un perro no podía ir a ningún lado… Debería haber hablado con él, advertirle que tuviera cuidado con la bestia de Matrix, y preguntarle si tenía hambre… No, lo que quería era su chute… ¿Y el chucho? ¿Cuándo sería la última vez que había comido? Camille suspiró. Qué idiota… Angustiarse por un perro callejero cuando media humanidad soñaba con un rinconcito sobre una boca de ventilación, qué idiota… Anda, tía, cállate que me avergüenzas. ¿De qué vas? Apagas la luz para no verlo más y luego te reconcomes en el asiento de atrás de un cochazo de lujo empapando en lágrimas tu pañolito de encaje…

Anda que desde luego…

La casa estaba vacía. Camille buscó algo de alcohol, lo que fuera, bebió lo necesario para encontrar el camino de la cama y se levantó en plena noche para vomitar.