Aunque esa conversación le costó cara, aunque se desnudó esa noche rozando su cuerpo con más desconfianza aún, impotente y desalentada por todos esos huesos que sobresalían en los lugares más estratégicos de la feminidad (las rodillas, las caderas, los hombros), aunque tardó en conciliar el sueño, pues estuvo pasando revista a todos sus defectos, no se arrepintió de ella. Ya desde la mañana siguiente, por la manera en que se movía, en que bromeaba, y se mostraba atento sin exagerar y egoísta sin darse ni cuenta, Camille comprendió que Franck había captado el mensaje.
La presencia de Myriam en su vida facilitó las cosas, y aunque seguía tratándola de cualquier manera, dormía a menudo fuera de casa y volvía más relajado.
A veces Camille echaba de menos el jueguecito que se traían antes… Qué pava soy, se decía, con lo agradable que era… Pero esas crisis de debilidad nunca le duraban demasiado. De haber escupido tanto en la taza del váter, sabía cuál era el precio de la serenidad: exorbitante. Y además, ¿en qué consistía todo eso exactamente? ¿Dónde terminaba la sinceridad y empezaba el juego con él? En ese punto estaba de sus divagaciones, sentada sola ante un gratén mal descongelado cuando descubrió algo extraño en el alféizar de la ventana…
Era el retrato que le había hecho Franck el día anterior.
En la entrada de la concha había un corazón de alcachofa fresco…
Camille volvió a sentarse, y se puso a comer sus calabacines fríos sonriendo como una tonta.