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Franck se quitó el mono debajo de una marquesina y entró en el restaurante ajustándose el nudo de la corbata.

La dueña abrió los brazos de par en par:

—¡Pero mira qué guapo estás! ¡Ah, cómo se ve que te vistes en París! Un abrazo de parte de René. Pasará a verte cuando termine el turno…

Yvonne se levantó y su abuela le sonrió con ternura.

—¿Qué tal, chicas? Veo que os habéis pasado la mañana en la peluquería…

Las dos ahogaron una risita por encima de sus copitas de licor y le hicieron sitio para cederle el panorama sobre el Loira.

Su abuela se había puesto el traje de chaqueta de vestir, con su broche de bisutería y el cuello de piel. Al peluquero de la residencia se le había ido la mano con el tinte, y tenía el pelo color salmón, a juego con el mantel.

—Caray, qué colorín te ha puesto tu peluquero…

—Era justo lo que yo le estaba diciendo —lo interrumpió Yvonne—, es un color muy bonito, ¿verdad, Paulette?

Paulette asentía con la cabeza, nerviosa, limpiándose la comisura de los labios con su servilleta de cuadros. Se comía a su nieto con los ojos y hacía melindres consultando la carta.

Fue todo exactamente como Franck lo había imaginado: «sí», «no», «¿en serio?», «anda ya, no puede ser», «joder…», «perdón», «hostia», «huy…», y «caramba» fueron las únicas palabras que pronunció, pues del resto de la conversación se encargó Yvonne a la perfección…

Paulette no hablaba mucho.

Contemplaba el río.

El cocinero vino a darles palique un momento y les sirvió una copita de aguardiente que las señoras rechazaron en un primer momento, antes de bebérselo a sorbitos como un vinito dulce. Le contó a Franck anécdotas de cocineros y le preguntó cuándo pensaba volver a trabajar por allí…

—Los parisinos no saben comer… Las mujeres están todas a régimen, y los hombres no piensan más que en ahorrarse unos cuartos… Seguro que a tu restaurante nunca van parejas de novios… A mediodía no tendrás más que ejecutivos, y a ésos les trae sin cuidado lo que se llevan a la boca, y por la noche no tendrás más que parejas mayores que celebran sus bodas de plata cabreados porque han aparcado en doble fila y acojonados de que se les lleve el coche la grúa… ¿Me equivoco?

—Bah, a mí me trae al fresco, ¿sabe? Yo hago mi trabajo y punto…

—¡Pues de eso te hablo! En París, cocinar para ti no es más que un ganapán… Tú vuelve por aquí y verás, nos iremos de pesca con los amigos…

—¿Está pensando en vender, René?

—Pfff… ¿A quién?

Mientras Yvonne iba a buscar el coche, Franck ayudó a su abuela a encontrar la manga de su gabardina:

—Toma, Camille me ha dado esto para ti…

Silencio.

—¿Qué pasa, no te gusta?

—Sí, sí que me gusta…

Paulette volvió a echarse a llorar:

—Qué guapo sales en éste…

Le señalaba el dibujo que a Franck no le gustaba.

—¿Sabes?, se pone tu bufanda todos los días…

—Mentiroso…

—¡Te lo juro!

—Pues entonces tienes razón… Esta chica no es normal —añadió, entre risas y lágrimas.

—Abuela… No llores… Vamos a salir de esta…

—Sí… Con los pies por delante…

—…

—¿Sabes?, a veces me digo a mí misma que estoy preparada, y otras, en cambio, no… no…

—Ay… abuelita mía…

Y por primera vez en su vida, la abrazó.

Se despidieron en el aparcamiento, y Franck sintió alivio al no tener que llevarla hasta su agujero.

Cuando le quitó el pie, la moto se le antojó más pesada que de costumbre.

Había quedado con su chica, tenía pasta, un techo, un curro, había vuelto a ver a René y a su mujer, y sin embargo, se sentía solo como un perro.

Vaya mierda, murmuró dentro del casco, vaya mierda… No lo repitió una tercera vez porque no servía de nada, y además le llenaba la visera de vaho.

Vaya mierda…