19

Tal vez porque estaba menos cansada que ellos, o porque aguantaba mejor el alcohol, pero el caso es que Camille pronto tuvo que pasar de la cerveza a algo más fuerte para reírse al mismo ritmo que ellos. Era como haber retrocedido diez años en el tiempo, a una época en la que ciertas cosas aún le parecían evidentes… El arte, la vida, el futuro, su talento, su novio, su lugar en el mundo, y todas esas paridas…

Y la verdad es que tampoco era tan desagradable…

—Eh, Franck, ¿esta noche qué pasa, tío, no bebes o qué?

—Estoy muerto…

—No, venga, tío, tú no… ¿No estás de vacaciones, además?

—Sí.

—¿Entonces?

—Me hago viejo…

—Anda, tómate otra… Ya dormirás mañana.

Tendió su copa aunque no estaba muy convencido: no, no dormiría mañana. Mañana le tocaba ir a El tiempo recuperado, (que era como una Sociedad Protectora de Animales pero para viejos), a comer bombones asquerosos con dos o tres viejas abandonadas que jugarían con sus dentaduras postizas mientras su abuela miraba por la ventana, suspirando.

Ahora a Franck le dolían las tripas desde la salida del peaje…

Prefería no pensarlo y se bebió la copa de un solo trago.

Miraba a Camille sin que ésta se diera cuenta. Sus pecas aparecían o desaparecían según el momento, era un fenómeno la mar de extraño…

Le había dicho que lo encontraba guapo, y ahora estaba coqueteando con ese tontorrón, pfff… son todas iguales…

Franck Lestafier no estaba de humor.

Tenía incluso un poquito de ganas de llorar…

Pero bueno, ¿qué te ocurre, corazón?

Pues…, ¿por dónde empiezo?

Un curro de mierda, una vida de mierda, una abuela medio ida, y una mudanza en perspectiva. Volver a dormir en una porra de sofá, perder una hora en cada descanso de trabajo. No volver a ver nunca a Philibert. No volver a pincharle más para enseñarle a defenderse, a contestar, a irritarse, a imponerse por fin. No llamarlo «mi gatito de porcelana» nunca más. No acordarse más de guardarle algo bueno de comer. No impresionar más a las chicas con su cama de rey de Francia y su cuarto de baño de princesa. No oírlos más, a Camille y a él, hablar de la guerra del 14 como si la hubieran vivido, o de Luis XI como si acabara de tomarse unas copas con ellos. No esperarla más, no husmear el aire al abrir la puerta para saber, por el olor a cigarrillo, si estaba ya en casa. No precipitarse más sobre su cuaderno, en cuanto ésta miraba para otro lado, para ver los dibujos del día. No volver a acostarse y tener la Torre Eiffel iluminada como lamparita de noche. Y quedarse en Francia, seguir perdiendo un kilo por cada turno de trabajo, y recuperarlo en cervezas justo después. Seguir obedeciendo. Siempre. Todo el rato. No había hecho otra cosa: obedecer. Y ahora, estaba atrapado hasta que… ¡Anda, di hasta cuando, venga, dilo! Pues sí, así era… Hasta que su abuela la palmara… Como si su vida sólo pudiera solucionarse con la condición de volver a hacerle sufrir…

¡Vale ya, joder! ¿No la podéis tomar con otro? No, es que es verdad, yo ya he tenido bastante…

Yo estoy ya hasta el culo, así que id a buscar a otro a quien joder… Yo ya he tenido bastante. Ya he pagado lo mío.

Camille le dio una patada por debajo de la mesa.

—Eh… ¿estás bien?

—Feliz año —le dijo.

—¿No te encuentras bien?

—Me voy a la cama. Adiós.